(Miércoles 04-abril-2012)
Ignoro como ha de ser para los habituales del puente aéreo Madrid-Barcelona, acostumbrados a viajar en avión como una secuencia más de su ajetreo diario personal, pero para quien tomar un avión es algo así como casarse en segundas nupcias, la cosa tiene su intríngulis. No, no es que le acogote a uno la sensación de vértigo o la de un posible chapuzón para relacionarse con los tiburones martillo en aguas del Atlántico. La cosa tiene otros vértices menos agoreros.
Desde aquella noche de mayo del 1793 en que nuestro ilustre paisano burgalés, Diego Martín Aguilera, emprendió su primer vuelo en la peña más alta del castillo de Coruña del Conde con destino a Burgo de Osma, parece que la desbordada imaginación de niño, siempre inclinada a venerar audacias, me inclinó a pensar que como decía mi padre «en la vida, hay que probar de todo y usar de lo mejor». Así que con esta premisa, hubo una época en mi vida de adolescente en la que me atrajo «seriamente» la idea de convertirme en paracaidista. Y por lo que se ve, tampoco yo era el único soñador de la villa en que nací, porque alguno lo intentó artesanalmente con la ayuda de un paraguas familiar con fallo incluido. El resultado de su hazaña figura en la página 139 de mis Memorias que «la pléyade de mis asiduos» a este blog ya conocen.
Al grano. La primera vez que subí a un avión significó para mí una especie de «bautizo rumboso» que me entretuvo doce largas horas entre cábalas, reniegos y algún que otro sobresalto. Incluso con anécdota para el sonrojo. Porque en mi afán de ser comedido, prudente y discreto no osé moverme del atraque de mi asiento hasta que la vida orgánica, ajena a mis devaneos, me obligó a tomar la inevitable decisión. Sin embargo, ninguna de estas prudencias sirvió para pasar inadvertido porque en mi afán de no desnivelar la trayectoria del «Boing 727», caminé por el pasillo en dirección al escusado como quien pisa huevos, válgaseme la expresión, del mismo modo que lo había aprendido embarcado con mi amigo Eduardo quien, aguas abajo del Pisuerga en Valladolid, me bautizó como navegante.
Desde entonces, entre los viajes con el Mundo Senior —moderno apelativo acuñado para "aliviar" los conceptos de madurez, ancianidad, vejez, edad provecta, longevidad, y otras acepciones excluyentes que definen la peyorativa percepción de la chochez— y los más estimulantes para disfrutar del cariño de hijos y nietos alejados de casa, he coleccionado una discreta serie de experiencias entre sueños beatíficos, lecturas, películas, gastronomía a lo «Iberia flights» (sin ánimo de crítica) y otras observaciones del entorno viajero.
Salimos de Madrid con una hora de retraso sobre la prevista de nuestro vuelo. Después de los trámites del destape íntimo para personas y «lugage», —o sea y en castizo, bártulos—, y la obligada visita a las «duty free» —ese espacio en el que uno puede adquirir todo lo necesario para transgredir las normas de acceso al avión a precio de usura y sin temor a represalias— iniciamos el recorrido del túnel hasta llegar a la puerta del mastodonte en la que nos espera la sonrisa de la más rubia de las azafatas. No repetiré la experiencia monótona de las instrucciones para caso de «aterrizaje forzoso» ni las maniobras del despegue y aterrizaje, porque para ello tengo grabada la imagen de la muchacha al otro lado de mi pasillo.
Tan pronto comenzó la maniobra voladora, la chica cruzó los brazos tras la espalda, irguió tan vertical como pudo su grácil figura de veinteañera y, después de cerrar los ojos, relajó sus temores cuanto pudo para recuperar el aliento pasados los once mil pies. Yo me dije: se nota que tiene pocos años y quiere mantenerlos vivos al precio que sea. ¡Qué grande y valioso es ser joven! me espetaron mis adentros. Y no es que uno desprecie sus valores invernales, que obviamente cuida con esmero, pero es bien cierto que los millonarios recuerdos acumulados, son ya extenso y satisfactorio bagaje almacenado en el álbum de la existencia, que la joven ha comenzado con sus escasas decenas de cromos del vivir.
El viaje, durante un cuarto de día, se reparte entre somnolencias, gastronomía cuartelera y un poco de cine servido entre nebulosas y atascos. Algo no va bien en el monitor que convierte en desesperante lo que podía haber sido entretenido. Nunca sabremos lo que pasó con el oso. Hay un bebé que lloriquea incansable y, consecuentemente, una madre sometida al borde de un ataque de nervios; una anciana pegada a un peluche gris oscuro, llegado con ella dentro de una jaula minúscula, que dormita serenamente abrazada al chucho. El can no ha dicho una sola palabra en todo el viaje. Ni siquiera para saludar a los presentes. El resto de nuestro entorno inmediato repasa la prensa, lee en una «pizarra» —como las de mi escuela en primaria allá por los cuarenta—, teclea un ordenador o se entretiene peleando con sudokus y crucigramas…
Después de que nuestra joven ha repetido sus gestos y alarmas íntimas y recuperado su apostura tras el aterrizaje, las ruedas del avión nos llevan a la terminal y descendemos del mastodonte. Estamos en Boston, meta final del viaje que nos devuelve a la alegría del abrazo familiar, aplazado desde finales de agosto. Aunque la impaciencia hace mella en nuestro ánimo, no queda otro recurso que el rearmarla y colocarse al final de la larga hilera humana que, inquieta y en algunos casos tensa, espera las burocracias de la salida.
Efectivamente. Esta vez, la impaciencia por respirar el aire de Boston se nos hace especialmente espesa y dilatada. Hay que pasar los trámites de la aduna y confirmar que nuestra dignidad celtíbera acepta de buen grado, normas, controles y sonrisas a media esbozar. Las pesadas maletas repletas de cariño para los que esperan impacientes aguardan resignadas en la cinta mecánica. La interminable cola de viajeros, llegados a USA con multitud de propósitos, se exaspera más que transita por el laberinto acotado en paralelo al que nos hemos unido nosotros. Al fin, lo abandonamos al cabo de una larguísima hora y media de inquietudes y unos pocos minutos de trámites: …«que de dónde venimos, que adónde vamos, que para qué venimos, que cuánto tiempo pensamos estar, que cuánta «tela» traemos, que…» No teman aduaneros, en nuestras «suitcases» no hay ni frutas ni verduras, ni semillas que puedan alterar cultivos, ni siquiera embutidos con delicias porcinas u otras generosas gastronomías de la cabaña rural castellana…
¡¡¡Por fin salimos!!!
Los abrazos de meses, días, horas, minutos y hasta segundos aplazados está siendo realidad. Bienvenidas las contingencias que nos han deparado este placer. Ahora estamos de nuevo juntos y nos vamos a casa. Media hora hasta Salem recorriendo la luminosidad del tráfico. Al final, el siempre ilusionante y multicolor «Welcome», dedicado a los abuelos, nos recibe a la puerta de casa. Es el mejor de los presagios para unos hermosos días en familia.
El cansancio del viaje y las emociones del reencuentro concluyen con el reposo del sueño y, en el silencio de la noche americana, iniciamos el descanso reparador que se prolonga de manera desacostumbrada. Ya se sabe, las emociones y el cambio horario necesitan intimidad y descanso. Buenas noches…
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