Llegar a la jubilación, en razonable estado de
salud, es una de las metas más anheladas por quienes han dedicado su dilatada
vida laboral a ser útiles a sí mismos y a los demás en cualquier actividad
humana. Cuando llega este momento, uno confía en disfrutar de las aficiones más
o menos secretas que el ajetreo del afanar le ha impedido llevar a cabo y se
dispone a disfrutarlas a pleno pulmón. De entre todas ellas quizá la “dirección
de obras” y el caminar sean las más socorridas y que menos experiencia
reclaman. La primera significa, además de observar y criticar, la posibilidad
de contrastar pareceres con otros “expertos” con los que al final se termina
hablando de la traída de aguas a la villa de los contertulios o de la
construcción del silo en tu pueblo. La segunda, te permite descubrir aspectos
desconocidos de la ciudad en la que has consumido tu vida entre multitud de
vicisitudes de toda índole, con experiencias de todo signo, incluidos ―¿por qué
no?― los momentos ingratos, que, según la voz popular más pesimista, son los más frecuentes.
Sin embargo, tal parece que este segundo
entretenimiento se esté convirtiendo en los últimos tiempos en una actividad
harto peligrosa desde que el ilimitado concepto de libertad y la tan manida
tolerancia hayan disparado al alza las cotas menos razonables del derecho de
todos. Especialmente cuando uno se dispone a hacerlo por un “carril peatonal”
en horas punta. Supongo que ya se me habrá entendido la doble intención con la
que empleo el término carril porque la acera hace mucho tiempo que ha dejado de
ser de uso exclusiva para peatones obligados a compartirla con múltiples
versiones de vehículos de dos ruedas. Es cierto que la inmensa mayoría de los ciclistas
que la invaden se suelen comportar discretamente y que en muy raras ocasiones
lo hacen de forma avasalladora; pero hay también algún grupo de mozalbetes que
la están convirtiendo en una especie de gymkhana para la que los peatones son
los obstáculos a sortear. Hasta esto sería disculpable si no fuera porque
imprimen a las piernas el máximo de su fortaleza física y, a su habilidad, las
más arriesgadas cabriolas con las que consiguen amedrentar a todos. De nada
sirven las reconvenciones o palabras airadas ─en ocasiones especialmente
gruesas─ de los caminantes porque, aun mediando estas, los recorridos son maquinados
de ida y vuelta y, al morbo del riesgo, los chicos añaden la deliberada
provocación a los viandantes críticos en sucesivas pasadas.
Hablar de mayor enfrentamiento con los ciclistas
de las aceras, si supera los límites de la mesura, puede terminar con el
valiente convertido en culpable de comportamiento reaccionario o, cuando menos
intransigente y, si se me apura, con los huesos en urgencias hospitalarias. En
estas ocasiones uno se pregunta, además de por qué tienen lugar estos
atropellos, a quién compete evitar que se produzcan. No es mi intención entrar
en detalles del quién, cómo y cuándo debe ponerse el dedo en la llaga, porque
en alguna medida todos somos culpables de los múltiples abusos como este y de
otro tipo que se cometen invocando deslealmente la tolerancia.
Imagen de Google
Al fin, y a título de ocurrencia peregrina, se me
ocurre la solución más adecuada para el caso que nos ocupa. Desde que el carril
bici se está abriendo camino en la ciudad, tengo que proclamar que es esta la
vía más segura para los andarines porque por ella se mueven las bicicletas más
responsables y prudentes. Cierto que hacen sonar sus timbres con evidente desasosiego y en ocasiones no admiten de buen grado la invasión del caminante pero
ni producen riesgos ni atropellan. A ellos vaya mi profundo agradecimiento y la
demanda de un poco de paciencia hasta que las aceras vuelvan a ser lo que
siempre fueron, “orilla de la calle o de
otra vía pública, generalmente enlosada, sita junto al paramento de las casas,
y particularmente destinada para el tránsito de la gente que va a pie.”
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