“A cantar me ganarás y a ponerte la
montera,
Pero tocante al trabajo tienes muy
mala manera”
(Muchas veces se lo oí cantar a mi
padre...)
Desde hace mucho tiempo, cubrirme la cabeza con una prenda ha sido de esos deseos no cumplidos que a uno lo convierten en sumiso de la estética obligada y resignado al atuendo convencional. Ignoro qué resortes de mi voluntad me han inclinado siempre a semejante despropósito, pero ahora que los años, la vergüenza y la experiencia me lo permiten voy a hacer un intento de razonar el porqué.
Tengo grabada en la mente la inconfundible imagen de mi padre cubierto a diario con airosa boina, que sólo abandonó en los últimos años de su vida y ello por culpa de las migrañas. Sólo se descubría ante Dios y ante cualquier mortal que mereciera su respeto. El aire especial que le confería era una muestra exquisitamente gráfica de su manera de ser. Solía decir que “había que ponerse al mundo por montera” y de verdad que lo hacía. La gracia con que se calaba la prenda, el campechano ladeo que la imprimía y el talante abierto y generoso con que discurría su vivir me permiten llegar a semejante conclusión. Siempre he querido parecerme a él y aún sigo en el empeño. Probablemente así se explique mi inclinación.
Hoy, desde la ternura que me inspira su recuerdo y el profundo respeto que su imagen me infunde, tengo ya elaborada la primera parte de mi tesis; me reconozco indigno de cubrirme con ella porque jamás responderé adecuadamente ni a su talante ni a su dignidad y, desde luego, tampoco a su donaire para llevarla dignamente.
Quede así claro que me he impuesto la doble obligación de ser respetuoso con mi padre y consecuente con mis principios. Con ello, y a mi pesar, queda eliminada la mejor opción de cubrirme las canas con una boina semejante a la suya. Y lo siento porque descartada ésta, no renuncio a cubrir mi cabeza como reclaman mis componentes genéticos, mi incipiente calva y, desde luego, mi soberana voluntad.
He probado toda suerte de diseños, tanto tradicionales como de alta costura, tratando de armonizar mis aspiraciones con la estética del momento, la oferta del mercado y el desembolso más razonable. Desde el sombrero cordobés hasta el tradicional hongo británico he probado de todo. Con el primero, la carga de complementos imprescindibles para llevarlo con el gracejo necesario lo hacían impensable; caballo jerezano, botas altas de Valverde del Camino, un cortijo en Andujar y, lo más difícil, esposa a lo Estrellita Castro. Para el hongo británico no había otra posibilidad que estilizar mi escueta figura de pívot fracasado y cubrirla con traje de príncipe de Gales, paraguas de luto riguroso y, a ser posible, ocupar escaño en la cámara de los Lores. No quiero hablar de mi desencanto cuando me vi obligado a desistir ante el fascinante “salacot” a lo Eudald Carbonell, sin un mal yacimiento arqueológico que llevarme a la pala. Tampoco tuve suerte con la gorra marinera, guarnecida con pasamanería de seda y adornada con brillante ancla al frente. Ni que decir tiene que no poseo ni una tosca tabla de surfing que impulsar aguas abajo del Brullés ―dignísimo río de mi pueblo en el que aprendí el “arte natatoria”― que, además, tiene por fama reducir caudal durante el estío.
Por mi encanecida testa han desfilado barretinas catalanas, panamás, turbantes ―ahora que están de moda—, gorro cosaco, toda suerte de viseras y cómo no, sombreros; mexicanos, cordobeses, apuntado, calañes, jipijapa, castoreño, chambergo, de copa, jarano, jíbaro, charro, encandilado, flexible, hongo, gacho, redondo, catite, cano, candil, clac, de canal... cascos de bombero, de minero, de albañil, gorritos incas, de cosaco, gorras de baseball, birretes, tejas, penachos sioux, morriones, tricornios… Hasta “El sombrero de tres picos” de Falla he probado. Con la presencia de mis asesoras féminas ―esposa, hijas y nieta― más que elocuentes en el rechazo a cada intento de salir “calado” de la tienda con cualquiera de los tocados que menciono, a punto estuve de desistir y aceptar de por vida mi imagen gris de jubilado primario (recuérdese que nunca fui de Secundaria).
Pero fiel a mi fama de camorro probado ―arriesgando maledicencias, dimes y diretes― y sin el consejo de un docto amigo de los que ahora denostan mi decisión, opté en solitario por calarme lo que más se parecía a mis aspiraciones; gorra negra ―el recio color de la boina de mi padre― y con aire irlandés, sin que sepa muy bien por qué, —acaso porque la capital de Irlanda es Dublín—. Y, lo que es más, animado del propósito de iniciar con ella un proceso de reconversión destinado a disfrutar del bien ganado derecho a vivir de ella a poco que la ocasión me lo depare.
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