El conocido periodista don Manuel Campo Vidal juzgaba negativamente el extendido hábito del «taco» como muletilla frecuente en entrevistas y otros debates en la radio y televisión. Algo que forma parte del paisaje coloquial celtíbero ―frente a unas cañas de cerveza por ejemplo―, no parece lo más adecuado para dignificar la labor de periodistas y políticos cuando el ejercicio de la profesión de unos y la presencia institucional de otros demanda prudentes maneras en el hablar. No voy a ser yo quien añada nada al juicio adverso de don Manuel ―que por otro lado comparto― salvo el hecho de que semejante hábito y en niveles superiores al taco, es algo que demuestra la extendida pobreza en el uso de nuestro lenguaje, salpicado de expresiones abruptas a poco que uno tropiece con la oreja mientras camina por las aceras.
Aún recuerdo aquellos años en los que blasfemar era una falta penalizada con multas de «hasta cincuenta pesetas» cuando el protagonista lo hacía en lugares de concurrencia pública. Incluso permítaseme una frivolidad para mostrar el candor de algunos blasfemos de la época que sustituyeron socarronamente su hábito malsonante por expresiones para el regocijo como lo era aquello de quien, especialmente airado, estaba dispuesto a depositar sus heces coloquiales sobre «los chinches de la cama del sacristán» o «en las troneras del templo parroquial».
En el ámbito coloquial de nuestros tiempos se ha producido un cambio radical y generalizado en el uso de estas «muletillas» por demás semejantes a lo que en otros tiempos era inherente a la condición de carreteros y gañanes a quienes lo soez se indultaba por razón de oficio. Según parece, determinados exabruptos eran la mejor de las fórmulas para estimular a la obediencia de las bestias a las que conducían y, de paso, descargar la ira contra las anarquías y desencuentros que la irracionalidad de los animales provocaba.
Pues bien; tal parece que en estos tiempos se ha recuperado el hábito del taco ―en tono menor― y la palabrota ―en agudos con do de pecho― como fórmula de desahogo en algunos casos y como «cantinela» curalotodo en otros. Incluso no es nada infrecuente que la belleza y el encanto del hablar femenino se haya visto invadido por esta forma de expresión salpicada de desbarros, cuando menos poco elegantes.
Desde luego la libertad y la igualdad caminan paralelas y a nadie se le puede reprochar el uso a su antojo del vocabulario y las interjecciones malsonantes por razón de sexo. Faltaría más. Sin embargo, permítaseme cuando menos una cierta perplejidad consecuente con la dilatada experiencia del vivir. Ahora, en las generaciones de las nacidas en los años cuarenta a sesenta no es fácil escuchar exabruptos en la mujer acostumbrada a otros modos más discretos en la conversación. Y, si alguna incluye en la tertulia algún taco de bajo calibre, no sólo no resulta reprobable, sino que sirve de aliño jovial al conjunto de la expresión.
Pero coincidir con un grupo de ruidosos/as quinceañeros/as, en plena lucha verbal por sacar adelante sus propuestas lúdicas, puede revelar la zafiedad más deplorable para quien no está curtido en los modales de la relación moderna entre amigos y amigas. Y aquí es donde está el meollo de la inelegancia. Los «acogotados» tiempos de los años cuarenta a setenta, repletos de censura para esta peculiar maña, han dado paso a las libertades democráticas en que, sin saber por qué, han reverdecido aquellas trallas a las que los carreteros añadían sus «sonoras» imprecaciones.
Sólo una réplica como hombre de letras. Aludir a los atributos masculinos para usarlos envueltos en imprecaciones «de apoyo coloquial» parece que, cuando se pronuncian en bocas femeninas, produce una cierta perplejidad y, para quienes peinamos canas y aprendimos a valorar la feminidad de los modales, un desencanto.
Por lo demás, mis respetos para el grupo de quinceañeros/as que me han dado la oportunidad, ―por otro lado indeseada―, de participar de su tosco vocabulario, cuando menos, poco cauteloso. Si acaso, reclamar para el futuro un poco más de cordura en los decibelios. Aliviaría un poco la desilusión.
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