José Ortega
Valcárcel
José Ortega
Valcárcel (n. 1940 en Villadiego, Burgos, España) es un geógrafo español,
catedrático de Análisis Geográfico Regional en la Universidad de Cantabria y en
la Universidad de Valladolid (Castilla y León). Fue consejero de Medio Ambiente
del Gobierno de Cantabria del año 2003 a 2007.
Especializado en
desarrollo rural y ordenación del territorio, es autor de numerosas
publicaciones sobre teoría y pensamiento geográfico, siendo una figura
relevante dentro de la geografía llevada a cabo en España.
VILLADIEGO: DE LA
CALLE EMPEDRADA AL PUENTE DE ROMA
Se asienta Villadiego en la campiña, en
la extremidad oriental de la Tierra de Campos, aunque ya no se le denomine así
por estos pagos. Es un núcleo de llanura. Sin embargo, inmediata al Norte, a
muy pocos kilómetros, se encuentra la “montaña”, cuyas primeras estribaciones
se encuentran ya en los Ordejones; y hacia el Este en Coculina y Los
Valcárceres. Villadiego es como la antesala de la “montaña” de las “peñas”,
como se les denominó históricamente.
Encerrada en la estrecha cuña que
dibujan las estribaciones montañesas y el horizontal perfil de la cuesta del
Alcor, esto es el páramo de Tobar y Olmos de la Picaza, que cierra hacia el Sur
el horizonte de la villa. Entre la montaña y el Alcor, en la campiña de
“campos” Villadiego ha sido un centro de encuentro y relación de las
comunidades humanas de estos entornos, tan distintos, en el pasado, en sus
formas de vida, economía y cultura popular.
Emplazada en el valle del Brullés, más
cerca del Jarama que de aquél, en la amplia llanada creada por el afluente del
Odra, hidrónimos que nos descubren, en su antigüedad prerromana, el trasfondo
de pueblos ancestrales vinculados con estas tierras y la relativa continuidad
sobre ellas de la presencia humana durante miles de años.
La continuidad, por encima de las
circunstanciales rupturas que se producen en el tiempo y que, en cierto modo,
son causa de la aparición del Villadiego histórico cuya evolución dará lugar a
la población actual.
Una villa altomedieval de raíces
romanas
Carecemos de una precisa acta de
nacimiento” de Villadiego. Pero sabemos que surge en el siglo IX de nuestra
Era, en torno al año 870, al calor del avance hacia el Sur de las poblaciones
montañesas, en lucha con Al Andalus. Es un fruto de los tanteos de ocupación y
repoblación que las comunidades de la montaña realizan fuera de sus “valles”,
mejor protegidos y más seguros. Es el producto directo de los que se asoman a
las llanuras desde el alto observatorio de Peña Amaya, recién repoblada y
fortalecida en esos años, y de la cual partirá el impulso decisivo hacia el
sur en esta área y en ese periodo.
Hasta llegar a las proximidades del
Arlanzón, en Burgos, ya en el año 884, con el objetivo muy probable de
controlar la gran vía romana que penetra desde el Valle del Ebro hacia el
interior del Valle del Duero y el Noroeste peninsular, la de Cesar Augusta
(Zaragoza) a Asturica (Astorga).
Un grupo de esos colonizadores
montañeses salidos de tas faldas de la Peña Amaya se establecerá en el entorno
del actual Villadiego, cuyo nombre parece responder al principal responsable de
esa iniciativa, el conde Diego, el fundador de Surges, que aparece como
dominante de estos territorios en nombre del rey asturiano. Sin duda, al tiempo
que se levanta la ‘villa de Diego’ debieron iniciar su moderna andadura
localidades inmediatas de la campiña, por tierras de Campos, en territorio de
Amaya, en el dominio del viejo “Trifinium” romano, el medieval “Treviño”, en
alusión a su carácter de área de contacto entre diversos pueblos de la antigua
Iberia. Ha sido ésta una tierra de frontera y de contacto.
Un área de notoria presencia romana en relación con las guerras cántabras del siglo I antes de la Era, cuya herencia será tanto la Sasamón levantada por los romanos próxima a la vieja población indígena, como el asentamiento permanente en este territorio, una vez establecida la paz de la conquista. Así parecen indicarlo las huellas arqueológicas bien conocidas de Sasamón y las casi desconocidas y en gran medida destruidas del “catastro” romano, cuyas evidencias apenas sobrepasan hoy la disposición de los núcleos de población, la red de los viejos caminos desaparecidos con la Concentración Parcelaria, y las estructuras perceptibles o inferibles de su presencia, como restos de una gran operación de colonización agraria, conocida como centuriación. Sólo caben conjeturas sobre este catastro romano: Sobre su origen y sobre su desarrollo. En relación con su establecimiento porque carecemos de información que permita asegurar su implantación para asentar a los veteranos do las guerras cántabras, como parece probable. Respecto de su desarrollo porque la destrucción de sus huellas y la inexistencia de una adecuada investigación arqueológica Impiden delimitar sus contornos y caracteres, aunque diversos indicios muestran su posible extensión desde el área de Villamayor de Treviño y los bordes del Pisuerga, por el Oeste, hasta Barrios de Villadiego y Melgosa al Este. De Villavedón al Norte hasta el Brullés al Sur.
Un área de notoria presencia romana en relación con las guerras cántabras del siglo I antes de la Era, cuya herencia será tanto la Sasamón levantada por los romanos próxima a la vieja población indígena, como el asentamiento permanente en este territorio, una vez establecida la paz de la conquista. Así parecen indicarlo las huellas arqueológicas bien conocidas de Sasamón y las casi desconocidas y en gran medida destruidas del “catastro” romano, cuyas evidencias apenas sobrepasan hoy la disposición de los núcleos de población, la red de los viejos caminos desaparecidos con la Concentración Parcelaria, y las estructuras perceptibles o inferibles de su presencia, como restos de una gran operación de colonización agraria, conocida como centuriación. Sólo caben conjeturas sobre este catastro romano: Sobre su origen y sobre su desarrollo. En relación con su establecimiento porque carecemos de información que permita asegurar su implantación para asentar a los veteranos do las guerras cántabras, como parece probable. Respecto de su desarrollo porque la destrucción de sus huellas y la inexistencia de una adecuada investigación arqueológica Impiden delimitar sus contornos y caracteres, aunque diversos indicios muestran su posible extensión desde el área de Villamayor de Treviño y los bordes del Pisuerga, por el Oeste, hasta Barrios de Villadiego y Melgosa al Este. De Villavedón al Norte hasta el Brullés al Sur.
El catastro romano es una forma de
colonización agraria en la que los campos y parcelas de cultivo, así como los
núcleos habitados, en este caso “villae”, se organizan con un plan geométrico,
ortogonal, en damero, distribuido por los agrimensores de acuerdo con las
medidas romanas. En “Treviño” el catastro muestra una trama de 1OOx1OO actus,
unos 3,5x3,5 kms. Sus ejes principales debieron ser en este caso, vías romanas,
una que desde Sasamón ascendía hacia Amaya, y otra la que desde el mismo origen
llevaba hacia las salinas de la actual Poza do la Sal por términos de los
actuales Coculina y Masa.
Desde la atalaya de Peña Amaya debía
aparecer la campiña inmediata como un damero de caminos y campos, a pesar del
abandono sobrevenido tras la conquista islámica, en la que habían de
sobresalir las ruinas de las antiguas “villae” romanas distribuidas de forma
regular en la campiña, así como los restos, de mayor envergadura de la ciudad de
Segisamo. Con toda probabilidad emplazadas en intersecciones de caminos del
“catastro” romano.
Una parte de ellas será elegida para
los nuevos asentamientos de los colonizadores montañeses, como evidencia la
localización actual de numerosos núcleos del área de Treviño. El conde Diego
parece eligió una localizada en posición ventajosa, sobre la vía de Poza de la
Sal en su confluencia con una vía secundaria o camino que debía conducir a
Amaya, entre el Jarama, cruzado por un puente, y el Brullés. Es la que recibe
el nombre de “Villa Didacus”. La vía romana principal conducía a Sasamón y a
ella debe hacer referencia la “calle empedrada”, prolongada bajo el actual arco
de la cárcel en dirección a Arenillas. La secundaria debía proceder desde
Castromorca y tras vadear el río por las proximidades de la actual iglesia y
barrio de Santa María, cortaba en perpendicular a la principal y atravesaba el
río Jarama por el “puente de Roma”. Son las raíces romanas de Villadiego. De la
calle empedrada’’ al puente de ‘‘Roma’’ discurren los ejes sobre los que nació
y sobre los que crecerá.
La huella de los orígenes es visible:
El núcleo primitivo de la “villa” de Diego aparece como un cuadrilátero bien
definido al Nordeste del casco de la población actual, entre la calle del G.
Aranda, la muralla y carretera de Quintanas, la Plaza Mayor y la calle de J.
Antonio, en que se reconoce un cuadrilátero de unos 143x143 metros, equivalente
a unos 4 actus romanos de lado. La calleja que corta los soportales de
G. Aranda, en orientación Norte-Sur, lo divide en dos partes simétricas y
confirma las medidas: Desde la cerca o arco de la villa a la entrada de dicha
calleja la distancia es de unos 71 metros de lado. Es decir, dos actus,
medida romana equivalente a unos 35.5 metros.
La elección del conde Diego, traspuesta
la mitad del siglo IX, asentó un núcleo agrario similar a muchas otras “villas”
o aldeas de su entorno, englobadas en el territorio altomedieval de Amaya,
cabecera del mismo, o de “Treviño”, como se le denomina también al ámbito de la
llanura. Una ‘villa” de repoblación en la campiña, pero inmediata a las
montañas de que proceden sus repobladores
Entre la montaña y la llanura: Una
villa de mercado
Si las raíces son romanas el desarrollo
es medieval. La villa de Diego del siglo IX adquiere, en el transcurso de los
siglos siguientes un papel preponderante gracias a su excelente
situación. Espacio de contacto entre la Montaña y la Campiña y con el Alcor del
páramo, se convierte en lugar de encuentro para las comunidades de estos ámbitos,
de economías complementarias.
Al Norte la montaña adolece de escasez
de suelo para el cultivo, y sufre de los rigores del clima que limita las
producciones de “pan y vino”, esenciales para la supervivencia de poblaciones
que viven en un estadio de casi subsistencia y con escasas posibilidades de
intercambio a gran escala. Disponía en cambio de abundantes recursos forestales
y contaba con buenas condiciones para la cría y mantenimiento de ganados. Los
montes proporcionan excelentes pastos y las masas forestales abundantes maderas
de calidad. Una economía pastoril y forestal: La montaña como lo resaltara el
Poema de Fernán González, era rica en ganado, carnes, mantecas; pero escasa en
pan y vino. Productora, por otra parte, de excedentes humanos. La emigración ha
sido una constante histórica: Para servir en las armas, según sabemos desde los
romanos, o para trabajar en los campos y campiñas más ricos.
Las campiñas han sido las tierras por
excelencia del pan y el vino: Campos de cereal y pagos de viñedo aparecen
documentados desde la Alta Edad Media y es muy probable que fueran dedicación
preferente de los campos romanos. El espacio cultivado ocupó la mayor parte de
sus términos hasta la práctica desaparición del arbolado, en contraste con la
boscosa montaña. Más secas, más cálidas, permitían una economía cerealista
rica, capaz de generar excedentes. Pero carente de algunos elementos
esenciales: Maderas para sus construcciones, para sus aperos y utensilios
domésticos; ganados para el trabajo del campo y el transporte; mano de obra
para las épocas de máxima actividad campesina, en la siembra y en el agosto.
Una economía de trueque y cambio se
establece históricamente entre las comunidades montañosas y las campiñesas, de
economías complementarias. Trueque e intercambio que potencia y estimula el
desarrollo de algunos puntos mejor situados para el encuentro y relación entre
ambas comunidades y economías. Puntos que forman un rosario de “villas”
mercado a lo largo de este borde septentrional de las llanuras castellanas:
Sahagún, Carrión, Herrera de Pisuerga, Villadiego, entre otras. Una función
histórica que desempeñarán mientras se mantenga dominantes la sociedad y economía
agrarias en nuestro país; es decir, hasta mediados de este siglo XX.
Villadiego se configura pronto como un
enclave de este tipo, que es la baso de su prosperidad, de su crecimiento y de
su preeminencia sobre otras poblaciones del entorno que no llegarán a
desarrollarse de forma equivalente o que decaerán en comparación con ella, como
es el caso de Amaya. El fuero que le concede en 1134 Alfonso VI viene a
reconocer ese dinamismo y le otorga un “status” propio de villa aforada
El asentamiento en ella de una
población judía notable y de entidad suficiente para constituir una comunidad o
‘aljama’ con su barrio o judería propio, confirma su importancia como plaza
mercantil medieval, corroborada por la aparición de las ferias y mercados
semanales que le introducen en la malla compleja del intercambio regional, como
una plaza destacada del movimiento de ganados. Un movimiento mercantil regulado
y facilitado por el sistema de ferias, cuya secuencia temporal permitía la
relación entre los distintos centros de transacción, facilitando el
desplazamiento de tratantes y mercaderes de unos a otros, gracias al carácter
complementario del calendario que regia para las mismas.
Carecemos de una información precisa y
documentada sobre el devenir medieval de la villa en su vida económica y
social. Pero es manifiesta su prosperidad que se refleja en el desarrollo
físico y en la configuración de su espacio urbano. Villadiego ha sido un
espacio de mercado. Esa economía de servicios traspasara los siglos y se
mantendrá hasta el ecuador del nuestro.
A mediados del siglo XIX la función
mercantil es patente, así como su vinculación con el intercambio entre áreas de
montaña ganaderas y artesanas y áreas campesinas de llanura. Su afirmación
como una plataforma mercantil de transacciones ganaderas, de aperos, utensilios
y mano de obra, extiende su radio de acción y asegura la concurrencia de
productores, consumidores e intermediarios de procedencia alejada: Asturianos,
montañeses de las montañas de Reinosa y Santander, tratantes de Aragón y
manchegos, artesanos zamoranos y segovianos, vinateros de Rioja, la Ribera y Campos,
confluyen regularmente cada año, en los mercados semanales de los lunes y
sobre todo con motivo de la gran feria ganadera del otoño, prolongada desde
San Andrés a la Concepción. Un tiempo de mercado y fiesta en función del cual
vive la villa.
Esa función de servicios es la que la
promociona, desde la Edad Media, al rango de cabeza de un territorio de
variables denominaciones pero que atestigua, en cierto modo, el área de su
influencia funcional. De estar sometida, como simple aldea de campesinos, al
dominio territorial de Amaya o de Treviño, se encarama a la cabecera de un
territorio propio en que se íntegra un amplio círculo de tierras de montaña y
de llanura: Desde la medieval “merindad de Villadiego” encabezada por la villa,
que perdurará durante siglos, al “partido judicial” moderno, creado en el siglo
XIX, en el marco de las reformas administrativas liberales, que reconoce la
“centralidad” de la villa para la prestación de los servicios judiciales y
otros vinculados con ellos o con la administración moderna, como el Registro de
la Propiedad.
Una dedicación mercantil que todavía
otorga a Villadiego su perfil secular a mediados de la centuria, cuando ya se
anuncia el declive de la sociedad rural y campesina y con él la segura
decadencia de una población vinculada en su existencia a aquella y sin otras
actividades alternativas con capacidad para contrarrestar sus efectos
negativos.
El perfil de la villa hacia 1950 no
difería mucho del que nos proporcionaba un siglo antes, salvo en la lógica
evolución. La actividad mercantil sigue siendo el fundamento económico y social
de su población en relación con un área de influencia a caballo de campos y
montaña, enriquecida y estimulada por el desarrollo demográfico, el crecimiento
de la población comarcal, los nuevos servicios propios de la sociedad moderna y
la consolidación de un comercio permanente sostenido en esa demanda comarcal
y local.
En ese siglo, entre 1850 y 1950, la
población de la villa casi se duplicó, hasta alcanzar su máximo, en torno a los
1500 habitantes. Numerosos establecimientos comerciales fijos aseguraban, por
un lado, las necesidades básicas de la población, y por otro las demandas más
especializadas de la población agraria comarcal: Desde las tiendas de tejidos
y confección, ferreterías, zapaterías, mercerías y comercio de ultramarinos,
hasta los almacenistas de pieles y cueros, abonos minerales y tripas secas. Y
un sector artesano y fabril complementario que comprendía desde los talleres de
carpintería y ebanistería, o las panaderías, hasta las fábricas de harinas,
gaseosas, el laboratorio farmacéutico, o los talleres mecánicos, signos de los
nuevos tiempos.
Un carácter comarcal patente en la
centralización de los servicios de transporte de viajeros, mecánicos, surgidos
en el primer tercio del siglo que confluían en la villa y tenían, incluso, su
centro en ella, como punto de enlace de las áreas rurales con la capital
provincial. Últimos momentos de un cierto esplendor mercantil que hizo posible
la multiplicación de las ferias, animadas por una demanda más solvente y
variada: La única feria de San Andrés a la Concepción, extendida desde el 30 de
noviembre al 8 de diciembre, se multiplica en la segunda mitad del siglo XIX.
Surgieron así ferias en casi todos los meses del año: Las ferias de enero, los
días 15 y 16; la de San Blas, los días 2 y 3 de febrero; en marzo los días 15 y
16; en los días 20 y 21 de abril; en
Pascua de Pentecostés; el 16 de julio; la del Pilar los días 12 y 13 de octubre;
y la del final de año, los días 29 y 30 de diciembre.
A ellas corresponde la imagen
abigarrada y congestionada de la villa en plena actividad, ocupada por miles de
personas de diversas procedencias, campesinos con sus ganados y frutos, artesanos
con sus productos, vendedores ambulantes de quincalla, herramientas, aperos,
ropas, objetos de regalo, charlatanes de distinto género y origen, y mano de
obra expectante, adolescentes y adultos,
hombres y mujeres, incluso niños, solos o acompañados por sus familiares, que
se exponían bajo los soportales del Ayuntamiento, a la espera del “amo”
interesado en emplearles como “criado” fijo o como eventual “agostero” o
“pastor”.
Unos y otros animaron las plazas y
calles en las que se repartían las actividades de compra y venta, que ocupaban
tabernas y casas de comidas, que se aglomeraban en las tiendas de tejidos,
ultramarinos, mercerías, ferreterías, oficinas del Juzgado o del Registro de la
Propiedad, en contraste con la quieta y casi inerme vida cotidiana de los días
no feriados.
Una muchedumbre y una actividad que
explica la presencia de dos establecimientos bancarios con sus oficinas
permanentes, como el Banco Español de Crédito y el Banco Mercantil, la de las
Cajas de Ahorro y las numerosas corresponsalías bancarias, surtidas por el
movimiento de dinero que acompañaba las transacciones feriales, en particular
de ganado, que fue la especialidad señera de las ferias de Villadiego, en
particular el mular, destinado a surtir de ganado de tiro a las explotaciones
agrarias de un muy amplio entorno. Canto de cisne en un mundo que se mecanizaba
y motorizaba rápidamente, y en una sociedad rural que comenzaba a sentir la
punción ya inexorable del éxodo definitivo que vaciaría los pueblos y cambiaría
las formas de vida rurales.
En cualquier caso, Villadiego es el
fruto de esta historia y de esta función: Una plaza de mercado, un lugar de
encuentro desarrollado a partir del viejo solar romano. No lo desmiente, muy al
contrario, el espacio urbano construido para esa actividad y para esa función.
Plazas y soportales:
Piedra, madera y barro
El Villadiego originario englobaba
junto al pequeño núcleo de la villa romana algunos barrios o pequeñas
poblaciones en su torno, cuyos emplazamientos podemos identificar en relación
con las iglesias de Santa María y San Lorenzo, además de otros como Barrio y
Arenillas, la mayor parte de ellos absorbidos después por el núcleo principal,
en particular al recibir el fuero real en 1134.
El plano nos muestra, a pesar de sus
transformaciones, el proceso histórico de su configuración física, a partir del
primitivo y cuadrangular recinto de ascendencia romana: Simétrico del núcleo
de la “villa”, en la margen contraria de la calzada romana se estableció la
comunidad judía, cuyo barrio constituirá la judería de Villadiego, entre la actual
calle de G. Aranda y el muro que limita al Sur la villa, englobando los
terrenos luego ocupados por el convento de las Agustinas, una vez decaída la
comunidad hebrea y tras la expulsión de la misma.
Una aljama que acredita con su
extensión la importancia de esta comunidad, y cuyo espacio físico podemos
suponer, de acuerdo con lo que era su estructura en otros lugares, como un
espacio cerrado o “corral” accesible sólo a través de “portillos” o pasadizos
del tenor de otras juderías de que tenemos referencia documental o sus
vestigios. Núcleo y judería debieron estar murados, según se intuye en la
morfología de todo este sector de la villa, cuyo perímetro denuncia la
existencia de una cerca antigua sobre la cual debieron apoyarse las
construcciones posteriores, como se percibe en el parcelario urbano.
Este
recinto medieval antiguo tenía un desarrollo Norte—Sur entre el puente de Roma
y la entrada desde éste hacia la Plaza Mayor, y el espacio del posterior
convento de las Agustinas. Por el Este su límite coincidía con el actual, en la
cerca del arco de la cárcel. Por el Oeste su borde discurría dejando fuera la
manzana del actual Ayuntamiento y la de los soportales dobles. Sus ejes
perpendiculares, herencia romana, permanecen en la morfología urbana de este
núcleo originario cuya extensión rondaba las 4-5 Has.
La prosperidad medieval y moderna de
Villadiego le va a dar forma y la forma descubre su naturaleza mercantil, de
plaza, de lugar de encuentro: Los bordes del núcleo, hacia el Este y Sur, con
toda probabilidad extramuros, se convirtieron en el espacio mercantil, como
sucederá en otras muchas poblaciones, cuyas plazas de “mercado” o “zocos” a
similitud de los islámicos, se establecieron en los amplios espacios situados
ante las puertas. Todo parece indicar que la gran plaza mayor de Villadiego,
con su irregular distribución, tiene este origen, como espacio de la feria o
zoco para acoger a los ganados de distintas especies y vendedores ambulantes de
todo género.
Villadiego crece y se transforma: Los espacios
abiertos, las plazas, se convierten en el eje urbano. El espacio edificado se
dispone en su entorno, se adapta a ellos, y al cerrarlos les da singularidad.
La especialización de estos espacios de mercado, que acogen cada uno un tipo de
ganado o de actividad, les confiere identidad: De ganado mular, de ganado
porcino, de ganado lanar, de productos artesanos y de granos, proporcionan a
la villa un paisaje insólito, lleno de perspectivas y enfoques que hacen de los
espacios abiertos de Villadiego un conjunto singular desde el punto de vista
urbano, de gran calidad, sin comparación en la provincia de Burgos, sin duda el
más sobresaliente de ella, y no sólo de ella.
Las plazas absorben el espacio urbano y
descubren hasta qué punto la actividad mercantil de ferias y mercados dominó la
vida urbana: Ocupan una superficie importante y actúan como elementos
ordenadores del conjunto. Su irregularidad muestra su carácter espontáneo y
funcional. Si exceptuamos estos espacios abiertos los únicos ejes destacados corresponden
con la vieja “calzada” romana que discurre por la calle “empedrada”, prosigue
por la calle de G. Aranda y sale por el viejo arco de la cárcel, una espléndida
fábrica en piedra de sillería.
La expansión bajomedieval y moderna
extiende la población hacia el Oeste, sobre el eje de la calzada que dará
nombre a la calle “empedrada”. Una expansión que permite englobar el barrio de
San Lorenzo y ampliar el espacio edificado hasta darle su configuración actual.
El dinamismo de esos siglos es patente y se manifiesta en un casco intramuros
de más de 10 Has. La nueva cerca cerrará el perímetro de la población moderna,
como atestiguan los vestigios que han pervivido de la misma, sobre todo en sus
bordes Norte y Este. Pero su traza por el Sur y Oeste no es difícil de
establecer. La cerca nueva venía a resaltar el papel ordenador de las plazas,
convertidas en pieza central del espacio urbano.
El ímpetu del crecimiento impondrá el
desarrollo fuera de las cercas, extramuros: Por un lado, en el primitivo núcleo
del barrio de Santa María, consolidado como una parte de la villa. Por otro, en
el “arrabal” que se organiza sobre la calzada en dirección a Arenillas, con su
estructura suburbana. Es el espacio de Villadiego en que se trasluce, en su
morfología, el devenir histórico. Un elemento destacado de su paisaje urbano.
Calles y plazas proporcionan las perspectivas y las imágenes cambiantes de la
villa. Perspectivas e imágenes que complementan y completan las construcciones,
los volúmenes creados por la edificación y la textura que le dan los materiales
empleados en ella.
Unos y otros confirman el vínculo de
Villadiego con su entorno: Producto de su situación geográfica, entre la
montaña y las llanuras, responde a su condición de encrucijada: Contacto de la
piedra con la arcilla, de la madera de los bosques con la paja de los cereales,
productos de la montaña y el alcor, por un lado, y de la llanura campesina por
otro.
Villadiego comparte en su edificación
los materiales duros de labra fácil, como la caliza, procedente del páramo y de
la montaña, con el barro de la llanura. Sillares y adobe constituyen los
elementos sobresalientes del paisaje urbano, el soporte de la construcción.
Participa de este modo en la arquitectura de la piedra propia de la Montaña y
el Páramo, con la arquitectura del barro, que distingue las campiñas de Campos,
con técnicas y modalidades constructivas que emparentan esta edificación con
la gran “arquitectura de tierra” extendida por todos los continentes.
Villadiego está hecha de adobe y
tapial, en mayor medida del primero que el segundo: Arcilla y agua mezcladas
con paja de cereal, moldeados con mecal y secados al sol. Paredes maestras y
tapias de huertas y corrales, recubiertas de barro o sin él, proporcionan color
y textura al espacio urbano.
No es, sin embargo, Villadiego, una
población de Campos. La arquitectura de tierra presenta el contrapunto decisivo
del uso de la piedra, sola o combinada con la arcilla, y ofrece, como variante,
la incidencia directa e indirecta de la madera. La abundancia de maderas en el
entorno de Villadiego, en los páramos del Alcor y en los valles montañeses,
permitieron disponer de un combustible asequible y a bajo costo y utilizarlo
para cocer el barro. El barro cocido, el ladrillo, introduce una variante de
calidad en el panorama de tierra secada al sol. Lo excepcional en las áreas
campiñesas es en Villadiego habitual. Villadiego es una población de adobe y
barro, pero lo es asimismo de ladrillo, que produce una arquitectura de
especial belleza, a la que se ha atribuido reminiscencias mudéjares. Las
hiladas de ladrillo macizo, su combinación con la madera y el enlucido, y con
la piedra, proporcionan algunos de los conjuntos más destacados del paisaje
urbano de Villadiego.
La abundante madera de los bosques del
páramo, cuyos encinares y quejigares se elogiaban en el siglo pasado, y la de
robledales y hayedos de la montaña inmediata, han proporcionado el armazón, la
estructura de la edificación. Pies derechos, cabríos, machones y contrapuntas
dan carácter a la construcción tradicional. Es la manifestación directa de la
madera. Elemento clave de la estructura de los edificios tanto de piedra como
de tierra, se utilizó también para los paramentos, reforzando y armando las
hiladas de adobe y ladrillo, cuyo entramado aparece unas veces o es recubierto
otras. Un rasgo de arquitectura “forestal” que emparenta a Villadiego con las
Sierras más que con el mundo cantábrico. Aunque el lazo de unión con éste
existe a través de la piedra.
La piedra como material noble y más
costoso aparece en los edificios sobresalientes, religiosos y laicos, iglesias,
palacios y cárcel; o se emplea como complemento para reforzar el empleo de los
otros materiales: Esquinales, en unos casos, dinteles y jambas, zócalos para
apoyar los materiales más endebles, han sido elementos en los que se ha
recurrido a la piedra, siempre caliza, bien la porosa del páramo, más
deleznable pero de cómoda labra, bien la de granito o arenisca de la montaña,
de mayores exigencias para su trabajo. La combinación de piedra, ladrillo y
madera caracteriza, frente al tono aristocrático del uso de la piedra, los de
una población comerciante y menestral que fuera el nervio de la villa; mientras
el barro y adobe distinguen en mayor medida los edificios campesinos, de
jornaleros y los de usos auxiliares.
Si el uso de este conjunto de
materiales da personalidad al espacio urbano, el tipo de edificio construido
con ellos le añade singularidad: Villadiego es una población de soportales.
Amplios, extensos, prolongados e incluso profundos soportales que resaltan la
función histórica de la villa, su naturaleza comercial, su carácter de espacio
de encuentro y relación. El espacio edificado se acomoda a esa función. Estos
extensos pórticos aseguraron el ejercicio del intercambio a salvo de las
inclemencias invernales y dan protección contra el sol del verano. El espacio
abierto de las plazas, pulmones de la vida mercantil, se prolonga e imbrica en
el espacio construido por medio del soportal, en cuya penumbra se aloja el
comercio estable y a cuyo socaire se derramó el otro comercio, el ambulante, de
los días de mercado y de ferias.
El soportal es un exponente notorio de
la construcción en madera: Pies derechos, grandes vigas y machones
transversales, configuran un entramado consistente que permite el desarrollo de
la edificación sobre él, con una o dos plantas superiores, con sus balconadas
y, en su caso, galerías de madera. La sustitución del pie derecho de madera por
pilares de piedra en algunos casos no invalida la hegemonía de la madera.
UN PATRIMONIO CULTURAL PARA EL FUTURO
UN PATRIMONIO CULTURAL PARA EL FUTURO
La combinación de materiales,
soportales, tipos de edificio, distribución del espacio edificado y del espacio
abierto, hacen de Villadiego una población singular y le proporcionan, como una
herencia histórica, el valor cultural y patrimonial que posee y que ha
mantenido casi inalterado y sin apenas degradación.
Una tipología constructiva uniforme en
la que se insertaron sin estridencia nuevos modelos de edificación en la
primera mitad de este siglo, y a la que se han añadido, sobre todo en su periferia,
las nuevas construcciones de la época industrial. De la nave industrial o
agrícola al silo de granos o los bloques de viviendas propios de nuestro
tiempo que envuelven el núcleo histórico y que descubren las transformaciones
más recientes de la vida de la villa, su progresiva evolución hacia un centro
de servicios públicos, y su aspiración de convertirse en punto de atracción
para quienes buscan en las áreas rurales un contrapunto a su agitada actividad
urbana.
Una
nueva encrucijada que en este caso no es el punto de encuentro de los ajenos
sino la adecuada solución a un problema de futuro: Acertar con el proyecto que
asegure, hacia el futuro, la prosperidad y el bienestar de sus habitantes y
asegure otro milenio largo de vida. Una elección que cuenta con el soporte
valioso de un patrimonio urbano e histórico relevante. El de una villa
histórica, con su genealogía romana, con su esplendor medieval y moderno.
Entre la montaña y la llanura Villadiego es un ejemplo histórico de simbiosis
cultural
José Ortega Valcárcel
MEMORIAS DE UN SEXAGENARIO ADOLESCENTE
"Aquel aula, situada a nivel de la calle y a unos
pasos de mi casa, era un rectángulo angosto y apenas iluminado. Junto a una de
sus paredes laterales se arrimaban los pupitres bipersonales, unidos de dos en
dos para ganar de este modo un estrecho pasillo en la otra. En la pared libre
de pupitres y a ambos lados de la puerta de entrada estaban colgados un mapa de
España, un abecedario mural y algunas láminas reproduciendo escenas bíblicas.
La escasa decena de pupitres disponibles era insuficiente para acomodar a todos
los alumnos y, el maestro —porque estas cosas, justo es decirlo, siempre las
resolvían ellos—, tenía colocadas unas tablas entre los asientos intermedios
con lo que se ganaban algunos puestos escolares más. En una de ellas le tocó
sentarse algún tiempo al «Risillas», (José Ortega Valcárcel, ilustre
Catedrático de Geografía en la Universidad de Cantabria cuando esto escribo)
con fama bien ganada de simpático, bromista y alegre como el apodo sugiere. Aquel
día yo estaba sentado junto a él con mi muslo izquierdo pegado prácticamente al
borde de la tabla que ocupaba. Aprovechando que yo estaba absorto dibujando los
fastidiosos palotes, y por tanto ajeno a sus tejemanejes, inclinó ligeramente
su cuerpo a un lado y levantó la madera algunos centímetros para dejarla caer
de golpe. Es fácil adivinar el resultado del violento aterrizaje sobre mis
carnes. El artero pellizco me hizo gritar de dolor y Don Joaquín, sin entrar en
averiguaciones ni admitir apelación alguna, me propinó a mí sólo los mandobles
que en buena justicia nos correspondía, como mínimo, a ambos. A él por ser el
causante del lance y a mí por mi falta de valor estoico en un momento de
especial serenidad en la clase, como era el caso. Tampoco es que llegara la
sangre al río, porque uno estaba en disposición de aceptar ―de muy mala gana
por cierto― lo de que «quien bien te
quiere te hará llorar» pero lloré, vaya si lloré, aunque no tanto por el
dolor cuanto por el mal reparto de los palmetazos, eso sí, «atenuado» por lo
que debían significar de manifiesto «amor
educativo»."
Eduardo García Saiz