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martes, 14 de abril de 2020

JOSÉ ORTEGA VALCARCEL


José Ortega Valcárcel

Imágen de la Vikipedia 

José Ortega Valcárcel (n. 1940 en Villadiego, Burgos, España) es un geógrafo español, catedrático de Análisis Geográfico Regional en la Universidad de Cantabria y en la Universidad de Valladolid (Castilla y León). Fue consejero de Medio Ambiente del Gobierno de Cantabria del año 2003 a 2007.
Especializado en desarrollo rural y ordenación del territorio, es autor de numerosas publicaciones sobre teoría y pensamiento geográfico, siendo una figura relevante dentro de la geografía llevada a cabo en España.


VILLADIEGO: DE LA CALLE EMPEDRADA AL PUENTE DE ROMA

Se asienta Villadiego en la campiña, en la extremidad oriental de la Tierra de Campos, aunque ya no se le denomine así por estos pagos. Es un núcleo de llanura. Sin embargo, inmediata al Norte, a muy pocos kilómetros, se encuentra la “montaña”, cuyas primeras estribaciones se encuentran ya en los Ordejones; y hacia el Este en Coculina y Los Valcárceres. Villadiego es como la antesala de la “montaña” de las “peñas”, como se les denominó históricamente.
Encerrada en la estrecha cuña que dibujan las estribaciones montañesas y el horizontal perfil de la cuesta del Alcor, esto es el páramo de Tobar y Olmos de la Picaza, que cierra hacia el Sur el horizonte de la villa. Entre la montaña y el Alcor, en la campiña de “campos” Villadiego ha sido un centro de encuentro y relación de las comunidades humanas de estos entornos, tan dis­tintos, en el pasado, en sus formas de vida, economía y cultura popular.
Emplazada en el valle del Brullés, más cerca del Jarama que de aquél, en la amplia llanada creada por el afluente del Odra, hidrónimos que nos descubren, en su antigüedad prerromana, el trasfondo de pueblos ancestrales vinculados con estas tierras y la relativa continuidad sobre ellas de la presencia humana duran­te miles de años.
La continuidad, por encima de las circunstanciales rupturas que se producen en el tiempo y que, en cierto modo, son causa de la aparición del Villadiego histórico cuya evolución dará lugar a la población actual.

Una villa altomedieval de raíces romanas

Carecemos de una precisa acta de nacimiento” de Villadiego. Pero sabemos que surge en el siglo IX de nuestra Era, en torno al año 870, al calor del avance hacia el Sur de las poblaciones montañesas, en lucha con Al Andalus. Es un fruto de los tanteos de ocupación y repoblación que las comunidades de la montaña realizan fuera de sus “valles”, mejor protegidos y más seguros. Es el producto directo de los que se asoman a las llanuras desde el alto observatorio de Peña Amaya, recién repoblada y fortaleci­da en esos años, y de la cual partirá el impulso decisivo hacia el sur en esta área y en ese periodo.
Hasta llegar a las proximidades del Arlanzón, en Burgos, ya en el año 884, con el objetivo muy probable de controlar la gran vía romana que penetra desde el Valle del Ebro hacia el interior del Valle del Duero y el Noroeste peninsular, la de Cesar Augusta (Zaragoza) a Asturica (Astorga).
Un grupo de esos colonizadores montañeses salidos de tas faldas de la Peña Amaya se establecerá en el entorno del actual Villadiego, cuyo nombre parece responder al principal responsable de esa iniciativa, el conde Diego, el fundador de Surges, que aparece como dominante de estos territorios en nombre del rey asturiano. Sin duda, al tiempo que se levanta la ‘villa de Diego’ debieron iniciar su moderna andadura localidades inmediatas de la campiña, por tierras de Campos, en territorio de Amaya, en el dominio del viejo “Trifinium” romano, el medieval “Treviño”, en alusión a su carácter de área de contacto entre diversos pueblos de la antigua Iberia. Ha sido ésta una tierra de frontera y de contacto.      
Un área de notoria presencia romana en relación con las guerras cántabras del siglo I antes de la Era, cuya herencia será tanto la Sasamón levantada por los romanos próxima a la vieja población indígena, como el asentamiento permanente en este te­rritorio, una vez establecida la paz de la conquista. Así parecen indicarlo las huellas arqueológicas bien conocidas de Sasamón y las casi desconocidas y en gran medida destruidas del “catastro” romano, cuyas evidencias apenas sobrepasan hoy la disposición de los núcleos de población, la red de los viejos caminos desapare­cidos con la Concentración Parcelaria, y las estructuras percep­tibles o inferibles de su presencia, como restos de una gran operación de colonización agraria, conocida como centuriación.                                                                                                                                                                     Sólo caben conjeturas sobre este catastro romano: Sobre su origen y sobre su desarrollo. En relación con su establecimiento porque carecemos de información que permita asegurar su implanta­ción para asentar a los veteranos do las guerras cántabras, como parece probable. Respecto de su desarrollo porque la destrucción de sus huellas y la inexistencia de una adecuada investigación arqueológica Impiden delimitar sus contornos y caracteres, aunque diversos indicios muestran su posible extensión desde el área de Villamayor de Treviño y los bordes del Pisuerga, por el Oeste, hasta Barrios de Villadiego y Melgosa al Este. De Villavedón al Norte hasta el Brullés al Sur.
El catastro romano es una forma de colonización agraria en la que los campos y parcelas de cultivo, así como los núcleos habitados, en este caso “villae”, se organizan con un plan geométrico, ortogonal, en damero, distribuido por los agrimensores de acuerdo con las medidas romanas. En “Treviño” el catastro muestra una trama de 1OOx1OO actus, unos 3,5x3,5 kms. Sus ejes principales debieron ser en este caso, vías romanas, una que desde Sasamón ascendía hacia Amaya, y otra la que desde el mismo origen llevaba hacia las salinas de la actual Poza do la Sal por términos de los actuales Coculina y Masa.
Desde la atalaya de Peña Amaya debía aparecer la campiña inmediata como un damero de caminos y campos, a pesar del abandono sobrevenido tras la conquista islámica, en la que habían de sobresalir las ruinas de las antiguas “villae” romanas distribuidas de forma regular en la campiña, así como los restos, de mayor envergadura de la ciudad de Segisamo. Con toda probabilidad emplazadas en intersecciones de caminos del “catastro” romano.
Una parte de ellas será elegida para los nuevos asentamien­tos de los colonizadores montañeses, como evidencia la localización actual de numerosos núcleos del área de Treviño. El conde Diego parece eligió una localizada en posición ventajosa, sobre la vía de Poza de la Sal en su confluencia con una vía secundaria o camino que debía conducir a Amaya, entre el Jarama, cruzado por un puente, y el Brullés. Es la que recibe el nombre de “Villa Didacus”. La vía romana principal conducía a Sasamón y a ella debe hacer referencia la “calle empedrada”, prolongada bajo el actual arco de la cárcel en dirección a Arenillas. La secundaria debía proceder desde Castromorca y tras vadear el río por las proximidades de la actual iglesia y barrio de Santa María, corta­ba en perpendicular a la principal y atravesaba el río Jarama por el “puente de Roma”. Son las raíces romanas de Villadiego. De la calle empedrada’’ al puente de ‘‘Roma’’ discurren los ejes sobre los que nació y sobre los que crecerá.
La huella de los orígenes es visible: El núcleo primitivo de la “villa” de Diego aparece como un cuadrilátero bien definido al Nordeste del casco de la población actual, entre la calle del G. Aranda, la muralla y carretera de Quintanas, la Plaza Mayor y la calle de J. Antonio, en que se reconoce un cuadrilátero de unos 143x143 metros, equivalente a unos 4 actus romanos de lado. La calleja que corta los soportales de G. Aranda, en orientación Norte-Sur, lo divide en dos partes simétricas y confirma las medidas: Desde la cerca o arco de la villa a la entrada de dicha calleja la distancia es de unos 71 metros de lado. Es decir, dos actus, medida romana equivalente a unos 35.5 metros.
La elección del conde Diego, traspuesta la mitad del siglo IX, asentó un núcleo agrario similar a muchas otras “villas” o aldeas de su entorno, englobadas en el territorio altomedieval de Amaya, cabecera del mismo, o de “Treviño”, como se le denomina también al ámbito de la llanura. Una ‘villa” de repoblación en la campiña, pero inmediata a las montañas de que proceden sus repobladores

Entre la montaña y la llanura: Una villa de mercado

Si las raíces son romanas el desarrollo es medieval. La villa de Diego del siglo IX adquiere, en el transcurso de los siglos siguientes un papel preponderante gracias a su excelente situación. Espacio de contacto entre la Montaña y la Campiña y con el Alcor del páramo, se convierte en lugar de encuentro para las comunidades de estos ámbitos, de economías complementarias.
Al Norte la montaña adolece de escasez de suelo para el cultivo, y sufre de los rigores del clima que limita las producciones de “pan y vino”, esenciales para la supervivencia de po­blaciones que viven en un estadio de casi subsistencia y con escasas posibilidades de intercambio a gran escala. Disponía en cambio de abundantes recursos forestales y contaba con buenas condiciones para la cría y mantenimiento de ganados. Los montes proporcionan excelentes pastos y las masas forestales abundantes maderas de calidad. Una economía pastoril y forestal: La montaña como lo resaltara el Poema de Fernán González, era rica en ganado, carnes, mantecas; pero escasa en pan y vino. Productora, por otra parte, de excedentes humanos. La emigración ha sido una constante histórica: Para servir en las armas, según sabemos desde los romanos, o para trabajar en los campos y campiñas más ricos.
Las campiñas han sido las tierras por excelencia del pan y el vino: Campos de cereal y pagos de viñedo aparecen documentados desde la Alta Edad Media y es muy probable que fueran dedicación preferente de los campos romanos. El espacio cultivado ocupó la mayor parte de sus términos hasta la práctica desaparición del arbolado, en contraste con la boscosa montaña. Más secas, más cálidas, permitían una economía cerealista rica, capaz de generar excedentes. Pero carente de algunos elementos esenciales: Maderas para sus construcciones, para sus aperos y utensilios domésticos; ganados para el trabajo del campo y el transporte; mano de obra para las épocas de máxima actividad campesina, en la siembra y en el agosto.
Una economía de trueque y cambio se establece históricamente entre las comunidades montañosas y las campiñesas, de economías complementarias. Trueque e intercambio que potencia y estimula el desarrollo de algunos puntos mejor situados para el encuentro y relación entre ambas comunidades y economías. Puntos que forman un rosario de “villas” mercado a lo largo de este borde septen­trional de las llanuras castellanas: Sahagún, Carrión, Herrera de Pisuerga, Villadiego, entre otras. Una función histórica que desempeñarán mientras se mantenga dominantes la sociedad y econo­mía agrarias en nuestro país; es decir, hasta mediados de este siglo XX­.
          Villadiego se configura pronto como un enclave de este tipo, que es la baso de su prosperidad, de su crecimiento y de su pree­minencia sobre otras poblaciones del entorno que no llegarán a desarrollarse de forma equivalente o que decaerán en comparación con ella, como es el caso de Amaya. El fuero que le concede en 1134 Alfonso VI viene a reconocer ese dinamismo y le otorga un “status” propio de villa aforada
          El asentamiento en ella de una población judía notable y de entidad suficiente para constituir una comunidad o ‘aljama’ con su barrio o judería propio, confirma su importancia como plaza mercantil medieval, corroborada por la aparición de las ferias y mercados semanales que le introducen en la malla compleja del intercambio regional, como una plaza destacada del movimiento de ganados. Un movimiento mercantil regulado y facilitado por el sistema de ferias, cuya secuencia temporal permitía la relación entre los distintos centros de transacción, facilitando el desplazamiento de tratantes y mercaderes de unos a otros, gracias al carácter complementario del calendario que regia para las mismas.
Carecemos de una información precisa y documentada sobre el devenir medieval de la villa en su vida económica y social. Pero es manifiesta su prosperidad que se refleja en el desarrollo físico y en la configuración de su espacio urbano. Villadiego ha sido un espacio de mercado. Esa economía de servicios traspasara los siglos y se mantendrá hasta el ecuador del nuestro.
A mediados del siglo XIX la función mercantil es patente, así como su vinculación con el intercambio entre áreas de montaña ganaderas y artesanas y áreas campesinas de llanura. Su afirma­ción como una plataforma mercantil de transacciones ganaderas, de aperos, utensilios y mano de obra, extiende su radio de acción y asegura la concurrencia de productores, consumidores e interme­diarios de procedencia alejada: Asturianos, montañeses de las montañas de Reinosa y Santander, tratantes de Aragón y manchegos, artesanos zamoranos y segovianos, vinateros de Rioja, la Ribera y Campos, confluyen regularmente cada año, en los mercados sema­nales de los lunes y sobre todo con motivo de la gran feria gana­dera del otoño, prolongada desde San Andrés a la Concepción. Un tiempo de mercado y fiesta en función del cual vive la villa.
Esa función de servicios es la que la promociona, desde la Edad Media, al rango de cabeza de un territorio de variables denominaciones pero que atestigua, en cierto modo, el área de su influencia funcional. De estar sometida, como simple aldea de campesinos, al dominio territorial de Amaya o de Treviño, se encarama a la cabecera de un territorio propio en que se íntegra un amplio círculo de tierras de montaña y de llanura: Desde la medieval “merindad de Villadiego” encabezada por la villa, que perdurará durante siglos, al “partido judicial” moderno, creado en el siglo XIX, en el marco de las reformas administrativas liberales, que reconoce la “centralidad” de la villa para la prestación de los servicios judiciales y otros vinculados con ellos o con la administración moderna, como el Registro de la Propiedad.
Una dedicación mercantil que todavía otorga a Villadiego su perfil secular a mediados de la centuria, cuando ya se anuncia el declive de la sociedad rural y campesina y con él la segura decadencia de una población vinculada en su existencia a aquella y sin otras actividades alternativas con capacidad para contra­rrestar sus efectos negativos.
El perfil de la villa hacia 1950 no difería mucho del que nos proporcionaba un siglo antes, salvo en la lógica evolución. La actividad mercantil sigue siendo el fundamento económico y social de su población en relación con un área de influencia a caballo de campos y montaña, enriquecida y estimulada por el desarrollo demográfico, el crecimiento de la población comarcal, los nuevos servicios propios de la sociedad moderna y la consoli­dación de un comercio permanente sostenido en esa demanda comar­cal y local.
En ese siglo, entre 1850 y 1950, la población de la villa casi se duplicó, hasta alcanzar su máximo, en torno a los 1500 habitantes. Numerosos establecimientos comerciales fijos asegura­ban, por un lado, las necesidades básicas de la población, y por otro las demandas más especializadas de la población agraria co­marcal: Desde las tiendas de tejidos y confección, ferreterías, zapaterías, mercerías y comercio de ultramarinos, hasta los alma­cenistas de pieles y cueros, abonos minerales y tripas secas. Y un sector artesano y fabril complementario que comprendía desde los talleres de carpintería y ebanistería, o las panaderías, hasta las fábricas de harinas, gaseosas, el laboratorio farmacéutico, o los talleres mecánicos, signos de los nuevos tiempos.
Un carácter comarcal patente en la centralización de los servicios de transporte de viajeros, mecánicos, surgidos en el primer tercio del siglo que confluían en la villa y tenían, in­cluso, su centro en ella, como punto de enlace de las áreas rura­les con la capital provincial. Últimos momentos de un cierto es­plendor mercantil que hizo posible la multiplicación de las fe­rias, animadas por una demanda más solvente y variada: La única feria de San Andrés a la Concepción, extendida desde el 30 de noviembre al 8 de diciembre, se multiplica en la segunda mitad del siglo XIX. Surgieron así ferias en casi todos los meses del año: Las ferias de enero, los días 15 y 16; la de San Blas, los días 2 y 3 de febrero; en marzo los días 15 y 16; en los días 20 y 21 de abril;  en Pascua de Pentecostés; el 16 de julio; la del Pilar los días 12 y 13 de octubre; y la del final de año, los días 29 y 30 de diciembre.
          A ellas corresponde la imagen abigarrada y congestionada de la villa en plena actividad, ocupada por miles de personas de diversas procedencias, campesinos con sus ganados y frutos, arte­sanos con sus productos, vendedores ambulantes de quincalla, he­rramientas, aperos, ropas, objetos de regalo, charlatanes de dis­tinto género y origen, y mano de obra expectante, adolescentes y  adultos, hombres y mujeres, incluso niños, solos o acompañados por sus familiares, que se exponían bajo los soportales del Ayun­tamiento, a la espera del “amo” interesado en emplearles como “criado” fijo o como eventual “agostero” o “pastor”.
Unos y otros animaron las plazas y calles en las que se re­partían las actividades de compra y venta, que ocupaban tabernas y casas de comidas, que se aglomeraban en las tiendas de tejidos, ultramarinos, mercerías, ferreterías, oficinas del Juzgado o del Registro de la Propiedad, en contraste con la quieta y casi iner­me vida cotidiana de los días no feriados.
Una muchedumbre y una actividad que explica la presencia de dos establecimientos bancarios con sus oficinas permanentes, como el Banco Español de Crédito y el Banco Mercantil, la de las Cajas de Ahorro y las numerosas corresponsalías bancarias, surtidas por el movimiento de dinero que acompañaba las transacciones feria­les, en particular de ganado, que fue la especialidad señera de las ferias de Villadiego, en particular el mular, destinado a surtir de ganado de tiro a las explotaciones agrarias de un muy amplio entorno. Canto de cisne en un mundo que se mecanizaba y motorizaba rápidamente, y en una sociedad rural que comenzaba a sentir la punción ya inexorable del éxodo definitivo que vaciaría los pueblos y cambiaría las formas de vida rurales.
En cualquier caso, Villadiego es el fruto de esta historia y de esta función: Una plaza de mercado, un lugar de encuentro desarrollado a partir del viejo solar romano. No lo desmiente, muy al contrario, el espacio urbano construido para esa actividad y para esa función.

Plazas y soportales: Piedra, madera y barro

El Villadiego originario englobaba junto al pequeño núcleo de la villa romana algunos barrios o pequeñas poblaciones en su torno, cuyos emplazamientos podemos identificar en relación con las iglesias de Santa María y San Lorenzo, además de otros como Barrio y Arenillas, la mayor parte de ellos absorbidos después por el núcleo principal, en particular al recibir el fuero real en 1134.
El plano nos muestra, a pesar de sus transformaciones, el proceso histórico de su configuración física, a partir del primi­tivo y cuadrangular recinto de ascendencia romana: Simétrico del núcleo de la “villa”, en la margen contraria de la calzada romana se estableció la comunidad judía, cuyo barrio constituirá la ju­dería de Villadiego, entre la actual calle de G. Aranda y el muro que limita al Sur la villa, englobando los terrenos luego ocupa­dos por el convento de las Agustinas, una vez decaída la comuni­dad hebrea y tras la expulsión de la misma.
Una aljama que acredita con su extensión la importancia de esta comunidad, y cuyo espacio físico podemos suponer, de acuerdo con lo que era su estructura en otros lugares, como un espacio cerrado o “corral” accesible sólo a través de “portillos” o pasa­dizos del tenor de otras juderías de que tenemos referencia docu­mental o sus vestigios. Núcleo y judería debieron estar murados, según se intuye en la morfología de todo este sector de la villa, cuyo perímetro denuncia la existencia de una cerca antigua sobre la cual debieron apoyarse las construcciones posteriores, como se percibe en el parcelario urbano.
  Este recinto medieval antiguo tenía un desarrollo Norte—Sur entre el puente de Roma y la entrada desde éste hacia la Plaza Mayor, y el espacio del posterior convento de las Agustinas. Por el Este su límite coincidía con el actual, en la cerca del arco de la cárcel. Por el Oeste su borde discurría dejando fuera la manzana del actual Ayuntamiento y la de los soportales dobles. Sus ejes perpendiculares, herencia romana, permanecen en la mor­fología urbana de este núcleo originario cuya extensión rondaba las 4-5 Has.
La prosperidad medieval y moderna de Villadiego le va a dar forma y la forma descubre su naturaleza mercantil, de plaza, de lugar de encuentro: Los bordes del núcleo, hacia el Este y Sur, con toda probabilidad extramuros, se convirtieron en el espacio mercantil, como sucederá en otras muchas poblaciones, cuyas pla­zas de “mercado” o “zocos” a similitud de los islámicos, se es­tablecieron en los amplios espacios situados ante las puertas. Todo parece indicar que la gran plaza mayor de Villadiego, con su irregular distribución, tiene este origen, como espacio de la feria o zoco para acoger a los ganados de distintas especies y vendedores ambulantes de todo género.
Villadiego crece y se transforma: Los espacios abiertos, las plazas, se convierten en el eje urbano. El espacio edificado se dispone en su entorno, se adapta a ellos, y al cerrarlos les da singularidad. La especialización de estos espacios de mercado, que acogen cada uno un tipo de ganado o de actividad, les confie­re identidad: De ganado mular, de ganado porcino, de ganado la­nar, de productos artesanos y de granos, proporcionan a la villa un paisaje insólito, lleno de perspectivas y enfoques que hacen de los espacios abiertos de Villadiego un conjunto singular desde el punto de vista urbano, de gran calidad, sin comparación en la provincia de Burgos, sin duda el más sobresaliente de ella, y no sólo de ella.
Las plazas absorben el espacio urbano y descubren hasta qué punto la actividad mercantil de ferias y mercados dominó la vida urbana: Ocupan una superficie importante y actúan como elementos ordenadores del conjunto. Su irregularidad muestra su carácter espontáneo y funcional. Si exceptuamos estos espacios abiertos los únicos ejes destacados corresponden con la vieja “calzada” romana que discurre por la calle “empedrada”, prosigue por la calle de G. Aranda y sale por el viejo arco de la cárcel, una espléndida fábrica en piedra de sillería.
La expansión bajomedieval y moderna extiende la población hacia el Oeste, sobre el eje de la calzada que dará nombre a la calle “empedrada”. Una expansión que permite englobar el barrio de San Lorenzo y ampliar el espacio edificado hasta darle su configuración actual. El dinamismo de esos siglos es patente y se manifiesta en un casco intramuros de más de 10 Has. La nueva cerca cerrará el perímetro de la población moderna, como atesti­guan los vestigios que han pervivido de la misma, sobre todo en sus bordes Norte y Este. Pero su traza por el Sur y Oeste no es difícil de establecer. La cerca nueva venía a resaltar el papel ordenador de las plazas, convertidas en pieza central del espacio urbano.
El ímpetu del crecimiento impondrá el desarrollo fuera de las cercas, extramuros: Por un lado, en el primitivo núcleo del barrio de Santa María, consolidado como una parte de la villa. Por otro, en el “arrabal” que se organiza sobre la calzada en dirección a Arenillas, con su estructura suburbana. Es el espacio de Villadiego en que se trasluce, en su morfología, el devenir histórico. Un elemento destacado de su paisaje urbano. Calles y plazas proporcionan las perspectivas y las imágenes cambiantes de la villa. Perspectivas e imágenes que complementan y completan las construcciones, los volúmenes creados por la edificación y la textura que le dan los materiales empleados en ella.
Unos y otros confirman el vínculo de Villadiego con su en­torno: Producto de su situación geográfica, entre la montaña y las llanuras, responde a su condición de encrucijada: Contacto de la piedra con la arcilla, de la madera de los bosques con la paja de los cereales, productos de la montaña y el alcor, por un lado, y de la llanura campesina por otro.
Villadiego comparte en su edificación los materiales duros de labra fácil, como la caliza, procedente del páramo y de la montaña, con el barro de la llanura. Sillares y adobe constituyen los elementos sobresalientes del paisaje urbano, el soporte de la construcción. Participa de este modo en la arquitectura de la piedra propia de la Montaña y el Páramo, con la arquitectura del barro, que distingue las campiñas de Campos, con técnicas y moda­lidades constructivas que emparentan esta edificación con la gran “arquitectura de tierra” extendida por todos los continentes.
Villadiego está hecha de adobe y tapial, en mayor medida del primero que el segundo: Arcilla y agua mezcladas con paja de cereal, moldeados con mecal y secados al sol. Paredes maestras y tapias de huertas y corrales, recubiertas de barro o sin él, proporcionan color y textura al espacio urbano.
No es, sin embargo, Villadiego, una población de Campos. La arquitectura de tierra presenta el contrapunto decisivo del uso de la piedra, sola o combinada con la arcilla, y ofrece, como variante, la incidencia directa e indirecta de la madera. La abundancia de maderas en el entorno de Villadiego, en los páramos del Alcor y en los valles montañeses, permitieron disponer de un combustible asequible y a bajo costo y utilizarlo para cocer el barro. El barro cocido, el ladrillo, introduce una variante de calidad en el panorama de tierra secada al sol. Lo excepcional en las áreas campiñesas es en Villadiego habitual. Villadiego es una población de adobe y barro, pero lo es asimismo de ladrillo, que produce una arquitectura de especial belleza, a la que se ha atribuido reminiscencias mudéjares. Las hiladas de ladrillo maci­zo, su combinación con la madera y el enlucido, y con la piedra, proporcionan algunos de los conjuntos más destacados del paisaje urbano de Villadiego.
La abundante madera de los bosques del páramo, cuyos encina­res y quejigares se elogiaban en el siglo pasado, y la de roble­dales y hayedos de la montaña inmediata, han proporcionado el armazón, la estructura de la edificación. Pies derechos, cabríos, machones y contrapuntas dan carácter a la construcción tradicio­nal. Es la manifestación directa de la madera. Elemento clave de la estructura de los edificios tanto de piedra como de tierra, se utilizó también para los paramentos, reforzando y armando las hiladas de adobe y ladrillo, cuyo entramado aparece unas veces o es recubierto otras. Un rasgo de arquitectura “forestal” que emparenta a Villadiego con las Sierras más que con el mundo cantábrico. Aunque el lazo de unión con éste existe a través de la piedra.
La piedra como material noble y más costoso aparece en los edificios sobresalientes, religiosos y laicos, iglesias, palacios y cárcel; o se emplea como complemento para reforzar el empleo de los otros materiales: Esquinales, en unos casos, dinteles y jambas, zócalos para apoyar los materiales más endebles, han sido elementos en los que se ha recurrido a la piedra, siempre caliza, bien la porosa del páramo, más deleznable pero de cómoda labra, bien la de granito o arenisca de la montaña, de mayores exigen­cias para su trabajo. La combinación de piedra, ladrillo y madera caracteriza, frente al tono aristocrático del uso de la piedra, los de una población comerciante y menestral que fuera el nervio de la villa; mientras el barro y adobe distinguen en mayor medida los edificios campesinos, de jornaleros y los de usos auxiliares.
Si el uso de este conjunto de materiales da personalidad al espacio urbano, el tipo de edificio construido con ellos le añade singularidad: Villadiego es una población de soportales. Amplios, extensos, prolongados e incluso profundos soportales que resaltan la función histórica de la villa, su naturaleza comercial, su carácter de espacio de encuentro y relación. El espacio edificado se acomoda a esa función. Estos extensos pórticos aseguraron el ejercicio del intercambio a salvo de las inclemencias invernales y dan protección contra el sol del verano. El espacio abierto de las plazas, pulmones de la vida mercantil, se prolonga e imbrica en el espacio construido por medio del soportal, en cuya penumbra se aloja el comercio estable y a cuyo socaire se derramó el otro comercio, el ambulante, de los días de mercado y de ferias.
El soportal es un exponente notorio de la construcción en madera: Pies derechos, grandes vigas y machones transversales, configuran un entramado consistente que permite el desarrollo de la edificación sobre él, con una o dos plantas superiores, con sus balconadas y, en su caso, galerías de madera. La sustitución del pie derecho de madera por pilares de piedra en algunos casos no invalida la hegemonía de la madera.

UN PATRIMONIO CULTURAL PARA EL FUTURO

La combinación de materiales, soportales, tipos de edificio, distribución del espacio edificado y del espacio abierto, hacen de Villadiego una población singular y le proporcionan, como una herencia histórica, el valor cultural y patrimonial que posee y que ha mantenido casi inalterado y sin apenas degradación.
Una tipología constructiva uniforme en la que se insertaron sin estridencia nuevos modelos de edificación en la primera mitad de este siglo, y a la que se han añadido, sobre todo en su peri­feria, las nuevas construcciones de la época industrial. De la nave industrial o agrícola al silo de granos o los bloques de vi­viendas propios de nuestro tiempo que envuelven el núcleo histó­rico y que descubren las transformaciones más recientes de la vi­da de la villa, su progresiva evolución hacia un centro de servi­cios públicos, y su aspiración de convertirse en punto de atrac­ción para quienes buscan en las áreas rurales un contrapunto a su agitada actividad urbana.
Una nueva encrucijada que en este caso no es el punto de encuentro de los ajenos sino la adecuada solución a un problema de futuro: Acertar con el proyecto que asegure, hacia el futuro, la prosperidad y el bienestar de sus habitantes y asegure otro milenio largo de vida. Una elección que cuenta con el soporte valioso de un patrimonio urbano e histórico relevante. El de una villa histórica, con su genealogía romana, con su esplendor me­dieval y moderno. Entre la montaña y la llanura Villadiego es un ejemplo histórico de simbiosis cultural
José Ortega Valcárcel
MEMORIAS DE UN SEXAGENARIO ADOLESCENTE
"Aquel aula, situada a nivel de la calle y a unos pasos de mi casa, era un rectángulo angosto y apenas iluminado. Junto a una de sus paredes laterales se arrimaban los pupitres bipersonales, unidos de dos en dos para ganar de este modo un estrecho pasillo en la otra. En la pared libre de pupitres y a ambos lados de la puerta de entrada estaban colgados un mapa de España, un abecedario mural y algunas láminas reproduciendo escenas bíblicas. La escasa decena de pupitres disponibles era insuficiente para acomodar a todos los alumnos y, el maestro —porque estas cosas, justo es decirlo, siempre las resolvían ellos—, tenía colocadas unas tablas entre los asientos intermedios con lo que se ganaban algunos puestos escolares más. En una de ellas le tocó sentarse algún tiempo al «Risillas», (José Ortega Valcárcel, ilustre Catedrático de Geografía en la Universidad de Cantabria cuando esto escribo) con fama bien ganada de simpático, bromista y alegre como el apodo sugiere. Aquel día yo estaba sentado junto a él con mi muslo izquierdo pegado prácticamente al borde de la tabla que ocupaba. Aprovechando que yo estaba absorto dibujando los fastidiosos palotes, y por tanto ajeno a sus tejemanejes, inclinó ligeramente su cuerpo a un lado y levantó la madera algunos centímetros para dejarla caer de golpe. Es fácil adivinar el resultado del violento aterrizaje sobre mis carnes. El artero pellizco me hizo gritar de dolor y Don Joaquín, sin entrar en averiguaciones ni admitir apelación alguna, me propinó a mí sólo los mandobles que en buena justicia nos correspondía, como mínimo, a ambos. A él por ser el causante del lance y a mí por mi falta de valor estoico en un momento de especial serenidad en la clase, como era el caso. Tampoco es que llegara la sangre al río, porque uno estaba en disposición de aceptar ―de muy mala gana por cierto― lo de que «quien bien te quiere te hará llorar» pero lloré, vaya si lloré, aunque no tanto por el dolor cuanto por el mal reparto de los palmetazos, eso sí, «atenuado» por lo que debían significar de manifiesto «amor educativo»."


Eduardo García Saiz



martes, 8 de noviembre de 2016

MEMORIAS DE UN SEXAGENARIO ADOLESCENTE

Fiestas Patronales

"..Con el mes de agosto se iniciaban en la villa los preparativos de las fiestas patronales y entre ellos la construcción de la plaza de toros portátil. Este era un acontecimiento que permitía un largo respiro a los peces y un poco de serenidad a los zarandeados tojos con vocación de piscina. Porque, aunque parezca despropósito, en esta obra participaba la casi totalidad de la chiquillería local que abandonaba sin remilgos cualquier otro quehacer lúdico con tal de meter las narices en el proceso. El señor Protasio, con la principal ayuda de sus hijos, era el encargado de levantar aquellos recintos taurinos. Una vez anclados los pilares de madera que delimitaban el ruedo y colocadas sobre ellos las vigas que sustentarían el entarimado, se iniciaba nuestra más que entusiasta colaboración. Grandes bolsas de cartón repletas de clavos y numerosos martillos de oreja se repartían sobre las superficies ya entarimadas y, una a una, claveteábamos cada tabla sobre las vigas. Luego eran colocados los asientos en ringleras paralelas de gruesos tablones hasta cerrar el anillo y, finalmente, se completaba el cerco exterior para evitar caídas a la calle y, además, abordajes de espectadores remisos a pasar por taquilla. En fin, todo un entramado de maderas que, en años sucesivos, convirtieron las distintas plazas de la villa en flamantes y efímeros cosos taurinos. 

Finalizada nuestra tarea, no era difícil descubrir entre nuestros dedos más de uno ennegrecido mostrando la evidencia indiscutible de algún martillazo poco certero con el clavo. Pero lejos de sentirse humillado por semejante moratón, cada cual lo exhibía como un mérito de su generosa colaboración a la mayor gloria de las fiestas y, con ellas, de los eventos taurinos. Con el coso concluido, llegaban las vaquillas y los novillos-toros, «de la acreditada ganadería de D. Ignacio Encinas de “El Espinar”», y se encerraban en los toriles a la espera de los cruentos espectáculos en la plaza. Ya sabemos cómo llegaban los morlacos hasta allí y los riesgos que más de un intrépido decidió correr, no ya con los peligrosos bovinos, sino con las airadas zapatillas de sus progenitoras. 

La hoguera de San Lorenzo

Pero antes de las fiestas había una celebración a la que se entregaban con entusiasmo los vecinos vinculados a la parroquia de San Lorenzo. 

El día diez de agosto, y a lo largo de toda la jornada, procedían al acopio de leños, tablas, maderas de desecho y otras materias fácilmente combustibles para quemarlas por la noche en una gran hoguera frente al templo. En el momento álgido de la fogata, las llamas ascendían hasta casi rebasar el tejado de la nave de la iglesia y era muy raro ―por no decir inviable― que en este momento ningún valiente se atreviera a saltar sobre ellas como era el propósito de la fiesta. Cuando ya las llamas habían descendido notablemente de nivel, los mozos más templados se arriesgaban a dar el salto y la gente que rodeaba la fogata aplaudía a los esforzados. No recuerdo ningún lance en que peligrara la integridad de los saltadores y sí algún susto cuando alguno no lograba un salto lo suficientemente alejado de las brasas como para salir del todo indemne. Con ello la emoción estaba servida y los gritos de alarma se hacían presentes. Luego, cuando el fuego estaba prácticamente extinguido, aunque con algunos pequeños restos aún humeantes, era el momento de la chiquillería. Saltábamos sobre aquellos humos como si en ello nos fuera la vida y no era raro algún encontronazo de saltadores opuestos que se cruzaban sobre las pavesas apagadas y cayeran en ellas cubriéndose de cenizas y gloria. Porque a partir de este momento todos nosotros lo contábamos como si ambos hubieran caído sobre las erupciones del Vesubio. 

El alumbrado de fiesta

Otra de las tareas en las que yo participaba con entusiasmo ―no en vano pertenecía a la saga eléctrica― era la colocación del alumbrado festero que rodeaba toda la plaza Mayor. Mi padre y hermanos se ocupaban de las tareas más duras de la instalación ―hoyos, postes, cableados y empalmes― y yo colaboraba enroscando las bombillas multicolores. Simultáneamente a esta última tarea, otros chicos y chicas mayores encargados por la Comisión de Festejos llenaban de banderitas, globos y guirnaldas toda la red del alumbrado. A veces con tanto entusiasmo que juntaban los cables eléctricos provocando algún corto circuito y con él un alarmante chispazo seguido de apagón. Mi padre echaba mano de su conocida tosecilla para increpar discretamente conductas y torpezas y con paciencia benedictina recomponía el desaguisado. 

Forasteros

El día catorce era el preludio de los festejos y con él se iniciaba la arribada de los forasteros. A la plaza Mayor llegaban los autobuses repletos de gente endomingada que cada familia recibía con elocuentes muestras de alegría y alborozo. Así, entre abrazos y entusiasmos, se llenaba el lugar de bullicio y algarabía que culminaban con la aparición del último de los autocares procedentes de Burgos. Este aparcaba frente al Ayuntamiento y de él descendía la embajada más esperada por la gente menuda. Era la banda militar que animaría con su música y presencia marcial los pasacalles, las procesiones, los eventos taurinos y las verbenas en la plaza. Desde el primer desfile por las calles de la villa, que se celebraba inmediatamente después de la llegada, nosotros nos convertíamos en su inevitable retaguardia. Tras ellos caminábamos saboreando entusiasmados aquellos sones alegres acompasados de porte y marcialidad. Por delante, y como abriéndose paso por entre las calles recién desperezadas de la canícula, caminaba también el Sr. Ricardo ―el alguacil municipal― lanzando al aire los estruendos de la cohetería que convocaba a la villa al jolgorio y la diversión.

Dianas y pasacalles

Jamás olvidaré los alegres despertares del día de la Virgen al ritmo de las dianas que llenaban mi cuarto de promesas festivas. Asomado a la ventana, con los ojos aún velados por el sueño interrumpido, escuchaba atónito aquella maravilla musical y me prometía no desperdiciar ni un minuto de semejante espectáculo. Vestido con mis mejores galas de fiesta me apresuraba hasta los soportales del Ayuntamiento de la villa y desde allí, unido a mis amigos y con estos a la comitiva oficial, me encaminaba al templo de Santa María para participar en la Misa Solemne. Iniciaba el desfile el alguacil con su uniforme y gorra de gala, un encendedor de larga mecha en ristre y una reducida corte de acólitos mosqueteros prestos a echarle una mano si fuera menester ―que no lo era nunca porque la responsabilidad de aquella artillería solo cabía en manos de la autoridad y la suya era indiscutible―. Detrás desfilaban la Reina de las Fiestas y su Corte de Honor seguidas de los ediles municipales en pleno y presididos por el Alcalde. A continuación marchaba la banda, sin que un solo paso de sus componentes alterara ritmos, sones o marcialidad. Finalmente, cerraba la comitiva el nutrido grupo de incondicionales melómanos entre los que me encontraba yo. 

Misa Mayor y Concierto

La misa era concelebrada por varios sacerdotes uno de los cuales ocupaba la Sagrada Cátedra para glorificar a la Virgen. Solía ser este algún religioso oriundo de la villa, venido para el caso, al que todo el mundo escuchaba atento y orgulloso de su paisanaje. El templo estaba abarrotado y entre el abundante incienso que lo envolvía todo y los sones de la banda interpretando música sagrada y el Himno Nacional pasaba el tiempo volando. Finalizada la ceremonia se celebraba la procesión en honor de la Patrona y, concluida ésta, se repetía el ceremonial del desfile hasta el Ayuntamiento. Aquí tenía lugar una recepción oficial de la Corporación a las autoridades y personas relevantes de la villa. O sea, lo del «vino español», vaya. Entre tanto, el pueblo llano, los forasteros y cada «quisque» nos arremolinábamos en torno de la banda que amenizaba el «vermú» con interpretaciones de fragmentos de zarzuelas famosas y músicas parecidas. Se situaban a la sombra de los soportales de la plaza ―los rigores del sol de agosto y el templete construido sin techumbre así lo aconsejaban― y aunque bailar en estos momentos estaba mal visto, porque no era ni el propósito de los intérpretes ni la intención de los programadores, siempre había más de una pareja que se lanzaba al ruedo y provocaba con ello la discreta censura de los más puristas. Los chicos no perdíamos detalle de todo esto y cuando finalizaba el concierto era ya la hora de la comida en familia. Comida de postín de la que solía participar como víctima el gallo alborotador, cebado con regodeo para este evento. Comíamos y charlábamos alegremente y mi padre mostraba satisfecho las entradas adquiridas en la tienda de calzados de Contreras para acudir a la corrida de toros con mi madre.

Los toros y el baile en la Plaza Mayor

No habíamos llegado a los postres cuando ya se oían los trallazos de los mulilleros exhibiendo por doquier su maña con el látigo. Con él fustigaban a las perplejas bestias de labor más hechas al sereno discurrir sobre las parvas de mieses que a arrastrar morlacos como se veían abocadas al terminar cada faena torera. Azuzadas por los bravos mozos, las resignadas mulas se convertían en un espectáculo añadido a la tarde de toros. Enjaezadas para la ocasión con preciosos adornos y banderas, eran las encargadas de arrastrar a los novillos muertos tras los inciertos lances del ruedo. Nunca fui un ferviente aficionado a la fiesta celtíbera por excelencia, aunque me entusiasmara toda la parafernalia que la rodeaba en el exterior del coso, así que no tengo otra información de los lances en el interior que los relatos puntuales de mis padres. Yo me conformaba con los ires y venires de la banda de San Marcial o la de Ingenieros de Burgos ―que una y otra amenizaron las fiestas patronales de mi niñez en alguna ocasión― y no me los perdía jamás. O con oír el griterío de los espectadores en el coso cuando algún astado se salía con la suya en legítima defensa. 

Finalizada la corrida con algún que otro sobresalto, protagonizado por los mozos metidos a toreros, se reanudaba el jolgorio callejero y con él el regreso de las autoridades al Consistorio. Desde aquí, la Corporación Municipal, La Banda de Música y la Reina de las fiestas con su Corte de Honor acudían a la Iglesia Parroquial de Santa María para, unidos al pueblo, entonar la tradicional Salve Popular y proceder a la Ofrenda de Flores a la Virgen. Terminado el acto, la banda se encaramaba en el templete elevado a los pies del Padre Flórez, ya sin riesgos de muerte por insolación, y comenzaban los bailes públicos. Mis amigos y yo permanecíamos al margen de estos galanteos entre los jóvenes de ambos sexos y sólo la alegría de la música nos mantenía próximos al evento. Cuando esta cesaba en los descansos, acudíamos a los tenderetes de chucherías y en ellos hacíamos nuestra mejor inversión de la que había sido generosa propina de fiestas. Bolas de anís, tofes, chupetes, chicles, chufas, cacahuetes, avellanas y cosas parecidas constituían nuestra principal demanda. Entre aquella tentadora amalgama para el derroche había también cigarrillos de anís de los que algún atrevido, olvidando el doloroso episodio con el tabaco del maestro, quiso probar de nuevo. Verle toser apostado en el callejón del «el Puntido» era una angustia. Aquellas semillas de anís eran, según parece, más infumables aún que los mal aventurados cigarros de «caldo» del hurto. Yo, con la lección bien aprendida, compraba regaliz de palo y en aquellos sabrosos troncos descargaba mis perecidas ansias por repetir la nefasta experiencia. 

Fuegos artificiales

Terminaba el baile y acudíamos a cenar en familia. Al amparo del exquisito menú preparado por mi madre surgía el relato de las incidencias taurinas en el coso y los comentarios nada ruborosos acerca de los bailoteos de mis hermanos en la plaza. A las once en punto de la noche se iniciaba la Gran Verbena y con ella la primera sesión de fuegos artificiales en torno al Padre Flórez quien, a pesar de la inmediatez de tanto barullo, jamás se inmutó ante aquella turbamulta de gentes, músicas y estruendos. 

Eran los fuegos un espectáculo muy esperado por la mayoría y a él acudíamos los más pequeños en compañía de nuestros padres. Con las campanadas de las once sonaba el disparo de los cohetes anunciadores y la gente se arremolinaba en los soportales o en las discretas proximidades del evento para disfrutarlo sin perder detalle. Cesaba la música y se encendía la primera fase. Porque había varias etapas coincidiendo con las numerosas pausas musicales de la banda. Eran como sucesivas entregas multicolores y ruidosas que, para los chicos, se extendían sin piedad hasta los primeros y forzosos cabeceos del sueño. Cuando terminaba la sesión, podía más la imagen del lecho que las ansias de fiesta y yo regresaba a casa con mis padres para dormir a pierna suelta y despertar con las dianas a San Roque. 

La gente joven, sin embargo, no pensaba en sueños beatíficos ni en despertares armoniosos sino todo lo contrario. Porque finalizados los bailes en la plaza comenzaban los «de Sociedad». Pomposo título para aquellas veladas a las que no se podía acudir si no se iba dignamente vestido. O sea, con traje y corbata. Esta última imprescindible según reclamaba la etiqueta obligatoria. 

Las uvas de San Roque y la carne de toro

El día de San Roque era muy semejante al anterior en eventos festivos aunque con ligeras variantes. En la procesión era este Santo, obviamente, quien visitaba las calles y, finalizada la celebración y regresadas las autoridades, a la entrada del Ayuntamiento para la recepción también había una curiosa costumbre. A la puerta del Consistorio se situaba el alguacil con una gran bandeja repleta de racimos de uvas ―cosa insólita para los chicos que ya habíamos peregrinado por los majuelos sin encontrar nada maduro que catar― y cada asistente al acto, se paraba frente a la bandeja, tomaba una uva y subía al Salón de Sesiones comiéndosela. Sin embargo, no todos los invitados procedían del mismo modo porque cuando llegaba el último, ―sin duda, situado ladinamente en el lugar― echaba mano de un racimo sin acosar y se lo zampaba íntegramente mientras subía las escaleras. A los chicos nos hacía mucha gracia la anécdota porque ya sabíamos quien era el protagonista habitual del lance ―cuestión de retentiva anual y manejo del cálculo de probabilidades―. Nunca diré quién por respeto a su memoria pero aún le tengo en la retina subiendo los peldaños con el racimo en ristre. 

A la hora de comer se producía otra singular novedad. Porque el día de San Roque, en mi casa y en otras muchas de la villa, en aquellos años cincuenta, se comía toro. Mi padre madrugaba más de lo habitual para acudir con toda urgencia a la Plaza Mayor y se iba a los tenderetes que los carniceros ponían bajo los soportales. Ignoro si la prisa tenía que ver con el precio razonable de aquella carne brava o con el grado de calidad nutritiva que la convertían en deleite apetecible. En cualquier caso, según parece, se cumplía el axioma de que quien llegaba tarde «ni oía misa ni comía toro». Llegado al lugar, compraba una exagerada ración de filetes taurinos para la familia ―al menos este era el juicio de mi madre a la vista del gran paquete de carne brava con que el hombre aparecía en casa― para que ella los convirtiera en la estrella del menú de San Roque. Lo cierto es que después de la sobremesa tampoco sobraba mucho, todo hay que decirlo, en descargo de mi padre y en honor de los tragaldabas que participábamos en el festín. Ignoro los trámites sanitarios que aquellas carnes con sabor a violencia pudieran superar y tampoco sé si el precio de la compra compensaba de algún modo el coste de otros menús menos bravos. Lo que sí recuerdo es que el consumo de aquellos hermosos filetes tenía algo de misterioso y ritual que los convertía a mis ojos en una especie de homenaje a la bravura. Supongo que los novillos hubieran preferido otro cumplido menos glotón pero hay que convenir que no estaba en mi mano ponerlos en un podio y colgarles una medalla olímpica.

«El pobre de mí…»

El final de las fiestas era, sin embargo, la puerta abierta de par en par para los chicos cuando el último cohete verbenero terminaba con los ajetreos de San Roque y los mayores iniciaban su resaca. Era el día diecisiete cuando los más jóvenes tocábamos la gloria. Cucañas, carreras pedestres y de bicicletas, carreras de sacos, «tirasoga» y un largo sinfín de juegos de entretenimiento infantil nos convertían en los protagonistas encandilados de la traca final.

Había opciones para todos los gustos y cada un participaba con entusiasmo en la mayoría. Aquel largo poste, untado de grasas escurridizas que lo convertían en una pista cilíndrica inabordable, tenía al final una bandera y con ella un generoso premio. Había que trepar hasta arriba y recoger el botín en la punta pero la cosa era más sencilla de pensar que de cumplir. Correr en bicicleta era una prueba victoriosa aunque uno llegara delante del «camión escoba», pero llegar el último subido a ella en la prueba de lentitud era cuestión de habilidad casi circense. Como tampoco era para torpes ensartar la argolla de aquellas cintas multicolores colgadas de una cuerda. En cuanto a la maroma cargada de pucheros, que habían de ser abatidos a garrotazos para obtener el premio, o el chasco de su interior ―dulces, monedas, agua, cenizas, aserrín…―, era una hazaña difícil y en ocasiones hasta peligrosa. No para quien esgrimía el garrote con los ojos vendados sino para quien permanecía absorto y sin precauciones en la peligrosa área del «garroteador» ―alguna cabeza descalabrada puede dar fe de este testimonio―. Correr algunos metros embutidos en un saco con olor a Nitrato de Chile también era una prueba que levantaba entusiasmos. Porque lo cierto es que la mayoría de los chicos embutidos en las arpilleras pasaba más tiempo rodando que caminando entre saltos. Y finalizados todos estos entretenimientos que llenaban la plaza de gritos y jolgorio, ahora sí, las fiestas se convertían en recuerdo.

Después de tanto acontecimiento jaranero, todo el mundo regresaba a sus tareas y nosotros a nuestros devaneos. Aún faltaba casi un mes para que se reanudaran las clases en la escuela y había muchas cosas por hacer. El río de nuevo temblaba ante nuestra presencia y los peces, animales de escasa memoria, volvían a picar decididos en aquellas mugrientas y retorcidas lombrices. Y de nuevo volvíamos a enristrar los mimbres de pequeños ciprínidos con los que regresábamos a casa entre victoriosos o decepcionados según la cosecha. Y ahora, además, la Naturaleza se incorporaba a la oferta lúdica con una alternativa más que seductora. Los frutales ―almendros, manzanos, perales, ciruelos, nísperos, majuelos...― se insinuaban tentadores por doquier y nos alentaban a merodear las lejanías; Espinillo, La Parda, Torcipera, El Cuadrón, La Chopera Oscura, Carretablada y otros muchos lugares semejantes, cuyos nombres evocan recuerdos de aventuras e indigestiones, llenaban nuestro tiempo de escolares en paro. 

Pero en el ámbito personal también había aconteceres que llenaban mi ocio junto a los míos y el siguiente episodio que protagonicé con ellos es una de esas anécdotas en que fui héroe y, paralelamente, bufón involuntario de mis hermanos..."
        



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viernes, 29 de abril de 2016

MIGUEL ÁNGEL VELASCO

Mi amigo Miguel Ángel Velasco nos ofrece, una vez más, la belleza natural que rebosa por doquier en nuestra tierra castellana, con el valor añadido de su cariño a la misma y unos pinceles dispuestos a convertir el paisaje y los encantos ciudadanos en nuestro cuarto de estar lleno de vida. ¡¡¡Gracias Miguel Ángel!!!


 



























viernes, 14 de agosto de 2015

LA CABALGATA DE FIESTAS. AGOSTO 2015

Preparados, listos y, la fiesta comienza con un espectacular desfile de carrozas, belleza, color y alegría... 
Este es mi pueblo...



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miércoles, 24 de junio de 2015

MI LUGAR FAVORITO

MI NIETA JIMENA Y VILLADIEGO

Como tantos españoles en la «diáspora», una parte de mi familia vive, trabaja, disfruta y sueña al otro lado del Atlántico, en una población de la costa Este de los Estados Unidos. Es sólo durante las vacaciones del verano cuando nos reunimos de nuevo para disfrutar de la mutua compañía, porque de los avatares del vivir diario se encarga Internet que nos tiene en contacto permanente.  

Incluso desde la inmediatez de los contactos se encarga el WhatsApp ese al que sólo le falta remitirnos algún hot-dog (perrito caliente) con mucha ketchup. Pues bien; en uno de estos mensajes, hemos recibido algo que a mí me llena de satisfacción y orgullo porque Jimena ha hecho un trabajo escolar del que adjunto algunas imágenes que me emocionan de manera muy especial.

Se trataba de mostrar lo más interesante del país de los orígenes que habían de realizar todos los compañeros y ella hizo el suyo sobre España. Incluso, para ser más precisa y contemplar un lugar español de su preferencia, eligió el pueblo en que nació su abuelo, un servidor, como el lugar para el que guarda sus mejores estimas. A continuación confirmo lo dicho en las siguientes imágenes:








Imagen de la Plaza Mayor en plenas fiestas






MI LUGAR FAVORITO

Gente,

Mucha gente.
Miro a un lado y a otro,
Personas bailando,
Luces de colores.
Ni una sola persona que se sienta,
Todo el mundo está bailando
Incluso yo!

Este es mi lugar favorito


¡¡¡Gracias, Jimena!!!



Jimena, la primera a la izquierda con los compañeros de clase







ZODIAC

Gijón siempre ha sido nuestro refugio preferido en las escapadas en busca de terapias de remedio contra la ansiedad. Esos espacios grises en...