En los años ochenta del pasado
siglo, la Junta de Castilla y León puso en marcha una iniciativa cultural cuyo
propósito era el de promover la música coral en determinadas localidades de la
comunidad. Y así fue como la Coral Cámara San Esteban de Burgos participó en
los años sucesivos con celebradas intervenciones en distintas localidades. En una de ellas, Cistierna, de la provincia de León y, después de un accidentado
viaje, tuvo lugar un concierto dedicado a la Navidad en coincidencia con las
fiestas patronales de la villa. Y aquí fue como después de un atasco
del autocar que nos había llevado, atascado ente un arco inoportuno que impedía
el paso por culpa de la antena situada en la baca del vehículo, dio lugar a la
anécdota que relato a continuación.
Nuestro habilidoso conductor,
encaramado sobre la techumbre del autocar, en pocos minutos desmontó la antena
y, en el entretanto, los coralistas tuvimos la oportunidad de aprovechar los
consabidos desahogos en la amplitud del campo abierto. Finalizadas ambas tareas
y reincorporados todos los viajeros en los asientos para reanudar el viaje,
este se reinició después de confirmar que no faltaba nadie. Sin embargo, a los
pocos metros del recorrido, el conductor observó en su espejo retrovisor la
silueta descompuesta, voluminosa y congestionada de un individuo que gritaba
desaforado ―ignoro qué suerte de improperios, aunque me los imagino, ― mientras
agitaba airado los brazos en demanda de cordura.
Seguramente un lugareño que
exigía justicia para alguna violación cometida con sus perales de invierno
pensó el templado conductor, conociendo el talante bromista de algunos
coralistas, mientras lo comentaba con el viajero del trasportín. Este agudizó
el ojo y descubrió que no. Que no era un aldeano iracundo recién robado sino el
más voluminoso de los tenores que reclamaba justicia y su hueco legítimo en el
autocar.
Seguramente, pensando en su
dignidad y con la discreción que corresponde a un tenor de prestigio, había
recalado en un lugar más apartado y discreto para sus micciones ―o quizá se
entretuvo en algo más escatológico― y ello le impidió regresar a tiempo cuando
la tarea del desmonte de la antena hubo finalizado. ¡Caramba, si es el arandino!
Dijo Roger al tiempo que apremiaba a Luis para que parase de inmediato. ¡La que
se nos viene encima! exclamamos todos. Un ribereño iracundo puede cometer
cualquier desafuero si le dan motivo, y este tiene todos los augurios en contra
nuestra, dijeron algunos más que alarmados. Pero no fue así. Aunque se
reincorporó al autobús con la ira de los dioses apenas contenida, pronto su
legítimo cabreo terminó en carcajada general mal-contenida y completamos el
largo viaje sin más incidencias.
En aquel concierto, celebrado entre
cohetería y atronadoras músicas «heavy» en la plaza próxima,
pudimos descubrir el grado de veneración con que, en ocasiones, son recibidas
nuestras intervenciones en los templos. Iniciado el recital después de la misa
y a punto de terminar la segunda de las melodías, un pequeño coro de comadres
de avanzada edad, cubiertas de velo, toca y alma medieval, decidieron abandonar
la para ellas tediosa salmodia, y con toda la liturgia adecuada al caso
abandonaron la iglesia no si antes arrodillarse devotamente ante nuestra
presencia.
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