jueves, 4 de julio de 2013

POR TIERRAS BURGALESAS DE LARA (años cuarenta)




Quintín era una especie de buhonero capaz de endulzar la piedra pómez o vender un ajuar de novia a cualquier esposa y madre de larga prole y, aún así, dispuesta a escuchar su verborrea de halagador curtido. Habilísimo mercader al detalle, recorría las aldeas de las Laras cargado de enseres para satisfacer las demandas de utensilios para el vasar, recipientes para conservar encurtidos, vasijas artesanales para el agua o el aceite y otros útiles domésticos. Tampoco faltaban en su oferta los primorosos candiles de hojalatero que iluminaban el ordeño de las ovejas o los sombríos atardeceres al amparo de la gloria o el fogón. Era ducho en comerciar con pastores y gañanes cuyas artesanías, elaboradas pacientemente en madera de boj, compraba a bajo precio y vendía con pingüe beneficio. Incluso era especialmente diestro en manejar las situaciones más peregrinas con la audacia de quien arriesga poco y disfruta mucho.

En la época de las matanzas del cerdo, allá por San Martín, era tradición que las primeras delicias porcinas fueran motivo para la distendida tertulia de los vecinos varones de la aldea, a la vez que disfrute gastronómico con hogaza, trago de porrón y cigarro. Sin embargo, como no hay cosa humana en este mundo que no tenga su aquél, en estas ocasiones siempre había un desequilibrio entre las aportaciones porcinas y el número de comensales. Eso, que había un tertuliano, y siempre era el mismo, que consumía alegremente de las raciones de todos y nunca aportaba la suya. Los cachazudos vecinos aceptaban de mala gana semejante desfachatez y hartos de sufrir tanto desaire, decidieron recurrir a las mañas de Quintín para escarmentar al glotón insolidario.


Cuando este llevó a cabo la matanza de su cerdo y puso a buen recaudo lo que debería de ser compartido, nuestro héroe decidió el plan a seguir para hurtárselo y comerlo en su ausencia. Efectivamente; cuando el sueño de los vecinos comenzaba su travesía nocturna, de forma insólita y harto alarmante, comenzó a sonar una de las campanas en la torrecilla del templo sin que hubiera caso o razón para tales tañidos. Ni siquiera eran sones regulares alertando a todos de algún fallecimiento inesperado, incendio o desastre natural. Eran tañidos anárquicos y sin secuencia alguna que pudiera ser interpretada según las normas al caso. Pronto se extendió la alarma en la aldea, pensando que había de ser cosa de almas en pena o sortilegios de brujería y, en masa se reunieron los vecinos frente al templo para comprobar que, efectivamente, la campana seguía en su sonar sin averiguar ni el quién ni el porqué. 

Uno de los muchachos más audaces decidió encaramarse a la espadaña de la iglesia y pudo comprobar que nada extraño se observaba en el entorno de la campana y que la cuerda anudada al badajo apenas se movía como lo hacía con el airoso vigor de los días de fiesta. Sin embargo, sí lo hacía como para que sus sones se oyeran claramente. Incluso la temeridad del valeroso joven llegó a más. Con la fortaleza de su años mozos cogió la cuerda y, de un fuerte tirón, la elevó algunos palmos provocando un más que alarmante aullido que sembró el espanto en la concurrencia y especialmente en el muchacho. A punto estuvo el zagal de dar con sus huesos en el suelo pensando en cosa de difuntos airados dispuestos a cometer cualquier desafuero para castigar su felonía. 


Sin embargo, se impuso la cordura y, reclamada la llave del templo a la sacristana de la parroquia, pronto se descubrió el enredo. Con todas las cautelas del mundo abrieron las puertas del templo de par en par y descubrieron la causa del alboroto; allí estaba el mastín compañero de andanzas de nuestro buhonero con la cuerda del campanario atada a su rabo. El animal, tratando de deshacerse de semejante trinca, cada vez que se movía provocaba un leve tirón de la cuerda y el badajo se ponía en movimiento haciendo sonar a la campana. 


La carcajada unánime no fue excusa para no maldecir la añagaza de Quintín que interrumpió de forma tan alarmante el sueño de todos. Este, con la ayuda de un par de secuaces, estaba ya poniendo a disposición de los camaradas la ración de cochino que, gracias al alboroto, fue posible hurtar de la casa del gorrón. La tarde del día siguiente fue el momento para la chufla y el disfrute de la exquisita ración que el “andanas” tenía reservada para otros paladares.

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