La montera del abuelo
La montera del abuelo
El abuelo
Victorino siempre fue un hombre jovial, con ese vestigio entre optimista y
sosegado que nos estimulaba a convertir en baladí cualquier percance habitual,
incluso los más duros y serios, sin menospreciar sus dimensiones. —“Tú no tiembles”,
decía cuando sus hijos, jóvenes e inexpertos y abocados a algún riesgo,
reclamábamos su juicio. Y con semejante expresión relajaba temores y nos
estimulaba a la lucha del momento.
Era hombre de
estatura breve, ademanes serenos y talante risueño. Su rostro encendido
contemplaba la vida a través de unos ojos alegres y expresivos, que mostraban a
las claras su afán por vivir sin sobresaltos. La colilla de “Caldo”, entre
encendida y apagada, se desplazaba inquieta entre la comisura de su labios al
ritmo de sus escasas impaciencias. Estas eran sólo perceptibles cuando,
encaramado a la escalerilla de tijera, hurgaba en el reducido espacio de una
caja de empalmes, enlazando los adecuados entre una maraña de cables
eléctricos. Trabajador concienzudo, serio y honesto en el tajo, era sin embargo
fácil a la conversación y presto a la sonrisa espontánea en los momentos de
asueto. —“Por ahí, charlando con unos y con otros” era su expresión
favorita para explicar sus relaciones amistosas. Caminaba con andares siempre
decididos y su boina inclinada expresaba bien a las claras cuales eran su
temple y visión de las cosas. No necesitaba espejo para acomodarla porque el
solo ladeo de la prenda confirmaba aquel dicho de generaciones que hizo suyo: “hay
que ponerse al mundo por montera”. Y manejaba el mundo como a su boina,
echándoselo a un lado.
Con este ánimo,
y ya anciano, un buen día se incorporó en el sur a unas merecidas vacaciones en
familia. Las primeras de su vida junto al mar, con Eliseo, el segundo de sus
hijos, la esposa de este y los numerosos nietos que ambos le dieron. Alojados
todos en el reducido espacio de un bungaló de apenas sesenta metros cuadrados,
pasó una quincena del caluroso agosto. Después de un azaroso viaje en tren
—historia esta para otro relato— hasta la costa andaluza de Fuengirola, el sol,
la playa, los chiringuitos, el chalecito, la urbanización y su piscina
conformaron el tiempo de holganza plagado de anécdotas.
Uno de los días
de más calor y agobiados por el abrumador acoso de la chiquillería —ocho nietos
de un golpe son muchos nietos—, escaparon padre e hijo camino de la playa,
ansiosos ambos por liberar la mente y de paso echar una cañita en aquellos
chiringuitos junto al mar, “tan propios”. Serenados uno y otro y
dispuestos a disfrutar del ambiente y los humildes placeres gastronómicos del
lugar, decidieron “poner entre pecho y espalda” docena y media de
aquellas sardinas que, ensartadas en un palo junto al fuego, se doraban a la
vera de una fogata invitando al aperitivo.
Sardinas, cerveza
y unos “picos” conformaron el menú del improvisado almuerzo. Dispuestos a dar
cuenta de él, uno y otro se acomodaron bajo el emparrado del modesto
restaurante playero y comenzaron el condumio. Apenas iniciado el festejo
gastronómico, un chucho, a todas luces callejero, estimulado por el olor del
pescado y sin duda muy hambriento, se les aproximó. Confiando sin duda en
participar de la pitanza, se sentó sobre las patas traseras a prudente
distancia y fijo su mirada en el pescado. El abuelo, intuyendo que aquel perro
era de los que no le hacían ascos a nada, lanzó al aire los restos de su
primera sardina consumida, y cabeza y raspa no llegaron a tocar el suelo. El
animal, además de estar hambriento, era consagrado malabarista y una por una
dio cumplida cuenta de todas las raspas, de manera que no fue necesario
recurrir al cubo de la basura para dejar limpias y ordenadas mesa y entorno.
Acabado el
humilde ágape, el perro, que entre raspa y raspa había descubierto algunas
muestras de aprecio entre jaleos y palabras de ánimo — ¡bien chucho!,
“¡come, come que tienes más hambre que Dios talento”!— dichas en tono
cariñoso y comprensivo por parte de ambos comensales, cuando decidieron
abandonar el lugar, siguió tras ellos con absoluta sumisión. Tanta que, a punto
de tomar el autobús para regresar al chalé, el perro permanecía a su lado en la
parada y con ellos se introdujo en el vehículo. El conductor, apenas contenida
la irritación por semejante despropósito, se dirigió al abuelo en términos
conminatorios instándole a que bajara con el can: —“Señor, no se puede
entrar con perros en el autobús; haga el favor de bajarlo”— le espetó
airado. — “¡A mí que me llora! ¡El perro no es mío! ¡Dígaselo usted a él!”,
contestó al abuelo tan sorprendido como el conductor de la audacia del animal
que caminaba por el pasillo tras de sí.
Mal que bien y
con un “humor de perros”, conductor y
viajeros consiguieron echar al chucho y depositarlo en la acera. Se cerraron
las puertas y el vehículo reinició su interrumpida marcha. Al poco rato padre e
hijo llegaron a casa y, milagrosamente, minutos más tarde también lo hizo el
perro que desde la verja de entrada los miraba con significativos ladeos de
cabeza. “Pero, jodío chucho”, exclamó el abuelo, admirado de tan
insólita y espontánea fidelidad mientras caminaba hacia él. Entre deseos de
mostrarse amistoso o azuzarle para que marchara, prevaleció la primera
intención y en ello estaba cuando se aproximaron un par de rubias normandas,
bien entraditas en años, que también hicieron carantoñas al animal: —“¡Bonito
pegggo!” — comentaron ambas con entusiasmo. Porque el perro —todo hay que
decirlo—, a pesar del evidente abandono que mostraba, no tenía mala estampa y
sus maneras le acreditaban como buen compañero y seguro amigo. — “Se les
gusta a ustedes se lo regalo” — contestó el abuelo con su habitual sonrisa.
Sorprendidas por
la propuesta y sin duda sensibles a la idea de adoptarlo como mascota, ambas le
miraron con cara de estar dispuestas a aceptar el obsequio, ya encariñadas con
el animal que aceptaba sumiso y receptivo sus carantoñas. El abuelo, animado
por la perspectiva de quitarse el perro de encima sin violencias, añadió
concluyente: — “Pero se lo daré con
la condición de que compren ustedes una buena ración de sardinas”.
Las mujeres,
perplejas, le miraron pensando que tan singular propuesta no podía venir de una
persona cuerda o que su mal castellano no había interpretado bien la condición.
Aún así, y después de conocer que el chucho callejero no formaba parte de
aquella familia, asintieron de buena gana decididas a adoptarlo de inmediato.
Pero el perro, que de ningún modo estaba dispuesto a abandonar la que suponía
su garantía de sustento, cuando las dos mujeres intentaron llevárselo, siguió
aferrado a la acera entre gruñidos de rechazo y sin intención alguna de
moverse.
Sin embargo, no
pasó mucho tiempo hasta verse a las dos señoras marchando calle arriba con el
ya sumiso perro olisqueando la bolsa de sardinas recién mercadas según las
instrucciones del abuelo. Padre e hijo, a punto de descomponer la figura a
carcajada limpia, observaron a las airosas mujeres seguidas por el perro que
ahora, con el rabo enhiesto y la mirada inquieta, no apartaba su hocico de la
bolsa mientras el abuelo concluía: —“Lo que es el hambre, Eliseo; hasta un
chucho callejero te vende por medio kilo
de sardinas —.
Muchas veces contó esta y otras
historias semejantes al calor de reuniones familiares hasta que la demencia
senil o el Alzheimer, o cualquiera de las múltiples formas de patología que
acosan a la mente, nos privara del placer de su risa contagiosa y del modo
festivo de ver el mundo hostil que le tocó vivir, y al que hasta en las
ocasiones más dolorosas siempre “se ponía por montera”.
Burgos Octubre 1977
Eduardo
García Saiz
No hay comentarios:
Publicar un comentario