En la plaza próxima a mi domicilio
hay un par de setos con aguerrido césped en el que, entre las briznas de hierbas,
malviven algunas margaritas que no tengo claro si pertenecen a una primavera
caduca o son señuelo de las que, según secuencia climatológica anual, vendrán
después de los intensos fríos presentes y de los que aún quedan por llegar.
El pequeño, como suele suceder a menudo, superado el periodo de lactancia, disfruta de sus primeras libertades caminando tras la mamá y absorto en el verdor de ambos setos que adornan la plaza. Aguzando los ojos, descubre la blancura marchita de algunas margaritas que tiritan del frío y se mueven con el viento que las azota sin piedad. El pequeño, ni corto ni perezoso, invade el espacio que las cobija y con exquisito cuidado coge una de las flores y la coloca en el cuenco de la mano para entregársela a la mamá. Ella, sin volverse, le insiste cariñosa para que no se entretenga y siga tras de sí. Cuando descubre lo que el pequeño protege con tanto mimo para entregárselo, un impulso de absoluta ternura la lleva a cogerle en sus brazos y mostrarle el más apretado y sonoro de los cariños…