Hace ya de esto muchos años, tantos que ya he
perdido la cuenta del momento de la anécdota que me ha recordado el aniversario
de los cuarenta y cinco años cumplidos desde que el primer hombre puso sus pies
en la luna. Fue en el día 21 de julio de 1969 cuando el comandante
Neil Armstrong puso su pie en la superficie lunar. Eran las 2:56, hora
internacional. Seis horas y media antes, el módulo lunar se había posado al sur
del Mar de la Tranquilidad.
«La
televisión transmitió en directo este acontecimiento. Millones de personas, en
todo el mundo, asistieron con emoción al momento en el que, por primera vez, el
hombre llegaba a la Luna. Primero bajó Armstrong y el mundo entero contuvo la
respiración. Entonces, se le oyó decir aquella frase que ha pasado a los libros
de historia: «Un
pequeño paso para un hombre, un gran salto para la Humanidad».
Sin embargo, y por lo que se ve, no parece que el
desarrollo del proyecto y el resultado final de la llegada, hayan confirmado
definitivamente la credibilidad de la hazaña
a lo largo de los cuatro puntos cardinales de la esfera terrestre. Desde luego
tampoco en la piel de toro. Porque este día, siguiendo habitual costumbre
diaria de la emisora de radio Onda Cero, se convocó también al auditorio de
«fósforos» ―según peculiar apelativo para los adictos al programa― para que
mostraran sus personales vivencias en el momento del alunizaje. El que más y el
que menos, vivió, según pude comprar, desde en múltiples estados de inquietud,
considerando la audacia como un riesgo alarmante para la integridad física de
los astronautas, hasta una tensión de las de pellízcame que no me lo creo. Pero no todo fueron parabienes porque, entre
los fósforos, se despachó uno que, libreta en mano y recopiladas en ella las
sucesivas visitas a la luna que, según en él, en ningún caso se produjeron, dio
por hecha la falsedad porque se abortó la difusión televisiva de las mismas y
eso era muy sospechoso.
¿Que qué tiene que ver todo esto con la anécdota de escuela
prometida? ―en este caso de una maestra destinada en un agreste lugar del páramo
burgalés―. Pues en que, en este caso, se coordinaron la desconfianza y la
rudeza del opinante al considerar absolutamente falsa de credibilidad la rara
costumbre de la Tierra que se pasa cada uno de los trescientos sesenta y cinco
días empeñada en un ciclo anual para dar la vuelta alrededor del Sol. Y desde luego nada
más aberrante que enseñar a los niños que el Sol no se mueve y que es la
juguetona Tierra la que se entretiene girando a su alrededor durante las veinticuatro horas con las que completa el día.
La niña, hija del pastor de ovejas del lugar, volvió
triste y compungida a clase al día siguiente de la lección aprendida. Por lo
visto, el padre llegó a considerar a la profesora como farsante y reo de
falsedad, cosa que ofendía al cariño que ella la profesaba. —«A él le podían
venir con semejantes monsergas después de comprobar día a día, desde los doce
años que sus padres le dedicaron al pastoreo, quien se movía alrededor de quien». —«¡¡El sol —le había dicho a la pequeña, entre irritado e insolente—, sale por las mañanas por detrás de los riscos de la Cueva del Moro y, después de pasar a lo
largo de la mañana y la tarde por’cima de mi cabeza, las de las ovejas y el perro,
al atardecer desaparece por detrás del aprisco del señor Matías y yo jamás he
sentido semejante baile de la tierra que tengo bajo los pies!!».
Algunos
improperios más debieron de salpicar semejante desaire y la señorita, con buen
criterio y conocida la terquedad del descreído, prefirió dejar para mejor ocasión
una lección particular al pastor y consoló a la alumna con la respuesta de que
el tiempo lo cura todo, incluso aunque la tozudez sea un mal irreparable en algunos casos, y que sólo se puede arreglar con inteligencia y la cultura que ella estaba atesorando.
Ontillera
Julio 2014
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