domingo, 31 de marzo de 2013

EL JUDAS


Acabo de ver, con cierta inquietud, los resultados provisionales de una encuesta en marcha por la que se deduce un generalizado pesimismo entre los participantes a propósito del futuro de su pueblo. Tanto es así que un ochenta y seis por ciento auguran un devenir desalentador, frente a un escaso catorce por ciento que parece verlo más halagüeño.

Ayer, pude participar como espectador de una muestra cultural a la que acredito el valor de lo espectacular, tanto por el impecable desarrollo de todo el evento como por la excelente tarea de preparación y diseño previo que sin duda lo ha precedido. Una ingente cantidad de ciudadanos locales, que superaba los doscientos cincuenta participantes, pusieron un año más en escena la ya famosa quema de “El Judas” en la localidad de Villadiego.

A todo el desarrollo asistí entre perplejo y entusiasmado. Mi condición de oriundo y el afán por ser optimista, me permite llegar a la conclusión de que mi pueblo está entre ese reducido catorce por ciento que ayer puso otra pica en Flandes. Había mucha dedicación, mucho esfuerzo de programación y diseño y un evidente fervor por recuperar una tradición dormida que ha sido avivada con todo el esplendor de un trabajo bien hecho. Todo ello es impensable en una villa en trance de extinción. Así que cualquier valoración al caso no viene a cuento. Ese es mi entusiasmo.



A las seis de la tarde, con puntualidad encomiable, la plaza de la villa se llena de color y sones militares interpretados por la excelente Agrupación Musical del municipio. Es el impecable desfile de tropas que se alinean marcialmente delante de los soportales doblados a las órdenes del Rey; un numeroso grupo de miñones, no menos airosos, pertrechados con toda suerte de aperos y algunos trabucos prestos a ser utilizados en función del desenlace y, finalmente, otro grupo de aldeanos que llegan con el propósito de litigar en beneficio del Judas.





Son grupos de soldados de época, ataviados con exquisita galanura y fidelidad a los orígenes del uniforme; miñones a la gresca para reivindicar imposibles; pueblo llano unido en la defensa del traidor y un Judas cargado con los despropósitos y calamidades acumulados a lo largo del año en la villa son los protagonistas del contencioso que va a desencadenar una guerra sin cuartel para, finalmente, ser capturado, juzgado y castigado con todo el rigor.


Finalmente el Rey y sus cortesanos hacen acto de presencia, pasan revista a las tropas sin que puedan descubrir un sólo botón mal anudado e ignoran a los miñones que se sienten maltratados por el desaire y vociferan enfurecidos. Posteriormente, el cabecilla de estos últimos, plantea al monarca una serie de reivindicaciones que por peregrinas y descabelladas son definitivamente rechazadas. Y surge lo que parece inevitable; la declaración de guerra sin cuartel.


Los airados miñones y los aldeanos huyen y se atrincheran en el alto la Riba a la espera de un previsible ataque de las fuerzas reales que llegan tras ellos en perfecta formación. Tras un breve y último parlamento entre los disidentes y los ejércitos reales se desvanece un posible acuerdo y comienzan las hostilidades. De un lado, miñones y aldeanos defienden su posición en la cima del altozano; frente a ellos y al pie de la ladera se sitúan los dos ejércitos reales y comienza la batalla. Con bajas por ambos lados, los heridos, unos y otros, son valerosamente atendidos por el cuerpo de enfermeras entre el espectáculo dantesco de una batalla "real", con botes de humo y descargas de artificio que se hace presente con estrépito. Por último, entre tomas y dacas, el combate se inclina a favor del rey y el Judas es capturado y conducido a la Plaza Mayor en donde se ha de desarrollar el juicio Real y el veredicto definitivo.






El preso permanece en la mazmorra y protagonistas y visitantes disfrutan de la hospitalidad de la villa. Y, bajo los amplios soportales que cobijan a propios y forasteros de la renacida lluvia de los últimos días, consumen un excelente aperitivo en el que aparecen, cómo no, la exquisita morcilla local, el chorizo acuñado para la fiesta y el queso de la tierra regado todo con excelente vino tinto. Todo ello servido por las cantineras del evento bélico con la elegancia y el donaire propios de la mujer castellana.

Después del respiro gastronómico, se inicia el juicio. Con intervenciones de fiscal y defensa, coreadas con reprobaciones y gritos de injusticia por miñones y aldeanos, el veredicto de culpabilidad se firma y el reo será colgado y quemado en la hoguera a las veintiuna horas de la tarde. Llegado el momento, el monigote se convierte en ascuas y termina convertido en cenizas humeantes sobre las que los asistentes añaden grabados con imágenes del ajusticiado que estimulan el fuego de las últimas llamas.


Inmediatamente, en la plaza surge el sobresalto y bulle de entusiasmo. Desde todos los rincones aparecen personajes demoníacos rodeados de fuego y espanto que danzan por doquier y hacen las delicias de la concurrencia. Los fuegos de artificio, ubicados estratégicamente, se unen al pasmo y la plaza arde en color, explosiones y delirio. A ello se unen el redoble de tambores que completan “el infernal” epílogo del evento que, en un recorrido calle por calle y plaza por plaza de la villa siembran el desenfado, la alegría y la más atronadora perplejidad. Así dan fin a una representación que atrae a propios y extraños con el sabor de lo bien hecho. Un espectáculo, en fin, que rebela el valor del empeño, la tenacidad y el entusiasmo por una idea que dignifica a todos los protagonistas. Con estos ingredientes la villa en que nací tiene garantizado un espléndido futuro.




Mi más cordial enhorabuena a todos y cada uno de los participantes, cualquiera que sea su nivel de colaboración y, cómo no, a las autoridades que han sabido dar cauce a la inquietud de los vecinos por recuperar tan espectacular tradición.
Eduardo García (Vivi)





















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