Tengo a gala el haber conseguido acomodarme a
los nuevos tiempos, aun con sus virtudes y yerros, y aunque mantengo el
talante abierto a todo, no puedo por menos que sentir algunas perplejidades
que, a menudo, me dejan sumido en un
pasmo.
Es el caso que he reiniciado mis habituales
correrías por el carril bici, según me estaban reclamando con insistencia mis
extremidades, mis tendencias lúdicas de jubilado y, por qué no decirlo, mi
familia que quiere para mi vejez la práctica de un poco de ejercicio al aire
libre, según sabios consejos de la naturaleza y los facultativos de turno. Incluso,
para mi seguridad física y mental, mi esposa, hijas y nietos me encomiendan
cada día a toda la corte celestial para que no cometa imprudencias y regrese
indemne. Léase con el vaquero rasgado, la moradura en el pómulo y la bicicleta
para cambiar de modelo.
Pero no es esto lo que quiero relatar hoy.
Siempre suelo incorporarme al carril bici en
el mismo lugar y con las mismas precauciones de prudencia que, entre el sentido
común y los reflejos reducidos por el tiempo, me aconsejan. El caso es que, delante
de mí, pedaleaba airoso otro aficionado siguiendo escrupulosamente la derecha
del carril y sin invadir en ningún momento la acera peatonal que discurre
paralela y unida a este. En esas estábamos ambos cuando a unos escaso metros por
delante, un par de comadres, entretenidas en alegre parloteo, caminaban ocupando ambas
direcciones de nuestra vía. Clamorosa usurpación, según se verá, que mi colega
resolvió haciendo sonar el timbre con una alegre cantinela capaz de estimular al
más reacio de los peatones y que hizo reaccionar de manera furibunda a las dos
caminantes. Efectivamente; ambas mujeres dejaron libre el centro de la ruta no
sin disgusto y al tiempo de increpar al intruso que, según ellas, desconocía la más
elemental de las reglas del ciclista ciudadano. La señal que preside este relato es un lema que practicamos todos, o al menos la mayoría sensata, no por imposición sino por convicción y sentido común. Haciendo caso omiso del vocerío, mi
camarada siguió su rodar, ahora ya libre y, probablemente bastante pasmado como lo
estaba yo.
Escarmentado en cabeza ajena, al llegar a la
altura de las mujeres, que erre que erre seguían caminando por el carril ―y ahora vociferando contra la
falta de civismo de los ciclistas―, tomé la decisión de superarlas, adelantándolas
por la acera peatonal justo en el momento en que, inopinadamente, se
incorporaba a esta una madre empujando el carrito con su bebé. Así que por
escapar de un enredo me metí en otro porque la señora, esta con excelentes
modales, me reprochó a mi también el uso de su espacio, dicho sea de paso, con todo el derecho del mundo.
Según esto, necesito que, desde los poderes
públicos, alguien ilumine mi cacumen herido y me resuelva este embrollo porque, entre ambas alternativas discutibles, a mí sólo se me ocurre la posibilidad de cargar la bicicleta a los hombros y
caminar con ella hasta los caminos por los que antaño discurrían los animales de labor en
las tareas agrícolas. Que en realidad es lo que hacíamos los chicos de los años cincuenta cuando el carril bici no era ni siquiera una quimera.
Don Ramón de Campoamor me hubiera dicho que
«En este mundo traidor,
nada es verdad ni mentira,
todo es según el color
del cristal con que se mira»,
Ontillera
Julio, 2014
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