Hubo una época, en la que mi permanente deseo
de recordar, me impulsaba a coleccionar hechos del vivir con el propósito de
convertirlos algún día en materia para el recuento de experiencias. Tecla en
mano, me lanzaba al folio inmaculado y añadía un nuevo cromo para mi colección
de episodios y recuerdos; excursiones y veladas en familia, viajes con mi Coral
favorita, recuerdos de tiza y escuela, anécdotas para el regocijo…, a los que
últimamente añadí mi versión particular de cuentos para dormir. Ello para
convertir el sueño de mis nietos en un dulce despertar que invariablemente desembocaba
en toda suerte de preguntas entre inquietantes y curiosas; sobre la casa en que
nací, mis padres, mis hermanos, los amigos, el río, las fiestas, las
celebraciones religiosas, la fruta “prestada”, el cerdo convertido en puzle, la
escuela, los maestros, los palotes, la enciclopedia, los godos, la regla de
tres, el mapa mudo, el catecismo,
las monjas tras las celosías, la primera comunión, la vestimenta de
monaguillo, el río, la pesca, los mercados, los pepinos afanados, el Sr.
Antonino -guardia municipal-… Todo ello tenía una respuesta amasada con la
levadura humana del entorno que envolvía cada relato y que conformaba un
ambicioso inventario de evocaciones con destino al libro abierto de la historia familiar. Así
llegaron a buen fin las Memorias de un
Sexagenario Adolescente que tantas alegrías me está proporcionando. Bendita
sea la benignidad de mis lectores, a los que debo semejante placer y, desde
luego, a la ayuda que me han prestado para llevar a cabo este proyecto sin
concluir en “desastre económico”.
Dice Alaska, cantante a quien admiro por su
bien decir y su verbo cálido, que, sin duda, padece de un Complejo de Diógenes
solapado por cuanto su tendencia a coleccionar es algo atávico en ella. Y por
ahí parece que camino yo –salvando diferencias a su favor– como alma gemela que tiene la casa repleta de
cosas, generalmente poco útiles como ya he dicho,
pero que nunca serán sustituidas por
unos resabidos píxeles incapaces de palpar el valor humano de cada objeto
guardado. Así que, bendito Complejo que a ambos nos ha llevado a aferrarnos al
nimbo que cada cromo sustenta.
Y este es mi preámbulo, acaso tedioso, para
desvelar mi propósito. Como acabo de relatar, soy un coleccionista nato empeñado
ahora en reunir lectores en torno a mi humilde libro de Memorias. Quiero para todos los que así lo deseen, la
oportunidad de juzgarlo gratuitamente y de paso disponer de una especie de
manual de recursos del abuelo, destinado a compartirlos con los nietos a la hora de dormir. No, no se trata de leérselo a
ellos. Mi propósito es que hurguen en su memoria como yo lo he hecho y
descubrirán cuán hermosa ha sido su vida, y en cuántas pequeñas aventuras hemos
coincidido. Y lo que es mejor, con cuánta gratitud lo recibirán los pequeños.
Ah¡ y no se alarmen si los niños se duermen antes del desenlace porque ello significará que el relato inacabado volará libre en sus sueños para regresar por la mañana envuelto en preguntas; -abuelo, ¿y cómo? -abuelo ¿y por qué?, abuelo ¿y dónde…, y abuelo…, y abuelo………………..?
Ah¡ y no se alarmen si los niños se duermen antes del desenlace porque ello significará que el relato inacabado volará libre en sus sueños para regresar por la mañana envuelto en preguntas; -abuelo, ¿y cómo? -abuelo ¿y por qué?, abuelo ¿y dónde…, y abuelo…, y abuelo………………..?
Pinchar en el enlace que incluyo debajo del libro y en unos instantes
podrán tenerlo a su disposición con todo el cariño de quien lo escribió.
Eduardo García Saiz
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