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domingo, 26 de enero de 2020

LAS PERAS DE INVIERNO



En los años ochenta del pasado siglo, la Junta de Castilla y León puso en marcha una iniciativa cultural cuyo propósito era el de promover la música coral en determinadas localidades de la comunidad. Y así fue como la Coral Cámara San Esteban de Burgos participó en los años sucesivos con celebradas intervenciones en distintas localidades.  En una de ellas, Cistierna, de la provincia de León y, después de un accidentado viaje, tuvo lugar un concierto dedicado a la Navidad en coincidencia con las fiestas patronales de la villa. Y aquí fue como después de un atasco del autocar que nos había llevado, atascado ente un arco inoportuno que impedía el paso por culpa de la antena situada en la baca del vehículo, dio lugar a la anécdota que relato a continuación.

Nuestro habilidoso conductor, encaramado sobre la techumbre del autocar, en pocos minutos desmontó la antena y, en el entretanto, los coralistas tuvimos la oportunidad de aprovechar los consabidos desahogos en la amplitud del campo abierto. Finalizadas ambas tareas y reincorporados todos los viajeros en los asientos para reanudar el viaje, este se reinició después de confirmar que no faltaba nadie. Sin embargo, a los pocos metros del recorrido, el conductor observó en su espejo retrovisor la silueta descompuesta, voluminosa y congestionada de un individuo que gritaba desaforado ―ignoro qué suerte de improperios, aunque me los imagino, ― mientras agitaba airado los brazos en demanda de cordura.

Seguramente un lugareño que exigía justicia para alguna violación cometida con sus perales de invierno pensó el templado conductor, conociendo el talante bromista de algunos coralistas, mientras lo comentaba con el viajero del trasportín. Este agudizó el ojo y descubrió que no. Que no era un aldeano iracundo recién robado sino el más voluminoso de los tenores que reclamaba justicia y su hueco legítimo en el autocar.

Seguramente, pensando en su dignidad y con la discreción que corresponde a un tenor de prestigio, había recalado en un lugar más apartado y discreto para sus micciones ―o quizá se entretuvo en algo más escatológico― y ello le impidió regresar a tiempo cuando la tarea del desmonte de la antena hubo finalizado. ¡Caramba, si es el arandino! Dijo Roger al tiempo que apremiaba a Luis para que parase de inmediato. ¡La que se nos viene encima! exclamamos todos. Un ribereño iracundo puede cometer cualquier desafuero si le dan motivo, y este tiene todos los augurios en contra nuestra, dijeron algunos más que alarmados. Pero no fue así. Aunque se reincorporó al autobús con la ira de los dioses apenas contenida, pronto su legítimo cabreo terminó en carcajada general mal-contenida y completamos el largo viaje sin más incidencias.

En aquel concierto, celebrado entre cohetería y atronadoras músicas «heavy» en la plaza próxima, pudimos descubrir el grado de veneración con que, en ocasiones, son recibidas nuestras intervenciones en los templos. Iniciado el recital después de la misa y a punto de terminar la segunda de las melodías, un pequeño coro de comadres de avanzada edad, cubiertas de velo, toca y alma medieval, decidieron abandonar la para ellas tediosa salmodia, y con toda la liturgia adecuada al caso abandonaron la iglesia no si antes arrodillarse devotamente ante nuestra presencia.  

sábado, 25 de enero de 2020

LA MONTERA DEL ABUELO

La montera del abuelo
  


La montera del abuelo

El abuelo Victorino siempre fue un hombre jovial, con ese vestigio entre optimista y sosegado que nos estimulaba a convertir en baladí cualquier percance habitual, incluso los más duros y serios, sin menospreciar sus dimensiones. —“Tú no tiembles”, decía cuando sus hijos, jóvenes e inexpertos y abocados a algún riesgo, reclamábamos su juicio. Y con semejante expresión relajaba temores y nos estimulaba a la lucha del momento.
Era hombre de estatura breve, ademanes serenos y talante risueño. Su rostro encendido contemplaba la vida a través de unos ojos alegres y expresivos, que mostraban a las claras su afán por vivir sin sobresaltos. La colilla de “Caldo”, entre encendida y apagada, se desplazaba inquieta entre la comisura de su labios al ritmo de sus escasas impaciencias. Estas eran sólo perceptibles cuando, encaramado a la escalerilla de tijera, hurgaba en el reducido espacio de una caja de empalmes, enlazando los adecuados entre una maraña de cables eléctricos. Trabajador concienzudo, serio y honesto en el tajo, era sin embargo fácil a la conversación y presto a la sonrisa espontánea en los momentos de asueto. —“Por ahí, charlando con unos y con otros” era su expresión favorita para explicar sus relaciones amistosas. Caminaba con andares siempre decididos y su boina inclinada expresaba bien a las claras cuales eran su temple y visión de las cosas. No necesitaba espejo para acomodarla porque el solo ladeo de la prenda confirmaba aquel dicho de generaciones que hizo suyo: “hay que ponerse al mundo por montera”. Y manejaba el mundo como a su boina, echándoselo a un lado.
Con este ánimo, y ya anciano, un buen día se incorporó en el sur a unas merecidas vacaciones en familia. Las primeras de su vida junto al mar, con Eliseo, el segundo de sus hijos, la esposa de este y los numerosos nietos que ambos le dieron. Alojados todos en el reducido espacio de un bungaló de apenas sesenta metros cuadrados, pasó una quincena del caluroso agosto. Después de un azaroso viaje en tren —historia esta para otro relato— hasta la costa andaluza de Fuengirola, el sol, la playa, los chiringuitos, el chalecito, la urbanización y su piscina conformaron el tiempo de holganza plagado de anécdotas.
Uno de los días de más calor y agobiados por el abrumador acoso de la chiquillería —ocho nietos de un golpe son muchos nietos—, escaparon padre e hijo camino de la playa, ansiosos ambos por liberar la mente y de paso echar una cañita en aquellos chiringuitos junto al mar, “tan propios”. Serenados uno y otro y dispuestos a disfrutar del ambiente y los humildes placeres gastronómicos del lugar, decidieron “poner entre pecho y espalda” docena y media de aquellas sardinas que, ensartadas en un palo junto al fuego, se doraban a la vera de una fogata invitando al aperitivo.
Sardinas, cerveza y unos “picos” conformaron el menú del improvisado almuerzo. Dispuestos a dar cuenta de él, uno y otro se acomodaron bajo el emparrado del modesto restaurante playero y comenzaron el condumio. Apenas iniciado el festejo gastronómico, un chucho, a todas luces callejero, estimulado por el olor del pescado y sin duda muy hambriento, se les aproximó. Confiando sin duda en participar de la pitanza, se sentó sobre las patas traseras a prudente distancia y fijo su mirada en el pescado. El abuelo, intuyendo que aquel perro era de los que no le hacían ascos a nada, lanzó al aire los restos de su primera sardina consumida, y cabeza y raspa no llegaron a tocar el suelo. El animal, además de estar hambriento, era consagrado malabarista y una por una dio cumplida cuenta de todas las raspas, de manera que no fue necesario recurrir al cubo de la basura para dejar limpias y ordenadas mesa y entorno.
Acabado el humilde ágape, el perro, que entre raspa y raspa había descubierto algunas muestras de aprecio entre jaleos y palabras de ánimo — ¡bien chucho!, “¡come, come que tienes más hambre que Dios talento”!— dichas en tono cariñoso y comprensivo por parte de ambos comensales, cuando decidieron abandonar el lugar, siguió tras ellos con absoluta sumisión. Tanta que, a punto de tomar el autobús para regresar al chalé, el perro permanecía a su lado en la parada y con ellos se introdujo en el vehículo. El conductor, apenas contenida la irritación por semejante despropósito, se dirigió al abuelo en términos conminatorios instándole a que bajara con el can: —“Señor, no se puede entrar con perros en el autobús; haga el favor de bajarlo”— le espetó airado. — “¡A mí que me llora! ¡El perro no es mío! ¡Dígaselo usted a él!”, contestó al abuelo tan sorprendido como el conductor de la audacia del animal que caminaba por el pasillo tras de sí.
Mal que bien y con un “humor de perros”, conductor y viajeros consiguieron echar al chucho y depositarlo en la acera. Se cerraron las puertas y el vehículo reinició su interrumpida marcha. Al poco rato padre e hijo llegaron a casa y, milagrosamente, minutos más tarde también lo hizo el perro que desde la verja de entrada los miraba con significativos ladeos de cabeza. “Pero, jodío chucho”, exclamó el abuelo, admirado de tan insólita y espontánea fidelidad mientras caminaba hacia él. Entre deseos de mostrarse amistoso o azuzarle para que marchara, prevaleció la primera intención y en ello estaba cuando se aproximaron un par de rubias normandas, bien entraditas en años, que también hicieron carantoñas al animal: —“¡Bonito pegggo!” — comentaron ambas con entusiasmo. Porque el perro —todo hay que decirlo—, a pesar del evidente abandono que mostraba, no tenía mala estampa y sus maneras le acreditaban como buen compañero y seguro amigo. — “Se les gusta a ustedes se lo regalo” — contestó el abuelo con su habitual sonrisa.
Sorprendidas por la propuesta y sin duda sensibles a la idea de adoptarlo como mascota, ambas le miraron con cara de estar dispuestas a aceptar el obsequio, ya encariñadas con el animal que aceptaba sumiso y receptivo sus carantoñas. El abuelo, animado por la perspectiva de quitarse el perro de encima sin violencias, añadió concluyente:   — “Pero se lo daré con la condición de que compren ustedes una buena ración de sardinas”.
Las mujeres, perplejas, le miraron pensando que tan singular propuesta no podía venir de una persona cuerda o que su mal castellano no había interpretado bien la condición. Aún así, y después de conocer que el chucho callejero no formaba parte de aquella familia, asintieron de buena gana decididas a adoptarlo de inmediato. Pero el perro, que de ningún modo estaba dispuesto a abandonar la que suponía su garantía de sustento, cuando las dos mujeres intentaron llevárselo, siguió aferrado a la acera entre gruñidos de rechazo y sin intención alguna de moverse.
Sin embargo, no pasó mucho tiempo hasta verse a las dos señoras marchando calle arriba con el ya sumiso perro olisqueando la bolsa de sardinas recién mercadas según las instrucciones del abuelo. Padre e hijo, a punto de descomponer la figura a carcajada limpia, observaron a las airosas mujeres seguidas por el perro que ahora, con el rabo enhiesto y la mirada inquieta, no apartaba su hocico de la bolsa mientras el abuelo concluía: —“Lo que es el hambre, Eliseo; hasta un chucho callejero te vende por medio kilo  de sardinas —.
            Muchas veces contó esta y otras historias semejantes al calor de reuniones familiares hasta que la demencia senil o el Alzheimer, o cualquiera de las múltiples formas de patología que acosan a la mente, nos privara del placer de su risa contagiosa y del modo festivo de ver el mundo hostil que le tocó vivir, y al que hasta en las ocasiones más dolorosas siempre “se ponía por montera”.

Burgos Octubre 1977
Eduardo García Saiz

martes, 21 de enero de 2020

LENGUAJE INCLUSIVO










Una muestra entrañable de convivencia entre alumnos 
con motivo de una excursión a Fuensaldaña


Tengo la mente confusa y agobiada por el hecho de haber escrito un par de libros, sin atender a la demanda de igualdad en la mención genérica de las personas, con la alusión expresa de ambas dignidades  —masculino y femenino según el uso reiterado y gramaticalmente anómalo que es moda. Especialmente en determinadas intervenciones públicas, sustituyendo al tradicional sustantivo común, usado tradicionalmente como dinamizador de la conversación y la lectura y, desde luego, sin ánimo discriminatorio.

Especialmente en el segundo de los relatos en el que, entre otras cosas, y para agilizar la lectura, he excluido repeticiones de ambos géneros (niños/niñas, chicos/chicas, alumnos/alumnas), etc. que, además de no aportar nada especial a mis propósitos relatores, respeta el uso del sustantivo común con el valor ambivalente de ambos géneros masculino y femenino.


Es fácil imaginar las numerosas y apabullantes alusiones a niños, alumnos, chicos, profesores, compañeros, maestros, padres, hermanos, abuelos, etc. que han desfilado a lo largo de mis entrañables recuerdos de cuarenta años de escuela. Sin embargo, es un hecho, nada discriminatorio por otro lado, que inclina a mi mente «atávica» a interpretar con el nombre común la imagen de ambos géneros. Supongo que las nuevas generaciones, de dirigentes políticos, por ejemplo, necesiten matizar las diferencias por razones que ignoro y que quizá sea solo mi tendencia ancestral la que acusa cierta incomodidad cuando escucho reiteraciones innecesarias. Y, perdóneseme, a menudo me huelen a coba.

Mi vida familiar y social me ha deparado el inapreciable valor de la mujer desde que nací, y a los pocos años me relacioné con las niñas del parvulario local, de las que lamentablemente me separaron al iniciar la escuela primaria y recuperé al iniciar los estudios de bachillerato. Y si algo no necesito ahora para estimar el valor de la mujer en mi vida, diré, entre otras muchas cosas, que, si he sido maestro se lo debo al empeño de mi madre; que su ejemplo de energía y laboriosidad siempre ha sido mi referencia y señalado mi rumbo; que, si he cumplido 56 años de vida de matrimonio feliz, se lo debo a mi esposa; que si mi condición de padre es el mayor orgullo que muestro cuando me refiero a mis dos hijas, ambas docentes, se lo debo a ellas; y que, si he sido afortunado maestro de escuela, compartiendo claustros con mayorías de compañeras, de las que he aprendido a ser padre entre mis alumnos, se lo debo a ellas… De manera que su dignidad en nada me ha impedido valorarlas con equidad por el hecho de no mencionar el femenino cuando me refiero en común a mis alumnos, porque lo que se grabó en mi mente escolar fue una imagen paralela e indivisible de ambos formando unidad.