Mi amigo Chema tiene
un especial carisma para contar aventuras del vivir, con el encanto y la medida
de darlas la importancia de anécdotas jocosas, sin otra dimensión que la de
aceptar serenamente los avatares que le depara cada día. Hubo una época en su vida
laboral en que el viajar a su destino de trabajo era prácticamente una rutina
permanente, cualquiera que fueran las circunstancias climatológicas que le
condicionaran. Así que el invierno burgalés, crudo por naturaleza como suele
ser tradicional, sirvió en una ocasión para acreditarle como esforzado
"currante" contra viento y marea.
La noche avanza, el
termómetro está por debajo de los sótanos ciudadanos y sus dos colegas y
compañeros se plantean el momento de regresar al tajo del que han venido. “O
ahora, o mañana”. Y la juventud del trío, estimulados con el calor del pub y
algunos vapores añadidos, mezclado todo con generosas gotas de sentido del
deber, decide montar en el R5 plateado y regresar ¡ya!, de inmediato, por si la
nieve, que está amenazando inmisericorde, se les pone gris y les impide llegar
a su destino. Total son cien kilómetros escasos…
Ancha es Castilla, el
color plateado del vehículo rezuma bravura e inician la escapada al tajo. No sé
a que viene, ―pobres canes―, pero todo el mundo en castellano suele llamar a
las noches como esta, “de perros”.
Castilla sigue siendo ancha
pero esta vez, además, blanca como la nieve, nunca mejor dicho. Al comienzo del
viaje, parece que no será difícil la larga carrera hacia el destino aunque
cubren los primeros cuarenta kilómetros entre incertidumbre y zozobra mal
reprimidas. Ahora la nieve no se conforma con depositar sus cristales de hielo
quietamente y mostrar su lado benéfico prometiendo bienes y cosechas. En
realidad está airada y con ansias de castigar a los intrépidos por su
imprudencia. Es ella, la cellisca, cruel y desconsiderada que les impide ver,
discernir y continuar. Con semejante perspectiva, el valeroso Renault, con los
últimos ¡chop! ¡chop! de impotencia, se niega al suicidio mecánico y se detiene
superado ya el límite de Quintanilla de la Mata.
Se ha impuesto la cordura y
es necesario encontrar una alternativa que les permita continuar viaje. Lo cosa no
resulta sencilla dado el volumen de nieve que sigue acumulándose y que
los separa del destino. Pero la lámpara que ilumina a las mentes lúcidas en
situaciones límite sigue encendida y se ponen en marcha para llegar a la
estación del tren más próxima. Son las dos y media de una noche gris y
siniestra y después de llegar al lugar les quedan cuatro horas hasta que
acceden al vagón liberador que les llevará hasta Aranda de Duero.
A las ocho de la mañana
están frente el teclado de su ordenador, atendiendo a los clientes que acuden a
la oficina para controlar “jayeres”, movimientos económicos y algún que otro
reintegro para que la parienta vaya al mercado. A nadie le consta el abandono
de la máquina que se negó a concluir el desatino, tampoco su aventura nocturna,
ni sus cuitas en la nieve, ni su galopada camino del tren salvador… Están
cumpliendo con su deber contra viento y marea y basta.
Termina la jornada y hay
que regresar porque es viernes y la ciudad les espera con los brazos abiertos.
Hay un voluntarioso que les regresa al punto y final de la galopada del R5 y
llegan casi palpando la nieve que lo cubre todo. El área en la que buscan
muestra una imagen desoladora de vehículos derrotados; camiones atravesados,
utilitarios por las cunetas, lamentos compungidos con algún que otro exabrupto
entrecortado y, entre todos ellos, la sufrida guardia civil tratando de poner
un poco de orden en todo aquel maremagno. Nuestros amigos siguen buscando entre
aquella amalgama sin hallar el vehículo que les traicionó y, finalmente, acuden
a uno de los guardias con la inquietante pregunta. El hombre contesta con el
índice mientras señala en la distancia un bulto apenas perceptible y que,
corazón por corazón, parece reclamarlos su presencia.
Doscientos metros largos
les separan del R5 y curiosamente no parece hallarse en donde supuestamente lo
dejaron en la humillante separación. Es un recorrido perpendicular a la autovía
de la que se salieron, afortunadamente indemnes, por culpa de la cellisca que
les empujó al desatino. El guardia mira al trío con aire socarrón y sonrisa de
oreja a oreja, tratando de averiguar el por qué de semejante huida lejos del
carril protector. Quizá intuye la pasada noche cargada de euforia y algún
cafelito "acompañado" como causantes del extravío. De ahí la razón
para su ironía.
Cuando llegan junto al
vehículo, descubren que su tozudez para regresar a la carretera sin ayuda está
más que justificada. No sólo hay nieve bajo sus pies. También barro y algún que
otro pedrusco que se confabulan para impedir cualquier avance. Al final aparece
providencialmente el abuelo tractor y les saca del apuro. En un par de horas
consiguen respirar aliviados y relatan la anécdota como elemento a incluir en
su peculiar currículo laboral.
¿ Ya sabe Melchor que sus andanzas nocturnas están en la red?
ResponderEliminarA mi me lo contó y nos reímos mucho imaginando yo y recordando el este sucedido de juventud.
Saludos cordiales.