...De la habitación de mis padres tengo uno de los recuerdos más divertidos de mi niñez. Yo nunca he sido proclive a invadir la intimidad de los animalillos, y menos aún a manosearlos como ya se habrá notado. Entre otras razones porque siempre me han inspirado una mezcla de respeto y recelo y, desde luego, repelús. Pero en aquella primavera, quizá del 48, olvidé mis remilgos y me llené de audacia para capturar un grillo. Antes le había fabricado una decorosa estancia en un bote de tomate agujereado. Provisto de las más frescas hojas de lechuga que encontré en la cocina y firmemente decidido a capturarlo, me dirigí al Prado de las Monjas en donde los conciertos de estos ortópteros eran especialmente nutridos. Haciendo de tripas corazón y lleno de sigilo, me acerqué al primer agujero escondido entre la hierba. Con una larga pajita y una gran dosis de paciencia conseguí que el insecto saliera y, cuando lo hizo, tan raudo como pude taponé la entrada usando el fondo del bote. El grillo y yo estábamos allí y no sé quien de los dos más sobresaltado. Con toda la pericia de que era capaz, y sin tocarle, conseguí meterlo en el envase. Concluida semejante hazaña regresé eufórico a casa y lo coloqué en el borde interior de la ventana de la habitación de mis padres. Seguramente para impedir posibles escamoteos de mis hermanos, ya experimentados pescadores de ranas a las que capturaban con grillos como principal señuelo según he dicho. Y el mío, después de semejante alarde, debía de ser protegido a toda costa.
Después de aquella gloriosa tarde primaveral, llegó la noche no menos agradable y serena y con ella la hora del sueño. Todos nos acostamos olvidados del grillo que permanecía acaso agazapado en el bote o quizá rebosante de felicidad después del hartazgo de lechuga que yo le había dedicado. Probablemente lo segundo porque unos instantes después de iniciar toda la familia el sueño, comenzó su rozar de élitros y con ello el agudo y monótono chirrear. Al poco tiempo, mi padre tosió ―con aquella tos que interpretábamos mis hermanos y yo como preludio de enojos más severos― haciéndolo de forma contenida al principio y esperando acaso imponer silencio con ella al animalillo. Pero este, lejos de terminar su concierto, y seguramente animado por la luz de la calle que iluminaba la ventana, continuó su velada musical provocando con ello la furia de mi padre, ya incontenible, que se levantó iracundo, agarró el bote y lo lanzó impetuosamente por la ventana provocando un alegre tintineo que inundó de sones metálicos la serenidad de la noche. Recuperada la calma, se acostó de nuevo para reanudar el sueño interrumpido hasta que, a los pocos minutos, de nuevo el grillo inició su chirrear, ahora más feliz porque disponía de toda la habitación para explayarse a sus anchas. Sin duda, el ortóptero se las apañó para saltar indemne del bote antes de que este cruzara el vano de la ventana. Ahora el problema aportaba una insospechada faceta porque el suelo de los dormitorios tenía decenas de recovecos capaces de alojar en su interior a tan diminuta criatura y localizar el escondite era tarea casi imposible. Por otro lado, encender la luz o provocar el menor ruido lo acallaba, de modo que el silencio y la oscuridad le permitían alentar su venganza.
Aquella noche en «semivela» familiar, por culpa de mi modesto safari, significó para mí el principio y el fin de una prometedora etapa naturalista truncada por las intempestivas expresiones canoras de aquel grillo rebelde. A partir de entonces, mis relaciones con el mundo animal se redujeron a las puramente gastronómicas. Cerdos, ovejas o gallinas eran intrusos admitidos en casa sin reservas y sus gruñidos, balidos o cacareos aceptados tácitamente a cuenta de sus generosos aportes nutritivos. Sólo el gato campaba por las habitaciones libremente y sin riesgos fatales. Sus maullidos, extemporáneos o no, nunca le fueron reprochados gracias a su condición de hábil depredador de roedores. Ello, a diferencia del molesto ortóptero que no aportaba nada tangible, le convertía en respetable colaborador del bienestar familiar y le granjeaba el respeto de todos, incluso el mío. Así que aquel grillo frustró en una sola noche mi vocación zoológica y mis futuras relaciones de entendimiento cordial con los animales del campo.
De Mis Memorias
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