Una muestra entrañable de convivencia entre alumnos
con motivo de una excursión a Fuensaldaña
Tengo la mente confusa y agobiada
por el hecho de haber escrito un par de libros, sin atender a la demanda de
igualdad en la mención genérica de las personas, con la alusión expresa de ambas dignidades —masculino y femenino— según el uso reiterado y gramaticalmente anómalo que es moda.
Especialmente en el segundo de los libros en el que, entre otras cosas, y para agilizar la
lectura, he excluido repeticiones de ambos géneros (niños/niñas, chicos/chicas, alumnos/alumnas), etc. que, además de no aportar
nada especial a mis propósitos relatores, respeta el uso del
sustantivo común con el valor ambivalente de ambos géneros masculino y femenino como forma tradicional.
Es fácil imaginar las numerosas y apabullantes alusiones a niños, alumnos, chicos, profesores, compañeros, maestros, padres, hermanos, abuelos, etc. que han desfilado a lo largo de mis entrañables recuerdos de cuarenta años de escuela. Sin embargo, es un hecho, nada discriminatorio por otro lado, que inclina a mi mente, ¿atávica?, a interpretar con el nombre común la imagen de ambos géneros. Supongo que las nuevas generaciones, de dirigentes políticos, por ejemplo, necesiten matizar las diferencias por razones que ignoro y que quizá sea solo mi tendencia ancestral la que acusa cierta incomodidad cuando escucho reiteraciones innecesarias. Y, perdóneseme, a menudo me huelen a coba.
Es fácil imaginar las numerosas y apabullantes alusiones a niños, alumnos, chicos, profesores, compañeros, maestros, padres, hermanos, abuelos, etc. que han desfilado a lo largo de mis entrañables recuerdos de cuarenta años de escuela. Sin embargo, es un hecho, nada discriminatorio por otro lado, que inclina a mi mente, ¿atávica?, a interpretar con el nombre común la imagen de ambos géneros. Supongo que las nuevas generaciones, de dirigentes políticos, por ejemplo, necesiten matizar las diferencias por razones que ignoro y que quizá sea solo mi tendencia ancestral la que acusa cierta incomodidad cuando escucho reiteraciones innecesarias. Y, perdóneseme, a menudo me huelen a coba.
Mi vida familiar y social me ha deparado
el inapreciable valor de la mujer desde que nací, y a los pocos años me
relacioné con las niñas del parvulario local, —de
las que lamentablemente me separaron al iniciar la escuela primaria— y recuperé al iniciar
los estudios de bachillerato. Y si algo no necesito ahora para estimar el valor
de la mujer en mi vida, diré, entre otras muchas cosas, que, si he sido maestro
se lo debo al empeño de mi madre; que su ejemplo de energía y laboriosidad
siempre ha sido mi referencia y señalado mi rumbo; que, si he cumplido
56 años de vida de matrimonio feliz, se lo debo a mi esposa; que si mi condición
de padre es el mayor orgullo que muestro cuando me refiero a mis dos hijas,
ambas docentes, se lo debo a ellas; y que, si he sido afortunado maestro de
escuela, compartiendo claustros con mayorías de compañeras, de las que he
aprendido a ser padre entre mis alumnos, se lo debo a ellas… De manera que su dignidad en nada
me ha impedido valorarlas con equidad por el hecho de no mencionar el femenino cuando
me refiero en común a mis alumnos, porque lo que se grabó en mi mente escolar fue una imagen paralela e indivisible de ambos formando unidad.
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