viernes, 12 de julio de 2013

DE BICICLETAS Y CABRIOLAS

Llegar a la jubilación, en razonable estado de salud, es una de las metas más anheladas por quienes han dedicado su dilatada vida laboral a ser útiles a sí mismos y a los demás en cualquier actividad humana. Cuando llega este momento, uno confía en disfrutar de las aficiones más o menos secretas que el ajetreo del afanar le ha impedido llevar a cabo y se dispone a disfrutarlas a pleno pulmón. De entre todas ellas quizá la “dirección de obras” y el caminar sean las más socorridas y que menos experiencia reclaman. La primera significa, además de observar y criticar, la posibilidad de contrastar pareceres con otros “expertos” con los que al final se termina hablando de la traída de aguas a la villa de los contertulios o de la construcción del silo en tu pueblo. La segunda, te permite descubrir aspectos desconocidos de la ciudad en la que has consumido tu vida entre multitud de vicisitudes de toda índole, con experiencias de todo signo, incluidos ―¿por qué no?― los momentos ingratos, que, según la voz popular más pesimista, son los más frecuentes.

Sin embargo, tal parece que este segundo entretenimiento se esté convirtiendo en los últimos tiempos en una actividad harto peligrosa desde que el ilimitado concepto de libertad y la tan manida tolerancia hayan disparado al alza las cotas menos razonables del derecho de todos. Especialmente cuando uno se dispone a hacerlo por un “carril peatonal” en horas punta. Supongo que ya se me habrá entendido la doble intención con la que empleo el término carril porque la acera hace mucho tiempo que ha dejado de ser de uso exclusiva para peatones  obligados a compartirla con múltiples versiones de vehículos de dos ruedas. Es cierto que la inmensa mayoría de los ciclistas que la invaden se suelen comportar discretamente y que en muy raras ocasiones lo hacen de forma avasalladora; pero hay también algún grupo de mozalbetes que la están convirtiendo en una especie de gymkhana para la que los peatones son los obstáculos a sortear. Hasta esto sería disculpable si no fuera porque imprimen a las piernas el máximo de su fortaleza física y, a su habilidad, las más arriesgadas cabriolas con las que consiguen amedrentar a todos. De nada sirven las reconvenciones o palabras airadas ─en ocasiones especialmente gruesas─ de los caminantes porque, aun mediando estas, los recorridos son maquinados de ida y vuelta y, al morbo del riesgo, los chicos añaden la deliberada provocación a los viandantes críticos en sucesivas pasadas.



Hablar de mayor enfrentamiento con los ciclistas de las aceras, si supera los límites de la mesura, puede terminar con el valiente convertido en culpable de comportamiento reaccionario o, cuando menos intransigente y, si se me apura, con los huesos en urgencias hospitalarias. En estas ocasiones uno se pregunta, además de por qué tienen lugar estos atropellos, a quién compete evitar que se produzcan. No es mi intención entrar en detalles del quién, cómo y cuándo debe ponerse el dedo en la llaga, porque en alguna medida todos somos culpables de los múltiples abusos como este y de otro tipo que se cometen invocando deslealmente la tolerancia. 





Imagen de Google

Al fin, y a título de ocurrencia peregrina, se me ocurre la solución más adecuada para el caso que nos ocupa. Desde que el carril bici se está abriendo camino en la ciudad, tengo que proclamar que es esta la vía más segura para los andarines porque por ella se mueven las bicicletas más responsables y prudentes. Cierto que hacen sonar sus timbres con evidente desasosiego y en ocasiones no admiten de buen grado la invasión del caminante pero ni producen riesgos ni atropellan. A ellos vaya mi profundo agradecimiento y la demanda de un poco de paciencia hasta que las aceras vuelvan a ser lo que siempre fueron, “orilla de la calle o de otra vía pública, generalmente enlosada, sita junto al paramento de las casas, y particularmente destinada para el tránsito de la gente que va a pie.”

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