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martes, 14 de abril de 2020

JOSÉ ORTEGA VALCARCEL


José Ortega Valcárcel

Imágen de la Vikipedia 

José Ortega Valcárcel (n. 1940 en Villadiego, Burgos, España) es un geógrafo español, catedrático de Análisis Geográfico Regional en la Universidad de Cantabria y en la Universidad de Valladolid (Castilla y León). Fue consejero de Medio Ambiente del Gobierno de Cantabria del año 2003 a 2007.
Especializado en desarrollo rural y ordenación del territorio, es autor de numerosas publicaciones sobre teoría y pensamiento geográfico, siendo una figura relevante dentro de la geografía llevada a cabo en España.


VILLADIEGO: DE LA CALLE EMPEDRADA AL PUENTE DE ROMA

Se asienta Villadiego en la campiña, en la extremidad oriental de la Tierra de Campos, aunque ya no se le denomine así por estos pagos. Es un núcleo de llanura. Sin embargo, inmediata al Norte, a muy pocos kilómetros, se encuentra la “montaña”, cuyas primeras estribaciones se encuentran ya en los Ordejones; y hacia el Este en Coculina y Los Valcárceres. Villadiego es como la antesala de la “montaña” de las “peñas”, como se les denominó históricamente.
Encerrada en la estrecha cuña que dibujan las estribaciones montañesas y el horizontal perfil de la cuesta del Alcor, esto es el páramo de Tobar y Olmos de la Picaza, que cierra hacia el Sur el horizonte de la villa. Entre la montaña y el Alcor, en la campiña de “campos” Villadiego ha sido un centro de encuentro y relación de las comunidades humanas de estos entornos, tan dis­tintos, en el pasado, en sus formas de vida, economía y cultura popular.
Emplazada en el valle del Brullés, más cerca del Jarama que de aquél, en la amplia llanada creada por el afluente del Odra, hidrónimos que nos descubren, en su antigüedad prerromana, el trasfondo de pueblos ancestrales vinculados con estas tierras y la relativa continuidad sobre ellas de la presencia humana duran­te miles de años.
La continuidad, por encima de las circunstanciales rupturas que se producen en el tiempo y que, en cierto modo, son causa de la aparición del Villadiego histórico cuya evolución dará lugar a la población actual.

Una villa altomedieval de raíces romanas

Carecemos de una precisa acta de nacimiento” de Villadiego. Pero sabemos que surge en el siglo IX de nuestra Era, en torno al año 870, al calor del avance hacia el Sur de las poblaciones montañesas, en lucha con Al Andalus. Es un fruto de los tanteos de ocupación y repoblación que las comunidades de la montaña realizan fuera de sus “valles”, mejor protegidos y más seguros. Es el producto directo de los que se asoman a las llanuras desde el alto observatorio de Peña Amaya, recién repoblada y fortaleci­da en esos años, y de la cual partirá el impulso decisivo hacia el sur en esta área y en ese periodo.
Hasta llegar a las proximidades del Arlanzón, en Burgos, ya en el año 884, con el objetivo muy probable de controlar la gran vía romana que penetra desde el Valle del Ebro hacia el interior del Valle del Duero y el Noroeste peninsular, la de Cesar Augusta (Zaragoza) a Asturica (Astorga).
Un grupo de esos colonizadores montañeses salidos de tas faldas de la Peña Amaya se establecerá en el entorno del actual Villadiego, cuyo nombre parece responder al principal responsable de esa iniciativa, el conde Diego, el fundador de Surges, que aparece como dominante de estos territorios en nombre del rey asturiano. Sin duda, al tiempo que se levanta la ‘villa de Diego’ debieron iniciar su moderna andadura localidades inmediatas de la campiña, por tierras de Campos, en territorio de Amaya, en el dominio del viejo “Trifinium” romano, el medieval “Treviño”, en alusión a su carácter de área de contacto entre diversos pueblos de la antigua Iberia. Ha sido ésta una tierra de frontera y de contacto.      
Un área de notoria presencia romana en relación con las guerras cántabras del siglo I antes de la Era, cuya herencia será tanto la Sasamón levantada por los romanos próxima a la vieja población indígena, como el asentamiento permanente en este te­rritorio, una vez establecida la paz de la conquista. Así parecen indicarlo las huellas arqueológicas bien conocidas de Sasamón y las casi desconocidas y en gran medida destruidas del “catastro” romano, cuyas evidencias apenas sobrepasan hoy la disposición de los núcleos de población, la red de los viejos caminos desapare­cidos con la Concentración Parcelaria, y las estructuras percep­tibles o inferibles de su presencia, como restos de una gran operación de colonización agraria, conocida como centuriación.                                                                                                                                                                     Sólo caben conjeturas sobre este catastro romano: Sobre su origen y sobre su desarrollo. En relación con su establecimiento porque carecemos de información que permita asegurar su implanta­ción para asentar a los veteranos do las guerras cántabras, como parece probable. Respecto de su desarrollo porque la destrucción de sus huellas y la inexistencia de una adecuada investigación arqueológica Impiden delimitar sus contornos y caracteres, aunque diversos indicios muestran su posible extensión desde el área de Villamayor de Treviño y los bordes del Pisuerga, por el Oeste, hasta Barrios de Villadiego y Melgosa al Este. De Villavedón al Norte hasta el Brullés al Sur.
El catastro romano es una forma de colonización agraria en la que los campos y parcelas de cultivo, así como los núcleos habitados, en este caso “villae”, se organizan con un plan geométrico, ortogonal, en damero, distribuido por los agrimensores de acuerdo con las medidas romanas. En “Treviño” el catastro muestra una trama de 1OOx1OO actus, unos 3,5x3,5 kms. Sus ejes principales debieron ser en este caso, vías romanas, una que desde Sasamón ascendía hacia Amaya, y otra la que desde el mismo origen llevaba hacia las salinas de la actual Poza do la Sal por términos de los actuales Coculina y Masa.
Desde la atalaya de Peña Amaya debía aparecer la campiña inmediata como un damero de caminos y campos, a pesar del abandono sobrevenido tras la conquista islámica, en la que habían de sobresalir las ruinas de las antiguas “villae” romanas distribuidas de forma regular en la campiña, así como los restos, de mayor envergadura de la ciudad de Segisamo. Con toda probabilidad emplazadas en intersecciones de caminos del “catastro” romano.
Una parte de ellas será elegida para los nuevos asentamien­tos de los colonizadores montañeses, como evidencia la localización actual de numerosos núcleos del área de Treviño. El conde Diego parece eligió una localizada en posición ventajosa, sobre la vía de Poza de la Sal en su confluencia con una vía secundaria o camino que debía conducir a Amaya, entre el Jarama, cruzado por un puente, y el Brullés. Es la que recibe el nombre de “Villa Didacus”. La vía romana principal conducía a Sasamón y a ella debe hacer referencia la “calle empedrada”, prolongada bajo el actual arco de la cárcel en dirección a Arenillas. La secundaria debía proceder desde Castromorca y tras vadear el río por las proximidades de la actual iglesia y barrio de Santa María, corta­ba en perpendicular a la principal y atravesaba el río Jarama por el “puente de Roma”. Son las raíces romanas de Villadiego. De la calle empedrada’’ al puente de ‘‘Roma’’ discurren los ejes sobre los que nació y sobre los que crecerá.
La huella de los orígenes es visible: El núcleo primitivo de la “villa” de Diego aparece como un cuadrilátero bien definido al Nordeste del casco de la población actual, entre la calle del G. Aranda, la muralla y carretera de Quintanas, la Plaza Mayor y la calle de J. Antonio, en que se reconoce un cuadrilátero de unos 143x143 metros, equivalente a unos 4 actus romanos de lado. La calleja que corta los soportales de G. Aranda, en orientación Norte-Sur, lo divide en dos partes simétricas y confirma las medidas: Desde la cerca o arco de la villa a la entrada de dicha calleja la distancia es de unos 71 metros de lado. Es decir, dos actus, medida romana equivalente a unos 35.5 metros.
La elección del conde Diego, traspuesta la mitad del siglo IX, asentó un núcleo agrario similar a muchas otras “villas” o aldeas de su entorno, englobadas en el territorio altomedieval de Amaya, cabecera del mismo, o de “Treviño”, como se le denomina también al ámbito de la llanura. Una ‘villa” de repoblación en la campiña, pero inmediata a las montañas de que proceden sus repobladores

Entre la montaña y la llanura: Una villa de mercado

Si las raíces son romanas el desarrollo es medieval. La villa de Diego del siglo IX adquiere, en el transcurso de los siglos siguientes un papel preponderante gracias a su excelente situación. Espacio de contacto entre la Montaña y la Campiña y con el Alcor del páramo, se convierte en lugar de encuentro para las comunidades de estos ámbitos, de economías complementarias.
Al Norte la montaña adolece de escasez de suelo para el cultivo, y sufre de los rigores del clima que limita las producciones de “pan y vino”, esenciales para la supervivencia de po­blaciones que viven en un estadio de casi subsistencia y con escasas posibilidades de intercambio a gran escala. Disponía en cambio de abundantes recursos forestales y contaba con buenas condiciones para la cría y mantenimiento de ganados. Los montes proporcionan excelentes pastos y las masas forestales abundantes maderas de calidad. Una economía pastoril y forestal: La montaña como lo resaltara el Poema de Fernán González, era rica en ganado, carnes, mantecas; pero escasa en pan y vino. Productora, por otra parte, de excedentes humanos. La emigración ha sido una constante histórica: Para servir en las armas, según sabemos desde los romanos, o para trabajar en los campos y campiñas más ricos.
Las campiñas han sido las tierras por excelencia del pan y el vino: Campos de cereal y pagos de viñedo aparecen documentados desde la Alta Edad Media y es muy probable que fueran dedicación preferente de los campos romanos. El espacio cultivado ocupó la mayor parte de sus términos hasta la práctica desaparición del arbolado, en contraste con la boscosa montaña. Más secas, más cálidas, permitían una economía cerealista rica, capaz de generar excedentes. Pero carente de algunos elementos esenciales: Maderas para sus construcciones, para sus aperos y utensilios domésticos; ganados para el trabajo del campo y el transporte; mano de obra para las épocas de máxima actividad campesina, en la siembra y en el agosto.
Una economía de trueque y cambio se establece históricamente entre las comunidades montañosas y las campiñesas, de economías complementarias. Trueque e intercambio que potencia y estimula el desarrollo de algunos puntos mejor situados para el encuentro y relación entre ambas comunidades y economías. Puntos que forman un rosario de “villas” mercado a lo largo de este borde septen­trional de las llanuras castellanas: Sahagún, Carrión, Herrera de Pisuerga, Villadiego, entre otras. Una función histórica que desempeñarán mientras se mantenga dominantes la sociedad y econo­mía agrarias en nuestro país; es decir, hasta mediados de este siglo XX­.
          Villadiego se configura pronto como un enclave de este tipo, que es la baso de su prosperidad, de su crecimiento y de su pree­minencia sobre otras poblaciones del entorno que no llegarán a desarrollarse de forma equivalente o que decaerán en comparación con ella, como es el caso de Amaya. El fuero que le concede en 1134 Alfonso VI viene a reconocer ese dinamismo y le otorga un “status” propio de villa aforada
          El asentamiento en ella de una población judía notable y de entidad suficiente para constituir una comunidad o ‘aljama’ con su barrio o judería propio, confirma su importancia como plaza mercantil medieval, corroborada por la aparición de las ferias y mercados semanales que le introducen en la malla compleja del intercambio regional, como una plaza destacada del movimiento de ganados. Un movimiento mercantil regulado y facilitado por el sistema de ferias, cuya secuencia temporal permitía la relación entre los distintos centros de transacción, facilitando el desplazamiento de tratantes y mercaderes de unos a otros, gracias al carácter complementario del calendario que regia para las mismas.
Carecemos de una información precisa y documentada sobre el devenir medieval de la villa en su vida económica y social. Pero es manifiesta su prosperidad que se refleja en el desarrollo físico y en la configuración de su espacio urbano. Villadiego ha sido un espacio de mercado. Esa economía de servicios traspasara los siglos y se mantendrá hasta el ecuador del nuestro.
A mediados del siglo XIX la función mercantil es patente, así como su vinculación con el intercambio entre áreas de montaña ganaderas y artesanas y áreas campesinas de llanura. Su afirma­ción como una plataforma mercantil de transacciones ganaderas, de aperos, utensilios y mano de obra, extiende su radio de acción y asegura la concurrencia de productores, consumidores e interme­diarios de procedencia alejada: Asturianos, montañeses de las montañas de Reinosa y Santander, tratantes de Aragón y manchegos, artesanos zamoranos y segovianos, vinateros de Rioja, la Ribera y Campos, confluyen regularmente cada año, en los mercados sema­nales de los lunes y sobre todo con motivo de la gran feria gana­dera del otoño, prolongada desde San Andrés a la Concepción. Un tiempo de mercado y fiesta en función del cual vive la villa.
Esa función de servicios es la que la promociona, desde la Edad Media, al rango de cabeza de un territorio de variables denominaciones pero que atestigua, en cierto modo, el área de su influencia funcional. De estar sometida, como simple aldea de campesinos, al dominio territorial de Amaya o de Treviño, se encarama a la cabecera de un territorio propio en que se íntegra un amplio círculo de tierras de montaña y de llanura: Desde la medieval “merindad de Villadiego” encabezada por la villa, que perdurará durante siglos, al “partido judicial” moderno, creado en el siglo XIX, en el marco de las reformas administrativas liberales, que reconoce la “centralidad” de la villa para la prestación de los servicios judiciales y otros vinculados con ellos o con la administración moderna, como el Registro de la Propiedad.
Una dedicación mercantil que todavía otorga a Villadiego su perfil secular a mediados de la centuria, cuando ya se anuncia el declive de la sociedad rural y campesina y con él la segura decadencia de una población vinculada en su existencia a aquella y sin otras actividades alternativas con capacidad para contra­rrestar sus efectos negativos.
El perfil de la villa hacia 1950 no difería mucho del que nos proporcionaba un siglo antes, salvo en la lógica evolución. La actividad mercantil sigue siendo el fundamento económico y social de su población en relación con un área de influencia a caballo de campos y montaña, enriquecida y estimulada por el desarrollo demográfico, el crecimiento de la población comarcal, los nuevos servicios propios de la sociedad moderna y la consoli­dación de un comercio permanente sostenido en esa demanda comar­cal y local.
En ese siglo, entre 1850 y 1950, la población de la villa casi se duplicó, hasta alcanzar su máximo, en torno a los 1500 habitantes. Numerosos establecimientos comerciales fijos asegura­ban, por un lado, las necesidades básicas de la población, y por otro las demandas más especializadas de la población agraria co­marcal: Desde las tiendas de tejidos y confección, ferreterías, zapaterías, mercerías y comercio de ultramarinos, hasta los alma­cenistas de pieles y cueros, abonos minerales y tripas secas. Y un sector artesano y fabril complementario que comprendía desde los talleres de carpintería y ebanistería, o las panaderías, hasta las fábricas de harinas, gaseosas, el laboratorio farmacéutico, o los talleres mecánicos, signos de los nuevos tiempos.
Un carácter comarcal patente en la centralización de los servicios de transporte de viajeros, mecánicos, surgidos en el primer tercio del siglo que confluían en la villa y tenían, in­cluso, su centro en ella, como punto de enlace de las áreas rura­les con la capital provincial. Últimos momentos de un cierto es­plendor mercantil que hizo posible la multiplicación de las fe­rias, animadas por una demanda más solvente y variada: La única feria de San Andrés a la Concepción, extendida desde el 30 de noviembre al 8 de diciembre, se multiplica en la segunda mitad del siglo XIX. Surgieron así ferias en casi todos los meses del año: Las ferias de enero, los días 15 y 16; la de San Blas, los días 2 y 3 de febrero; en marzo los días 15 y 16; en los días 20 y 21 de abril;  en Pascua de Pentecostés; el 16 de julio; la del Pilar los días 12 y 13 de octubre; y la del final de año, los días 29 y 30 de diciembre.
          A ellas corresponde la imagen abigarrada y congestionada de la villa en plena actividad, ocupada por miles de personas de diversas procedencias, campesinos con sus ganados y frutos, arte­sanos con sus productos, vendedores ambulantes de quincalla, he­rramientas, aperos, ropas, objetos de regalo, charlatanes de dis­tinto género y origen, y mano de obra expectante, adolescentes y  adultos, hombres y mujeres, incluso niños, solos o acompañados por sus familiares, que se exponían bajo los soportales del Ayun­tamiento, a la espera del “amo” interesado en emplearles como “criado” fijo o como eventual “agostero” o “pastor”.
Unos y otros animaron las plazas y calles en las que se re­partían las actividades de compra y venta, que ocupaban tabernas y casas de comidas, que se aglomeraban en las tiendas de tejidos, ultramarinos, mercerías, ferreterías, oficinas del Juzgado o del Registro de la Propiedad, en contraste con la quieta y casi iner­me vida cotidiana de los días no feriados.
Una muchedumbre y una actividad que explica la presencia de dos establecimientos bancarios con sus oficinas permanentes, como el Banco Español de Crédito y el Banco Mercantil, la de las Cajas de Ahorro y las numerosas corresponsalías bancarias, surtidas por el movimiento de dinero que acompañaba las transacciones feria­les, en particular de ganado, que fue la especialidad señera de las ferias de Villadiego, en particular el mular, destinado a surtir de ganado de tiro a las explotaciones agrarias de un muy amplio entorno. Canto de cisne en un mundo que se mecanizaba y motorizaba rápidamente, y en una sociedad rural que comenzaba a sentir la punción ya inexorable del éxodo definitivo que vaciaría los pueblos y cambiaría las formas de vida rurales.
En cualquier caso, Villadiego es el fruto de esta historia y de esta función: Una plaza de mercado, un lugar de encuentro desarrollado a partir del viejo solar romano. No lo desmiente, muy al contrario, el espacio urbano construido para esa actividad y para esa función.

Plazas y soportales: Piedra, madera y barro

El Villadiego originario englobaba junto al pequeño núcleo de la villa romana algunos barrios o pequeñas poblaciones en su torno, cuyos emplazamientos podemos identificar en relación con las iglesias de Santa María y San Lorenzo, además de otros como Barrio y Arenillas, la mayor parte de ellos absorbidos después por el núcleo principal, en particular al recibir el fuero real en 1134.
El plano nos muestra, a pesar de sus transformaciones, el proceso histórico de su configuración física, a partir del primi­tivo y cuadrangular recinto de ascendencia romana: Simétrico del núcleo de la “villa”, en la margen contraria de la calzada romana se estableció la comunidad judía, cuyo barrio constituirá la ju­dería de Villadiego, entre la actual calle de G. Aranda y el muro que limita al Sur la villa, englobando los terrenos luego ocupa­dos por el convento de las Agustinas, una vez decaída la comuni­dad hebrea y tras la expulsión de la misma.
Una aljama que acredita con su extensión la importancia de esta comunidad, y cuyo espacio físico podemos suponer, de acuerdo con lo que era su estructura en otros lugares, como un espacio cerrado o “corral” accesible sólo a través de “portillos” o pasa­dizos del tenor de otras juderías de que tenemos referencia docu­mental o sus vestigios. Núcleo y judería debieron estar murados, según se intuye en la morfología de todo este sector de la villa, cuyo perímetro denuncia la existencia de una cerca antigua sobre la cual debieron apoyarse las construcciones posteriores, como se percibe en el parcelario urbano.
  Este recinto medieval antiguo tenía un desarrollo Norte—Sur entre el puente de Roma y la entrada desde éste hacia la Plaza Mayor, y el espacio del posterior convento de las Agustinas. Por el Este su límite coincidía con el actual, en la cerca del arco de la cárcel. Por el Oeste su borde discurría dejando fuera la manzana del actual Ayuntamiento y la de los soportales dobles. Sus ejes perpendiculares, herencia romana, permanecen en la mor­fología urbana de este núcleo originario cuya extensión rondaba las 4-5 Has.
La prosperidad medieval y moderna de Villadiego le va a dar forma y la forma descubre su naturaleza mercantil, de plaza, de lugar de encuentro: Los bordes del núcleo, hacia el Este y Sur, con toda probabilidad extramuros, se convirtieron en el espacio mercantil, como sucederá en otras muchas poblaciones, cuyas pla­zas de “mercado” o “zocos” a similitud de los islámicos, se es­tablecieron en los amplios espacios situados ante las puertas. Todo parece indicar que la gran plaza mayor de Villadiego, con su irregular distribución, tiene este origen, como espacio de la feria o zoco para acoger a los ganados de distintas especies y vendedores ambulantes de todo género.
Villadiego crece y se transforma: Los espacios abiertos, las plazas, se convierten en el eje urbano. El espacio edificado se dispone en su entorno, se adapta a ellos, y al cerrarlos les da singularidad. La especialización de estos espacios de mercado, que acogen cada uno un tipo de ganado o de actividad, les confie­re identidad: De ganado mular, de ganado porcino, de ganado la­nar, de productos artesanos y de granos, proporcionan a la villa un paisaje insólito, lleno de perspectivas y enfoques que hacen de los espacios abiertos de Villadiego un conjunto singular desde el punto de vista urbano, de gran calidad, sin comparación en la provincia de Burgos, sin duda el más sobresaliente de ella, y no sólo de ella.
Las plazas absorben el espacio urbano y descubren hasta qué punto la actividad mercantil de ferias y mercados dominó la vida urbana: Ocupan una superficie importante y actúan como elementos ordenadores del conjunto. Su irregularidad muestra su carácter espontáneo y funcional. Si exceptuamos estos espacios abiertos los únicos ejes destacados corresponden con la vieja “calzada” romana que discurre por la calle “empedrada”, prosigue por la calle de G. Aranda y sale por el viejo arco de la cárcel, una espléndida fábrica en piedra de sillería.
La expansión bajomedieval y moderna extiende la población hacia el Oeste, sobre el eje de la calzada que dará nombre a la calle “empedrada”. Una expansión que permite englobar el barrio de San Lorenzo y ampliar el espacio edificado hasta darle su configuración actual. El dinamismo de esos siglos es patente y se manifiesta en un casco intramuros de más de 10 Has. La nueva cerca cerrará el perímetro de la población moderna, como atesti­guan los vestigios que han pervivido de la misma, sobre todo en sus bordes Norte y Este. Pero su traza por el Sur y Oeste no es difícil de establecer. La cerca nueva venía a resaltar el papel ordenador de las plazas, convertidas en pieza central del espacio urbano.
El ímpetu del crecimiento impondrá el desarrollo fuera de las cercas, extramuros: Por un lado, en el primitivo núcleo del barrio de Santa María, consolidado como una parte de la villa. Por otro, en el “arrabal” que se organiza sobre la calzada en dirección a Arenillas, con su estructura suburbana. Es el espacio de Villadiego en que se trasluce, en su morfología, el devenir histórico. Un elemento destacado de su paisaje urbano. Calles y plazas proporcionan las perspectivas y las imágenes cambiantes de la villa. Perspectivas e imágenes que complementan y completan las construcciones, los volúmenes creados por la edificación y la textura que le dan los materiales empleados en ella.
Unos y otros confirman el vínculo de Villadiego con su en­torno: Producto de su situación geográfica, entre la montaña y las llanuras, responde a su condición de encrucijada: Contacto de la piedra con la arcilla, de la madera de los bosques con la paja de los cereales, productos de la montaña y el alcor, por un lado, y de la llanura campesina por otro.
Villadiego comparte en su edificación los materiales duros de labra fácil, como la caliza, procedente del páramo y de la montaña, con el barro de la llanura. Sillares y adobe constituyen los elementos sobresalientes del paisaje urbano, el soporte de la construcción. Participa de este modo en la arquitectura de la piedra propia de la Montaña y el Páramo, con la arquitectura del barro, que distingue las campiñas de Campos, con técnicas y moda­lidades constructivas que emparentan esta edificación con la gran “arquitectura de tierra” extendida por todos los continentes.
Villadiego está hecha de adobe y tapial, en mayor medida del primero que el segundo: Arcilla y agua mezcladas con paja de cereal, moldeados con mecal y secados al sol. Paredes maestras y tapias de huertas y corrales, recubiertas de barro o sin él, proporcionan color y textura al espacio urbano.
No es, sin embargo, Villadiego, una población de Campos. La arquitectura de tierra presenta el contrapunto decisivo del uso de la piedra, sola o combinada con la arcilla, y ofrece, como variante, la incidencia directa e indirecta de la madera. La abundancia de maderas en el entorno de Villadiego, en los páramos del Alcor y en los valles montañeses, permitieron disponer de un combustible asequible y a bajo costo y utilizarlo para cocer el barro. El barro cocido, el ladrillo, introduce una variante de calidad en el panorama de tierra secada al sol. Lo excepcional en las áreas campiñesas es en Villadiego habitual. Villadiego es una población de adobe y barro, pero lo es asimismo de ladrillo, que produce una arquitectura de especial belleza, a la que se ha atribuido reminiscencias mudéjares. Las hiladas de ladrillo maci­zo, su combinación con la madera y el enlucido, y con la piedra, proporcionan algunos de los conjuntos más destacados del paisaje urbano de Villadiego.
La abundante madera de los bosques del páramo, cuyos encina­res y quejigares se elogiaban en el siglo pasado, y la de roble­dales y hayedos de la montaña inmediata, han proporcionado el armazón, la estructura de la edificación. Pies derechos, cabríos, machones y contrapuntas dan carácter a la construcción tradicio­nal. Es la manifestación directa de la madera. Elemento clave de la estructura de los edificios tanto de piedra como de tierra, se utilizó también para los paramentos, reforzando y armando las hiladas de adobe y ladrillo, cuyo entramado aparece unas veces o es recubierto otras. Un rasgo de arquitectura “forestal” que emparenta a Villadiego con las Sierras más que con el mundo cantábrico. Aunque el lazo de unión con éste existe a través de la piedra.
La piedra como material noble y más costoso aparece en los edificios sobresalientes, religiosos y laicos, iglesias, palacios y cárcel; o se emplea como complemento para reforzar el empleo de los otros materiales: Esquinales, en unos casos, dinteles y jambas, zócalos para apoyar los materiales más endebles, han sido elementos en los que se ha recurrido a la piedra, siempre caliza, bien la porosa del páramo, más deleznable pero de cómoda labra, bien la de granito o arenisca de la montaña, de mayores exigen­cias para su trabajo. La combinación de piedra, ladrillo y madera caracteriza, frente al tono aristocrático del uso de la piedra, los de una población comerciante y menestral que fuera el nervio de la villa; mientras el barro y adobe distinguen en mayor medida los edificios campesinos, de jornaleros y los de usos auxiliares.
Si el uso de este conjunto de materiales da personalidad al espacio urbano, el tipo de edificio construido con ellos le añade singularidad: Villadiego es una población de soportales. Amplios, extensos, prolongados e incluso profundos soportales que resaltan la función histórica de la villa, su naturaleza comercial, su carácter de espacio de encuentro y relación. El espacio edificado se acomoda a esa función. Estos extensos pórticos aseguraron el ejercicio del intercambio a salvo de las inclemencias invernales y dan protección contra el sol del verano. El espacio abierto de las plazas, pulmones de la vida mercantil, se prolonga e imbrica en el espacio construido por medio del soportal, en cuya penumbra se aloja el comercio estable y a cuyo socaire se derramó el otro comercio, el ambulante, de los días de mercado y de ferias.
El soportal es un exponente notorio de la construcción en madera: Pies derechos, grandes vigas y machones transversales, configuran un entramado consistente que permite el desarrollo de la edificación sobre él, con una o dos plantas superiores, con sus balconadas y, en su caso, galerías de madera. La sustitución del pie derecho de madera por pilares de piedra en algunos casos no invalida la hegemonía de la madera.

UN PATRIMONIO CULTURAL PARA EL FUTURO

La combinación de materiales, soportales, tipos de edificio, distribución del espacio edificado y del espacio abierto, hacen de Villadiego una población singular y le proporcionan, como una herencia histórica, el valor cultural y patrimonial que posee y que ha mantenido casi inalterado y sin apenas degradación.
Una tipología constructiva uniforme en la que se insertaron sin estridencia nuevos modelos de edificación en la primera mitad de este siglo, y a la que se han añadido, sobre todo en su peri­feria, las nuevas construcciones de la época industrial. De la nave industrial o agrícola al silo de granos o los bloques de vi­viendas propios de nuestro tiempo que envuelven el núcleo histó­rico y que descubren las transformaciones más recientes de la vi­da de la villa, su progresiva evolución hacia un centro de servi­cios públicos, y su aspiración de convertirse en punto de atrac­ción para quienes buscan en las áreas rurales un contrapunto a su agitada actividad urbana.
Una nueva encrucijada que en este caso no es el punto de encuentro de los ajenos sino la adecuada solución a un problema de futuro: Acertar con el proyecto que asegure, hacia el futuro, la prosperidad y el bienestar de sus habitantes y asegure otro milenio largo de vida. Una elección que cuenta con el soporte valioso de un patrimonio urbano e histórico relevante. El de una villa histórica, con su genealogía romana, con su esplendor me­dieval y moderno. Entre la montaña y la llanura Villadiego es un ejemplo histórico de simbiosis cultural
José Ortega Valcárcel
MEMORIAS DE UN SEXAGENARIO ADOLESCENTE
"Aquel aula, situada a nivel de la calle y a unos pasos de mi casa, era un rectángulo angosto y apenas iluminado. Junto a una de sus paredes laterales se arrimaban los pupitres bipersonales, unidos de dos en dos para ganar de este modo un estrecho pasillo en la otra. En la pared libre de pupitres y a ambos lados de la puerta de entrada estaban colgados un mapa de España, un abecedario mural y algunas láminas reproduciendo escenas bíblicas. La escasa decena de pupitres disponibles era insuficiente para acomodar a todos los alumnos y, el maestro —porque estas cosas, justo es decirlo, siempre las resolvían ellos—, tenía colocadas unas tablas entre los asientos intermedios con lo que se ganaban algunos puestos escolares más. En una de ellas le tocó sentarse algún tiempo al «Risillas», (José Ortega Valcárcel, ilustre Catedrático de Geografía en la Universidad de Cantabria cuando esto escribo) con fama bien ganada de simpático, bromista y alegre como el apodo sugiere. Aquel día yo estaba sentado junto a él con mi muslo izquierdo pegado prácticamente al borde de la tabla que ocupaba. Aprovechando que yo estaba absorto dibujando los fastidiosos palotes, y por tanto ajeno a sus tejemanejes, inclinó ligeramente su cuerpo a un lado y levantó la madera algunos centímetros para dejarla caer de golpe. Es fácil adivinar el resultado del violento aterrizaje sobre mis carnes. El artero pellizco me hizo gritar de dolor y Don Joaquín, sin entrar en averiguaciones ni admitir apelación alguna, me propinó a mí sólo los mandobles que en buena justicia nos correspondía, como mínimo, a ambos. A él por ser el causante del lance y a mí por mi falta de valor estoico en un momento de especial serenidad en la clase, como era el caso. Tampoco es que llegara la sangre al río, porque uno estaba en disposición de aceptar ―de muy mala gana por cierto― lo de que «quien bien te quiere te hará llorar» pero lloré, vaya si lloré, aunque no tanto por el dolor cuanto por el mal reparto de los palmetazos, eso sí, «atenuado» por lo que debían significar de manifiesto «amor educativo»."


Eduardo García Saiz



martes, 18 de febrero de 2020

URGENCIA INAPLAZABLE




Microrrelato




Hacía una tarde en la que la lluvia comenzó a arreciar emulando los mejores tiempos bíblicos del diluvio. Tal era el comentario del grupo de personas que buscaron cobijo en el más amplio de los portales de la avenida. Era una de esas tormentas de verano, tan bienvenidas como imprevistas, que, aunque suavizan el ambiente de bochorno, atrapa a los viandantes en el torrente imprevisto que les obliga a buscar inmediato cobijo.   
 
Así están un grupo numeroso de personas al resguardo de un solidario portal mientras esperan expectantes el final del aguacero. Frente a ellos, de la boca del metro surge la silueta de un muchacho joven con aires de mucho apremio por salir. Presa de la desazón y el aguacero que arrecia, aparece zumbando en la acera y elige un discreto rincón de la calle para aliviar su vejiga rebosante. 

Culminado el desahogo, tras la maniobra íntima de apertura y cierre, exhala un elocuente gesto de alivio, momento en el que el numeroso grupo acogido al resguardo del portal irrumpe en un clamoroso y nutrido aplauso acompañado de solidarias voces de aliento y, lo que parecía haber sido un desahogo íntimo en un espacio discreto se convirtió en una celebrada ocasión para el regocijo que, sin embargo, el muchacho acogió entre boquiabierto y jovial.


viernes, 14 de febrero de 2020

ALICIA AMO, SOPRANO BURGALESA DE FAMA UNIVERSAL

Alicia Amo Biografía

Alicia Amo comienza sus estudios de violín junto con ballet y percusión clásica en el conservatorio Antonio de Cabezón (Burgos) y continúa en Musikene (País Vasco) obteniendo en 2007 el título superior con las más altas calificaciones. En 2008 realiza un Máster en violín y comienza sus estudios de canto en la Universität für Musik de Graz. En 2009 se traslada a Basilea y allí estudia Bachelor y Máster en canto en la Schola Cantorum Basiliensis con Gerd Türk y Alessandro di Marchi entre otros, obteniendo Matrícula de Honor.
Recibe consejos de Christophe Coin, Pedro Melmesdorff, Eduardo López Banzo, Andreas Scholl, María Espada, Emma Kirkby, Rosa Domínguez, Carlos Mena, Richard Levitt, Ainhoa Garmendia, Ana Luisa Chova, Margreet Honig, Bernardette Manca di Nissa,etc. Tambien ha estudiado violín barroco y ha realizado dos Operastudio con Pablo Maritano (W.A.Mozart) y Alberto Zedda (Bel Canto).
Es ganadora del  Primer Premio en  I Manhattan International Music Competition, del Concurso Internacional de Ópera “Mozart” de Granada, Segundo Premio en VIII Concurso Internacional de Canto “Francesco Provenzale” (Nápoles), del rol principal en Atelier Lyrique (Estrasburgo), de la residencia en el Festival de Ambronay, de los premio-beca Jóvenes Excelentes de Caja de Burgos, Fonds Marie-Louise (Basilea), es finalista del I Concurso Internacional de Ópera de Tenerife, del Chamber Music Competition Aberdeen y del XXIV Concours de Chant Clermont-Ferrand y es elegida por René Jacobs para un estreno en la Fondazione Cini de Venecia.
Actúa como soprano solista junto a numerosos ensembles y orquestas de toda Europa como Kammerorchester Zürich, Café Zimmermann, Le Parlement de Musique, Ensemble Pygmalion, Vokalakademie Berlin, Orchestra di Camera di Lugano, Orquesta Sinfónica de Burgos, Orquesta Sinfónica de Reinach, Orquesta Barroca de Sevilla, etc., y canta Alceste de Gluck en el rol de Aspasia (R. Jacobs, Ruhrtriennale Bochum y Festival de Innsbruck), La Resurrezione de Händel como Algelo (E. Onofri, Teatro de la Maestranza de Sevilla), Orfeo de Rossi en el rol de Prima Grazia (R. Pichon, Ópera Nacional de Nancy y Ópera Royal de Versalles),  Dido y Eneas de Purcell como Belinda (O. Gershensohn, Burgos), La Liberazione de Ruggiero de Caccini como Nunzia (G. Paronuzzi, Basilea y Semperoper Dresde), L’Orfeo de Monteverdi como Musica y Proserpina (S. Schwannberger, Hannover), Orpheus ou l’inextinguible soif de vengeance d’Orasia de Telemann como Orasia (M. Gester, Strasbourg, Mulhouse, Spa y Offenburg), Gloria de Vivaldi (J. Cohen, Zurich), Oratorio di Natale de Lulier como Angelo (R. Alessandrini, Basilea),  De lo humano… y divino como principal rol femenino (C. Mena, Teatro de la Zarzuela de Madrid), Le Nozze de Figaro de Mozart como Susanna (R. Jacobs, Royaumon-París), etc.
​Alicia Amo funda Musica Boscareccia junto a A. Mercero y su Cd “Dulze Acento” dedicado a la figura de F. Corselli es elegido dentro de la Seleción de Ópera Actual. También es miembro de RossoPorpora Ensemble, Amsterdam Baroque Choir, La Cetra Basel, Vox Áltera, La Grande Chapelle , L’Armonia degli Affetti y es profesora en AIMAntiqua (Academia Internacional de Música Antigua), en Baroque OperaStudio de la Universidad de Burgos y en la Academia de Canto Histórico de la Universidad de Murcia.
En su trayectoria como violinista ha sido solista y concertino de la Joven Orquesta Nacional de España (JONDE), Orquesta Sinfónica de Burgos, miembro de la European Union Youth Orchestra (EUYO), Steirische Philarmonie de Graz, I Barocchisti (D. Fasolis), y ha colaborado con la Orquesta Sinfónica de Euskadi, Orquesta Barroca de Sevilla y Orquesta de la Radio Televisión Española.
​Entre sus próximos proyectos como soprano solista cabe destacar la representación de Siegfried de R. Wagner en el rol de Waldvogel en el Teatro Campoamor de Oviedo,  Don Carlo de G.Verdi como Tebaldo en el Teatro Real de Madrid, Così fan tutte en el rol de Despina junto a la Orquesta Sinfónica de Granada, el estreno de El Mozo de Mulas  de Antonio José como Doña Clara (Burgos), La Susanna de Stradella en el papel de Susanna (Ginebra), La Serva Padrona como Serpina (Klagenfurt), Mysteries of the Macabre de G. Ligeti junto a la Orquesta Sinfónica de la Comunidad de Madid, la grabación de  dúos y solos de B.Ferrari junto a C. Mena y su debut junto a Musica Boscareccia (A. Mercero) en el Auditorio Nacional de Madrid.

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domingo, 26 de enero de 2020

LAS PERAS DE INVIERNO



En los años ochenta del pasado siglo, la Junta de Castilla y León puso en marcha una iniciativa cultural cuyo propósito era el de promover la música coral en determinadas localidades de la comunidad. Y así fue como la Coral Cámara San Esteban de Burgos participó en los años sucesivos con celebradas intervenciones en distintas localidades.  En una de ellas, Cistierna, de la provincia de León y, después de un accidentado viaje, tuvo lugar un concierto dedicado a la Navidad en coincidencia con las fiestas patronales de la villa. Y aquí fue como después de un atasco del autocar que nos había llevado, atascado ente un arco inoportuno que impedía el paso por culpa de la antena situada en la baca del vehículo, dio lugar a la anécdota que relato a continuación.

Nuestro habilidoso conductor, encaramado sobre la techumbre del autocar, en pocos minutos desmontó la antena y, en el entretanto, los coralistas tuvimos la oportunidad de aprovechar los consabidos desahogos en la amplitud del campo abierto. Finalizadas ambas tareas y reincorporados todos los viajeros en los asientos para reanudar el viaje, este se reinició después de confirmar que no faltaba nadie. Sin embargo, a los pocos metros del recorrido, el conductor observó en su espejo retrovisor la silueta descompuesta, voluminosa y congestionada de un individuo que gritaba desaforado ―ignoro qué suerte de improperios, aunque me los imagino, ― mientras agitaba airado los brazos en demanda de cordura.

Seguramente un lugareño que exigía justicia para alguna violación cometida con sus perales de invierno pensó el templado conductor, conociendo el talante bromista de algunos coralistas, mientras lo comentaba con el viajero del trasportín. Este agudizó el ojo y descubrió que no. Que no era un aldeano iracundo recién robado sino el más voluminoso de los tenores que reclamaba justicia y su hueco legítimo en el autocar.

Seguramente, pensando en su dignidad y con la discreción que corresponde a un tenor de prestigio, había recalado en un lugar más apartado y discreto para sus micciones ―o quizá se entretuvo en algo más escatológico― y ello le impidió regresar a tiempo cuando la tarea del desmonte de la antena hubo finalizado. ¡Caramba, si es el arandino! Dijo Roger al tiempo que apremiaba a Luis para que parase de inmediato. ¡La que se nos viene encima! exclamamos todos. Un ribereño iracundo puede cometer cualquier desafuero si le dan motivo, y este tiene todos los augurios en contra nuestra, dijeron algunos más que alarmados. Pero no fue así. Aunque se reincorporó al autobús con la ira de los dioses apenas contenida, pronto su legítimo cabreo terminó en carcajada general mal-contenida y completamos el largo viaje sin más incidencias.

En aquel concierto, celebrado entre cohetería y atronadoras músicas «heavy» en la plaza próxima, pudimos descubrir el grado de veneración con que, en ocasiones, son recibidas nuestras intervenciones en los templos. Iniciado el recital después de la misa y a punto de terminar la segunda de las melodías, un pequeño coro de comadres de avanzada edad, cubiertas de velo, toca y alma medieval, decidieron abandonar la para ellas tediosa salmodia, y con toda la liturgia adecuada al caso abandonaron la iglesia no si antes arrodillarse devotamente ante nuestra presencia.  

sábado, 25 de enero de 2020

LA MONTERA DEL ABUELO

La montera del abuelo
  


La montera del abuelo

El abuelo Victorino siempre fue un hombre jovial, con ese vestigio entre optimista y sosegado que nos estimulaba a convertir en baladí cualquier percance habitual, incluso los más duros y serios, sin menospreciar sus dimensiones. —“Tú no tiembles”, decía cuando sus hijos, jóvenes e inexpertos y abocados a algún riesgo, reclamábamos su juicio. Y con semejante expresión relajaba temores y nos estimulaba a la lucha del momento.
Era hombre de estatura breve, ademanes serenos y talante risueño. Su rostro encendido contemplaba la vida a través de unos ojos alegres y expresivos, que mostraban a las claras su afán por vivir sin sobresaltos. La colilla de “Caldo”, entre encendida y apagada, se desplazaba inquieta entre la comisura de su labios al ritmo de sus escasas impaciencias. Estas eran sólo perceptibles cuando, encaramado a la escalerilla de tijera, hurgaba en el reducido espacio de una caja de empalmes, enlazando los adecuados entre una maraña de cables eléctricos. Trabajador concienzudo, serio y honesto en el tajo, era sin embargo fácil a la conversación y presto a la sonrisa espontánea en los momentos de asueto. —“Por ahí, charlando con unos y con otros” era su expresión favorita para explicar sus relaciones amistosas. Caminaba con andares siempre decididos y su boina inclinada expresaba bien a las claras cuales eran su temple y visión de las cosas. No necesitaba espejo para acomodarla porque el solo ladeo de la prenda confirmaba aquel dicho de generaciones que hizo suyo: “hay que ponerse al mundo por montera”. Y manejaba el mundo como a su boina, echándoselo a un lado.
Con este ánimo, y ya anciano, un buen día se incorporó en el sur a unas merecidas vacaciones en familia. Las primeras de su vida junto al mar, con Eliseo, el segundo de sus hijos, la esposa de este y los numerosos nietos que ambos le dieron. Alojados todos en el reducido espacio de un bungaló de apenas sesenta metros cuadrados, pasó una quincena del caluroso agosto. Después de un azaroso viaje en tren —historia esta para otro relato— hasta la costa andaluza de Fuengirola, el sol, la playa, los chiringuitos, el chalecito, la urbanización y su piscina conformaron el tiempo de holganza plagado de anécdotas.
Uno de los días de más calor y agobiados por el abrumador acoso de la chiquillería —ocho nietos de un golpe son muchos nietos—, escaparon padre e hijo camino de la playa, ansiosos ambos por liberar la mente y de paso echar una cañita en aquellos chiringuitos junto al mar, “tan propios”. Serenados uno y otro y dispuestos a disfrutar del ambiente y los humildes placeres gastronómicos del lugar, decidieron “poner entre pecho y espalda” docena y media de aquellas sardinas que, ensartadas en un palo junto al fuego, se doraban a la vera de una fogata invitando al aperitivo.
Sardinas, cerveza y unos “picos” conformaron el menú del improvisado almuerzo. Dispuestos a dar cuenta de él, uno y otro se acomodaron bajo el emparrado del modesto restaurante playero y comenzaron el condumio. Apenas iniciado el festejo gastronómico, un chucho, a todas luces callejero, estimulado por el olor del pescado y sin duda muy hambriento, se les aproximó. Confiando sin duda en participar de la pitanza, se sentó sobre las patas traseras a prudente distancia y fijo su mirada en el pescado. El abuelo, intuyendo que aquel perro era de los que no le hacían ascos a nada, lanzó al aire los restos de su primera sardina consumida, y cabeza y raspa no llegaron a tocar el suelo. El animal, además de estar hambriento, era consagrado malabarista y una por una dio cumplida cuenta de todas las raspas, de manera que no fue necesario recurrir al cubo de la basura para dejar limpias y ordenadas mesa y entorno.
Acabado el humilde ágape, el perro, que entre raspa y raspa había descubierto algunas muestras de aprecio entre jaleos y palabras de ánimo — ¡bien chucho!, “¡come, come que tienes más hambre que Dios talento”!— dichas en tono cariñoso y comprensivo por parte de ambos comensales, cuando decidieron abandonar el lugar, siguió tras ellos con absoluta sumisión. Tanta que, a punto de tomar el autobús para regresar al chalé, el perro permanecía a su lado en la parada y con ellos se introdujo en el vehículo. El conductor, apenas contenida la irritación por semejante despropósito, se dirigió al abuelo en términos conminatorios instándole a que bajara con el can: —“Señor, no se puede entrar con perros en el autobús; haga el favor de bajarlo”— le espetó airado. — “¡A mí que me llora! ¡El perro no es mío! ¡Dígaselo usted a él!”, contestó al abuelo tan sorprendido como el conductor de la audacia del animal que caminaba por el pasillo tras de sí.
Mal que bien y con un “humor de perros”, conductor y viajeros consiguieron echar al chucho y depositarlo en la acera. Se cerraron las puertas y el vehículo reinició su interrumpida marcha. Al poco rato padre e hijo llegaron a casa y, milagrosamente, minutos más tarde también lo hizo el perro que desde la verja de entrada los miraba con significativos ladeos de cabeza. “Pero, jodío chucho”, exclamó el abuelo, admirado de tan insólita y espontánea fidelidad mientras caminaba hacia él. Entre deseos de mostrarse amistoso o azuzarle para que marchara, prevaleció la primera intención y en ello estaba cuando se aproximaron un par de rubias normandas, bien entraditas en años, que también hicieron carantoñas al animal: —“¡Bonito pegggo!” — comentaron ambas con entusiasmo. Porque el perro —todo hay que decirlo—, a pesar del evidente abandono que mostraba, no tenía mala estampa y sus maneras le acreditaban como buen compañero y seguro amigo. — “Se les gusta a ustedes se lo regalo” — contestó el abuelo con su habitual sonrisa.
Sorprendidas por la propuesta y sin duda sensibles a la idea de adoptarlo como mascota, ambas le miraron con cara de estar dispuestas a aceptar el obsequio, ya encariñadas con el animal que aceptaba sumiso y receptivo sus carantoñas. El abuelo, animado por la perspectiva de quitarse el perro de encima sin violencias, añadió concluyente:   — “Pero se lo daré con la condición de que compren ustedes una buena ración de sardinas”.
Las mujeres, perplejas, le miraron pensando que tan singular propuesta no podía venir de una persona cuerda o que su mal castellano no había interpretado bien la condición. Aún así, y después de conocer que el chucho callejero no formaba parte de aquella familia, asintieron de buena gana decididas a adoptarlo de inmediato. Pero el perro, que de ningún modo estaba dispuesto a abandonar la que suponía su garantía de sustento, cuando las dos mujeres intentaron llevárselo, siguió aferrado a la acera entre gruñidos de rechazo y sin intención alguna de moverse.
Sin embargo, no pasó mucho tiempo hasta verse a las dos señoras marchando calle arriba con el ya sumiso perro olisqueando la bolsa de sardinas recién mercadas según las instrucciones del abuelo. Padre e hijo, a punto de descomponer la figura a carcajada limpia, observaron a las airosas mujeres seguidas por el perro que ahora, con el rabo enhiesto y la mirada inquieta, no apartaba su hocico de la bolsa mientras el abuelo concluía: —“Lo que es el hambre, Eliseo; hasta un chucho callejero te vende por medio kilo  de sardinas —.
            Muchas veces contó esta y otras historias semejantes al calor de reuniones familiares hasta que la demencia senil o el Alzheimer, o cualquiera de las múltiples formas de patología que acosan a la mente, nos privara del placer de su risa contagiosa y del modo festivo de ver el mundo hostil que le tocó vivir, y al que hasta en las ocasiones más dolorosas siempre “se ponía por montera”.

Burgos Octubre 1977
Eduardo García Saiz

martes, 21 de enero de 2020

LENGUAJE INCLUSIVO










Una muestra entrañable de convivencia entre alumnos 
con motivo de una excursión a Fuensaldaña


Tengo la mente confusa y agobiada por el hecho de haber escrito un par de libros, sin atender a la demanda de igualdad en la mención genérica de las personas, con la alusión expresa de ambas dignidades  —masculino y femenino según el uso reiterado y gramaticalmente anómalo que es moda. Especialmente en determinadas intervenciones públicas, sustituyendo al tradicional sustantivo común, usado tradicionalmente como dinamizador de la conversación y la lectura y, desde luego, sin ánimo discriminatorio.

Especialmente en el segundo de los relatos en el que, entre otras cosas, y para agilizar la lectura, he excluido repeticiones de ambos géneros (niños/niñas, chicos/chicas, alumnos/alumnas), etc. que, además de no aportar nada especial a mis propósitos relatores, respeta el uso del sustantivo común con el valor ambivalente de ambos géneros masculino y femenino.


Es fácil imaginar las numerosas y apabullantes alusiones a niños, alumnos, chicos, profesores, compañeros, maestros, padres, hermanos, abuelos, etc. que han desfilado a lo largo de mis entrañables recuerdos de cuarenta años de escuela. Sin embargo, es un hecho, nada discriminatorio por otro lado, que inclina a mi mente «atávica» a interpretar con el nombre común la imagen de ambos géneros. Supongo que las nuevas generaciones, de dirigentes políticos, por ejemplo, necesiten matizar las diferencias por razones que ignoro y que quizá sea solo mi tendencia ancestral la que acusa cierta incomodidad cuando escucho reiteraciones innecesarias. Y, perdóneseme, a menudo me huelen a coba.

Mi vida familiar y social me ha deparado el inapreciable valor de la mujer desde que nací, y a los pocos años me relacioné con las niñas del parvulario local, de las que lamentablemente me separaron al iniciar la escuela primaria y recuperé al iniciar los estudios de bachillerato. Y si algo no necesito ahora para estimar el valor de la mujer en mi vida, diré, entre otras muchas cosas, que, si he sido maestro se lo debo al empeño de mi madre; que su ejemplo de energía y laboriosidad siempre ha sido mi referencia y señalado mi rumbo; que, si he cumplido 56 años de vida de matrimonio feliz, se lo debo a mi esposa; que si mi condición de padre es el mayor orgullo que muestro cuando me refiero a mis dos hijas, ambas docentes, se lo debo a ellas; y que, si he sido afortunado maestro de escuela, compartiendo claustros con mayorías de compañeras, de las que he aprendido a ser padre entre mis alumnos, se lo debo a ellas… De manera que su dignidad en nada me ha impedido valorarlas con equidad por el hecho de no mencionar el femenino cuando me refiero en común a mis alumnos, porque lo que se grabó en mi mente escolar fue una imagen paralela e indivisible de ambos formando unidad.