EL CHUPA
CHUPS
Con la
llegada de las vacaciones, especialmente las del verano, la presencia de los
nietos en casa de los abuelos es como una luz que ilumina los rostros y proporciona
alegría. Donde todo era quietud y serenidad, ellos lo convierten en bullicio,
risas y, por qué no decirlo, algún que otro alboroto.
Siendo todo
esto un auténtico regalo para despertar del letargo el mano a mano de los
abuelos, también tiene algunas servidumbres que, de puro simples y elementales,
sirven para descubrirnos la merma en la agilidad y reflejos que los años nos
han ido robando. Y para muestra un botón.
Cada vez que
una piruleta, un chupa-chups, una bolsa de patatas fritas, cheetos, sobrecitos
de cromos, muñequitos embutidos en plástico o cosa semejante ―con la
advertencia de «abre fácil»― que cae en sus manos, un servidor se echa a
temblar. Estoy dispuesto a admitir mi torpeza y hasta a recibir vituperios,
pero reto a los que me lean esto, a que hagan la prueba con un chupa-chups como
con el que mis dos nietos y yo nos hemos peleado. Sin duda hay un truco, una
muesca, un comienzo que facilite el desenvolverlo, pero conste que, en esta
ocasión, se puso tan terco que ni ellos ni yo conseguimos doblegar su
testarudez. Incluso nos sentamos al amparo de la sombra de una generosa acacia
que nos miraba con evidente conmiseración y en algún momento hasta con
socarronería.
Al final, y
después de marear la bola, fue la más pequeña la que dio con el secreto y con
un leve gesto, «déjame a mí, abuelo» y una uña precisa dio con el final del
envoltorio y la testaruda bolita desveló
su contenido.
Cuando éramos niños también resolvíamos el problema de comernos una granada y¡mira que tiene su aquel comerla con cierta dignidad!
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