viernes, 12 de julio de 2013

EL CAJERO

No me refiero al oficinista tradicional del que uno esperaba impaciente el reintegro liberador de insolvencias cuando los finales de mes se extendían de forma más que alarmante. Incluso en ocasiones –las menos– uno acudía a él, con más soltura en este caso, cuando depositaba en sus manos los humildes ahorros de la alcancía recién esquilmada. Siempre persona discreta, tomaba nota de tus decisiones, entre parsimonias o prestezas, según el caso, y apuntaba en la libreta cada movimiento con la seriedad que corresponde a tan respetable norma del toma y daca.


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Desde esta entrañable y arcaica relación hasta el robot de hoy, aparentemente insensible con nuestros manejos, hay un paso de gigante que provoca desde recelos hasta delirios según la situación contable de nuestras liquideces. Incluso en ocasiones decide por su cuenta si procede o no aceptar alguna de nuestras decisiones económicas como es el caso del que ahora me ocupo.

Era hora temprana de un fin de semana cuando nuestro hombre acude con su tarjeta al cajero para reclamarte una respetable cantidad de euros. Como es lo habitual, introduce la tarjeta en la ranura, siempre insondable, y espera la bienvenida. Pasa el tiempo prudencial y la máquina añade un extra imprevisto para, inesperadamente, decidir algo en sus tripas mecánicas que la impulsa a no colaborar. Nuestro hombre no es nada violento pero su irritación íntima le provoca un cierto desasosiego y una razonables dosis de cabreo. Con esta alarma en el ánimo y la tarjeta en las fauces del artilugio traidor, aplaza el deseo que le obliga a esperar su reclamación hasta el comienzo de la semana inmediata. 

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Una dama, a todas luces anglosajona, ajena sin duda a la peripecia de nuestro protagonista, penetra tras él en el cubículo para llevar a cabo su propia gestión mientras nuestro hombre abandona el espacio con irritación y desconsuelo. 

Con la contrariedad a cuestas, discurren sábado y domingo y el desairado cliente acude el lunes a la oficina principal del banco para recabar información sobre su peripecia. Y la alarma se instala en él al descubrir que el cajero insolente cargó en su cuenta el reintegro denegado. Sin embargo, hay una dama cuya presencia va a convertir en albricias su desconsuelo. Es ella, la mujer rubia que le siguió, la que había recibido sin pedirlo el dinero que se le había negado. Y está en la oficina para devolver los billetes de la frustración. La mujer se incorpora al mostrador y deposita en él un sobre cuyo contenido dice haber recogido del cajero que el pasado sábado se extralimitó en sus funciones. Lo lleva con el propósito de que la institución se lo devuelva a su legítimo propietario que la está escuchando atónito.

No tanto por la recuperación económica, que también, como por el sorprendente gesto que convierte la mañana del lunes en un recuerdo imborrable, impulsa al hombre a mostrarla la más efusiva y sincera de las reacciones con un abrazo que ella, sorprendida, apenas entiende. Tal es el sentido de la honradez que la domina. Decididamente, casi todo el mundo es bueno y él así lo pregona para mostrar a quien quiera escucharle que, afortunadamente casi todo el monte es orégano. Y el que acaba de conocer, de la mejor de excepcional calidad.


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