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lunes, 26 de junio de 2017

BRICOLAJE EN EL CARRIL BICI


Un Boy Scout en el carril bici

Esta mañana me he convertido en boy scout, para llevar a cabo una tarea por la que se acredita a estos chicos de ambos sexos como ejemplos sociales de ayuda a los demás.

Lo cierto es que, con las recias lluvias y los vientos de los últimos días, es inevitable que algunas ramas se desprendan de los árboles próximos,  y caigan sobre el carril con riesgo de respingo ciclista, especialmente si uno va pendiente de los «smarthphones» y sus «whatsapps» —como, con alarma, observo a menudo, porque, incluso hay quien deja el manillar abandonado a su albedrío, mientras las manos atienden a los arrumacos telefónicos—.

Sin embargo, el asunto de hoy —y pasadas varias jornadas sin solución—, un tramo del carril estaba cubierto peligrosamente de cristalitos, que me han hecho pensar en el riesgo múltiple de su presencia, por este orden: para las cubiertas de las bicis y scooters ortopédicos, los carritos de bebés, los y las atletas camino del record de los cinco mil, los chicos y chicas de los patines y las tablas, los niños que aún titubean con sus pocos metros de experiencia ciclista y, finalmente de mis amigos los canes que vuelan en busca de la pelota sin mirar en donde plantan sus pezuñas. 

Que ¿dónde está el Boy Scout? Pues pensando en un remedio inmediato y eficaz para añadir la limpieza de carriles bici a su lista de obras buenas. Y no es fácil porque el más inmediato, aunque arriesgado, es utilizar los dedos para tan peligroso menester, porque lejos de ser eficaz, tampoco es como para un servidor al que le gusta rasgar la guitarra que, como es sabido, se hace con los dedos indemnes.

Se decía en mis tiempos aquello del hombre previsor que vale por dos. Y yo llevo una bolsa repleta de chismes para casos de emergencia mecánica, e incluso una brújula para no perderme en mis correrías ciclistas. En cuanto a recursos materiales, siempre llevo un rollo de cinta aislante y aquí es donde se me ha encendido la bombilla; con sendas tiras de este material colocadas sobre los cristalitos por el lado del engomado, la cosa puede resultar eficaz, como así ha sido, hasta con los trozos más menudos. 

Incluyo muestra gráfica del proceso.




Sin embargo, siempre existe el riesgo de cometer alguna torpeza imprevista, especialmente en tiempos de ira mal contenida, como parecen serlo en estos tiempos; y mi error ha sido, aunque evidente e inevitable, invadir el carril salpicado de vidrios y con ello provocar el enfado incontenible de un ciclista airado al que yo estorbaba con mi invasión limpiadora.  

Pero la cosa ha discurrido por cauces  serenos y comprensivos cuando ha comprobado en que consistía mi buena obra de Boy Scout. Cuando ha descubierto que no se me habían caído monedas, llaves o cosa parecida, con mirada perpleja, comprensiva y alentadora, ha retirado el rosario de improperios que ya me tenía destinados y los ha trasladado a quién tiró los vidrios y escurrió el bulto. Ya se sabe, algún que otro exabrupto de tamaño  XXXL salido de su ira comprensible.

jueves, 15 de junio de 2017

TRECE Y MARTES




13 y martes

Hoy la bicicleta y yo nos hemos caído «al alimón». Tampoco se alarme nadie porque esta caída, además de compartida, ha sido solo una broma del subconsciente. Y como siempre hay un porqué por el que comienza un lance vital, voy a explicar el mío.
La contemplación admirada de un perro jubiloso, de estampa armoniosa y mirada alegre, no se si es, en mi caso, un signo de debilidad o una estimulante alternativa al desencanto. Lo cierto es que me producen una sensación de placidez y encanto las acrobacias y carreras de estos cánidos, capaces de las más espectaculares cabriolas y de la más atractiva y sumisa de las respuestas cuando se les somete a la muestra de sus habilidades, aprendidas pacientemente de sus dueños. Nada que ver con la alocada carrera en busca de nuestras pantorrillas cuando los perros de mi infancia ante nuestra presencia, pedaleando o corriendo, eran siempre un mal sueño temido y rechazado.
Sin embargo, a estas alturas en situación de  «jubilado ocioso», estoy viviendo los más fascinantes y hermosos valores de este amigo incondicional del hombre, a través de múltiples presentaciones en videos o secuencias diarias en vivo. Y mis reacciones han cambiado para bien y, de qué modo; porque, sujetos o no a la correa, los canes retozando alegres sobre las márgenes verdes paralelas al carril bici que frecuento, son para mí el mayor deleite.
Hoy ha sido una perrita «carea castellana»; de atractiva presencia, negra, de pelo rizado, carreras y saltos incansables y mirada vivaz la que me ha encandilado desde la distancia. A medida que me aproximaba a sus jugueteos en la hierba, mi ojo imprudente ha seguido sus devaneos y, el cerebro, ajeno a mi insistencia en perseguirla con la mirada, me ha aproximado en exceso a los bordes del carril y, malamente superado, la bicicleta y yo hemos aterrizado sobre el césped.
Arrastrarme sobre el suelo siempre ha sido una disposición que he puesto al servicio de mis nietos, pero enderezar mi figura ha sido y es harina de otro costal. Y como sigo pensando que la bondad y la solidaridad son  parejas y abundantes, de inmediato han acudido amo y can para confirmarlo y echarme una mano; el muchacho, amable, solícito y consolador me ha enderezado la humanidad, la dignidad y la bicicleta; porque su mirada consoladora ha querido ir más allá de su ayuda física y me ha asegurado que tampoco él se ha librado de algún percance semejante en bicicleta. Y el perro, con la cabeza ladeada y sentado ante mí sobre las patas y porque así lo he querido interpretar en su mirada compasiva, me ha preguntado por el resultado de mi estropicio. —No me ha pasado nada, le han contestado mis ojos. Si acaso, la destreza herida.
Mil gracias para dos amigos desconocidos que me han proporcionado, una vez más, el rescate de la confianza en ambas especies.
Se me olvidaba; hoy es martes y trece. Espero que el lance no haya tenido nada que ver con supersticiones ni veleidades de horóscopo, porque en mi casa siempre hubo un gato negro azabache y, aunque salvando sus diferencias de talante con los canes, siempre fuimos muy buenos amigos.
De manera que por muchos martes que aparezcan colgados de un 13 en el calendario, si el vigor y los años me lo permiten nunca dejaré de pedalear por el carril, especialmente sabiendo que siempre habrá algún perro con quien disfrutar. 


2017, junio, martes y 13

egs






 Para conocer más sobre este magnífico perro pastor, pinchar en este enlace:
http://www.perrocareacastellano.com/caracteristicas-1/caracter/

viernes, 31 de julio de 2015

EL CARRIL BICI Y EL "PEPE"

No. No se trata de un amigo de la infancia ni del bar de la esquina, ni siquiera de aquel famoso Pepe Botella que nos endilgó a los españoles el ínclito Napoleón. Se trata de un chupete de niño rodando perdido sobre el carril bici con grave riesgo de contencioso entre mamá y bebé. Porque, un servidor, con alguna experiencia en la crianza de nietos, sabe lo que significa un chupete navegando sobre las tranquilas aguas del Vena, a su paso por la avenida de los Reyes Católicos burgalesa. Lugar, por otro lado, poblado de ánades a la espera del condumio diario en forma de corruscos de pan viejo. Cuando estos caen sobre las aguas, desmenuzados y en momento oportuno, se convierten en objeto de carreras y aleteos de los pájaros, ávidos del menú que con frecuencia suele llegarles de las manos de abuelos y nietos.

Y este es el momento del pasmo y la euforia de los pequeños; con tanto entusiasmo y la cabeza sobre la valla de protección del cauce, el entusiasmo se convierte en exclamación y con ella, abierta la boquita, el chupete cae al río. Los dos abuelos hubieran deseado ser tan veloces como el remedo del pezón, para detenerlo en su caída, porque al encanto de la pequeña con las aves en alborotado trasiego, le siguió de inmediato un desconsolado llorar y, con él, la congoja incontrolada de ambos. De nada sirvió el nuevo que compraron al instante porque, ni convertido en miel sobre hojuelas ni embadurnado de azúcar, fue posible detener el desencanto. El Pepe era el Pepe, con nombre propio y regusto de sueños y gimoteos reposados; nada que ver con el advenedizo que ignoraba mañas, suavidad, ternuras… Al final el tiempo lo curó todo y pronto se inició el abandono paulatino de un sucedáneo condenado irremediablemente a desaparecer…

¿Qué que tiene todo esto que ver con el carril bici? Pues tiene que ver con el sosegado caminar de una madre con dos pequeños, uno de ellos bebé en su mullido carrito saboreando entre sueños un «Pepe», que el descontrol ha dejado caer en la ruta sin que la mamá lo advirtiera. Al verlo sobre el firme, lo he cogido para entregárselo a sabiendas de que acaso su pérdida pudiera dar lugar a la repetición de un episodio semejante al que sorprendió aquel día a los dos abuelos. 


Así remedando a los «boy scouts», ésta ha sido mi obra buena del día que, he de constatar, ha recibido el agradecimiento más cordial de la mamá, consciente, como yo, de la pequeña tragedia que hubiera significado la pérdida definitiva. 
2015-07-27
EGS

viernes, 24 de abril de 2015

SPANGLISH CON ALEVOSÍA

Albergue de peregrinos situado en la calle Fernán González de Burgos

Es el segundo día de la temporada en el que dedico mi pedaleo por el carril bici, agradeciendo al sol su estímulo para recuperar algunos centímetros de mi agobiado cinturón.

Así caminaba felizmente cuando la presencia de un peregrino de aspecto venerable, cargado con una discreta mochila a la espalda, se paró ante mí para pedir información. La mirada azul en el rostro tostado por el aire y el sol del camino; la espesa y cuidada barba blanca que le acredita dignidad; el sombrero gris anudado al cuello y la indiscutible estampa de peregrino bien pertrechado, le convierten en un interlocutor amable después de dirigirse a mi en inglés. Camina erguido y en su imagen se adivina decisión y empeño. Necesita ayuda para situarse en el centro de la ciudad ―estamos en la avenida de Castilla y León― y sin duda localizar algún albergue en el que poder descansar.

En estas estamos ambos, yo tratando de responder a su pregunta y él de escuchar mi orientación, al tiempo que un peatón próximo a nuestro coloquio, se nos ha acercado para interrumpir y responder a la pregunta que ha deducido más que escuchado en términos de «espanglish macarrónico»; vaya usted a Street Fernán González, repite una y otra vez con machacona insistencia. El peregrino se muestra confuso y yo perplejo porque ni él ni yo contábamos con semejante irrupción. Es obvio que el propósito del hombre  es situar al peregrino en la más que famosa calle, entre quienes como él acuden a diario para hallar acogida en el albergue allí abierto. Así que, admitida su bienintencionada aportación y destruida mi oportunidad de una breve y serena charla con el hombre, al fin, me atrevo a interrumpir y decirle lo más adecuado que se me ocurre para aproximarle al anhelado destino.  

Con el mejor de mis gestos amables y el deseo de que disfrute de un buen camino, le digo  ―«Go straight and after ten minutes ask someone else» (siga hacia delante y diez minutos más tarde pregunte a alguien de nuevo) al tiempo que alargo mi brazo derecho en la dirección sugerida.

Inmediatamente, nuestro héroe reemprende el camino y yo sigo lamentando entre mis adentros la interrupción de mi empeño coloquial y el recuerdo de los casi veinte años en contacto académico y docente para enseñar inglés a los chicos que, sin ellos saberlo, han sido mis mejores profesores de inglés gracias a sus afanes por aprenderlo.

EGS
14-04-2015

martes, 19 de agosto de 2014

EL COCHECITO GEMELAR

Un cochecito-gemelar de niños y un abuelo empujándole, no son noticia porque hoy es lo más habitual; ―alguien ha dicho que si los abuelos organizaran un día de estos una huelga en España, el país quedaría completamente paralizado de inmediato―. Acaso haya un poco de exageración en el aserto, pero sin duda crearía importantes problemas nacionales en el discurrir ciudadano.

Lo que ya no es tan habitual es que el abuelo conduzca el carrito cubierto con un casco aerodinámico para ciclistas y ello es lo que me ha alertado hoy en mi pedaleo mañanero. Con semejante imagen y considerando que muy probablemente ambos pertenecemos, si no a la misma quinta si a una infancia semejante, he sufrido un colapso mental y me he colado en su caletre ante el temor de llegar a sufrir algún desvarío como el suyo previsible.

En principio, he pensado que el hombre ha de estar tan absorto en sus tareas de auxiliar de familia que apenas disfruta del tiempo suficiente para cambiar ―entre faena y faena―  su indumentaria de ciclista madrugador, por otra más acorde con la tarea de disfrutar de la compañía de los dos nietos. Así que esta idea me ha tranquilizado aunque sólo a medias.

Por eso se me ha ocurrido inmediatamente la peregrina deducción de que los gemelos sean de atar y puedan dar al traste con su estabilidad y con ello el riesgo de caída con resultado de conmoción cerebral. De inmediato he descartado la idea porque ambos chavales estaban tan plácidamente dormidos que su imagen beatífica era de lo más celestial. 

Sumidos como estamos en una grave crisis de liquidez familiar, he considerado la posibilidad de que el casco sea una especie de recipiente multiusos que lo mismo sirva para un roto que para un descosido. De este modo pueda ser útil ―además de cómo protector anti-costaladas― también para mantener calientes los biberones sobre la cocorota protegida o para almacenar tapaculos, moras, endrinas, acigüembres, huevos de codorniz o setas de carrerilla, por ejemplo.

Al fin, y después de algunos titubeos, pensando en la longevidad como un resultado de deterioro del magín, acaso comience a dar sus nefastos frutos la pasividad congénita. Así, es posible que haya considerado el casco como una muestra de garbo, donaire y dignidad y no esté dispuesto a aparcarse de su verdad que, como es sabido, es una de las cosas mejor repartidas de este mundo, porque cada uno tiene la suya y la protege contra viento y marea, más aún, cuando se alía con la tozudez más reacia.
Ontillera


19-08-2014

viernes, 12 de julio de 2013

DE BICICLETAS Y CABRIOLAS

Llegar a la jubilación, en razonable estado de salud, es una de las metas más anheladas por quienes han dedicado su dilatada vida laboral a ser útiles a sí mismos y a los demás en cualquier actividad humana. Cuando llega este momento, uno confía en disfrutar de las aficiones más o menos secretas que el ajetreo del afanar le ha impedido llevar a cabo y se dispone a disfrutarlas a pleno pulmón. De entre todas ellas quizá la “dirección de obras” y el caminar sean las más socorridas y que menos experiencia reclaman. La primera significa, además de observar y criticar, la posibilidad de contrastar pareceres con otros “expertos” con los que al final se termina hablando de la traída de aguas a la villa de los contertulios o de la construcción del silo en tu pueblo. La segunda, te permite descubrir aspectos desconocidos de la ciudad en la que has consumido tu vida entre multitud de vicisitudes de toda índole, con experiencias de todo signo, incluidos ―¿por qué no?― los momentos ingratos, que, según la voz popular más pesimista, son los más frecuentes.

Sin embargo, tal parece que este segundo entretenimiento se esté convirtiendo en los últimos tiempos en una actividad harto peligrosa desde que el ilimitado concepto de libertad y la tan manida tolerancia hayan disparado al alza las cotas menos razonables del derecho de todos. Especialmente cuando uno se dispone a hacerlo por un “carril peatonal” en horas punta. Supongo que ya se me habrá entendido la doble intención con la que empleo el término carril porque la acera hace mucho tiempo que ha dejado de ser de uso exclusiva para peatones  obligados a compartirla con múltiples versiones de vehículos de dos ruedas. Es cierto que la inmensa mayoría de los ciclistas que la invaden se suelen comportar discretamente y que en muy raras ocasiones lo hacen de forma avasalladora; pero hay también algún grupo de mozalbetes que la están convirtiendo en una especie de gymkhana para la que los peatones son los obstáculos a sortear. Hasta esto sería disculpable si no fuera porque imprimen a las piernas el máximo de su fortaleza física y, a su habilidad, las más arriesgadas cabriolas con las que consiguen amedrentar a todos. De nada sirven las reconvenciones o palabras airadas ─en ocasiones especialmente gruesas─ de los caminantes porque, aun mediando estas, los recorridos son maquinados de ida y vuelta y, al morbo del riesgo, los chicos añaden la deliberada provocación a los viandantes críticos en sucesivas pasadas.



Hablar de mayor enfrentamiento con los ciclistas de las aceras, si supera los límites de la mesura, puede terminar con el valiente convertido en culpable de comportamiento reaccionario o, cuando menos intransigente y, si se me apura, con los huesos en urgencias hospitalarias. En estas ocasiones uno se pregunta, además de por qué tienen lugar estos atropellos, a quién compete evitar que se produzcan. No es mi intención entrar en detalles del quién, cómo y cuándo debe ponerse el dedo en la llaga, porque en alguna medida todos somos culpables de los múltiples abusos como este y de otro tipo que se cometen invocando deslealmente la tolerancia. 





Imagen de Google

Al fin, y a título de ocurrencia peregrina, se me ocurre la solución más adecuada para el caso que nos ocupa. Desde que el carril bici se está abriendo camino en la ciudad, tengo que proclamar que es esta la vía más segura para los andarines porque por ella se mueven las bicicletas más responsables y prudentes. Cierto que hacen sonar sus timbres con evidente desasosiego y en ocasiones no admiten de buen grado la invasión del caminante pero ni producen riesgos ni atropellan. A ellos vaya mi profundo agradecimiento y la demanda de un poco de paciencia hasta que las aceras vuelvan a ser lo que siempre fueron, “orilla de la calle o de otra vía pública, generalmente enlosada, sita junto al paramento de las casas, y particularmente destinada para el tránsito de la gente que va a pie.”

ZODIAC

Gijón siempre ha sido nuestro refugio preferido en las escapadas en busca de terapias de remedio contra la ansiedad. Esos espacios grises en...