Mi amigo
Chema también fue niño y, como es obvio, también hubo de acudir a le escuela a
la que le obligaba su condición de parvulito. Semejante aserto corresponde a
las verdades de Perogrullo pero es necesaria la precisión para convenir que,
con ello, se vio obligado a variar algunas conductas domésticas, por demás siempre provechosas como es el caso.
El hombre,
mejor, el niño, nunca le hizo ascos a la obligación de acudir puntualmente cada
mañana al ágora escolar para memorizar abecedarios, guarismos y oraciones. El recreo y los espacios de disfrute con los amiguitos en cuadrilla
eran el mejor de los argumentos para entusiasmarle lúdicamente y de paso
civilizarse para el futuro. Así que nada que objetar a las disciplinas
mañaneras.
El asunto se
complicó cuando, superado el mes de septiembre y obligado por el calendario
escolar, hubo de acudir con la misma diligencia a la recién estrenada sesión de
la tarde. Semejante despropósito le pilló descolocado porque, devoto genético
de la siesta como cualquier celtíbero que se precie, se le obligó a prescindir
de ella para acudir a su pupitre y rematar allí la tarea escolar del día. Lo
cierto es que su hábito por reposar, después del menú familiar del mediodía,
tampoco era sistemático y estaba sometido a las veleidades de lo que su madre
llamaba cabezonería. Porque el sí o el no de la siesta dependía de su talante del momento y aquel primer día tocó el no con la firmeza de un miura.
Así que semejante
desatino no cabía en su testa y se negó en redondo a acompañar a la madre
cuando esta le urgió para acudir diligente y puntual al centro. No hubo
argumento ni estímulo capaz de doblegarle hasta que intervino el padre. El
hombre, ducho en tretas, utilizó su capacidad para el señuelo y tomándole de la
mano, sin alusión alguna al camino que iban a recorrer juntos, se dirigió a casa
de Alvarito, el amigo del alma, dejando de lado la escuela por delante de la
que ambos pasaron ignorándola. Desde el portal de la vivienda de su colega de
aula, entraron a las cuadras en las que descansaban las bestias de labor, entre
las que se encontraba su amigo sujeto al pesebre que compartía con el
asno.
Ante tan insólita presencia, Chema intuyó la previsible sentencia de su padre en términos más que convincentes:
Ante tan insólita presencia, Chema intuyó la previsible sentencia de su padre en términos más que convincentes:
El hombre no llegó a terminar la propuesta que le había llevado a semejante escenario con el pequeño, porque intuyendo éste la que se le venía encima y, ante la amarga perspectiva de situarse al lado de su amigo acompañando al animal, no fue necesaria más presión para doblegar su tozudez. Desprendiéndose de la mano de su padre y como alma que lleva el diablo, salió zumbando del recinto, tan veloz como sus piernecitas le permitían, y llegó a la escuela en un santiamén. Desde aquella tarde jamás dejó de cumplir su jornada escolar al completo y preparase así para llegar a ser un «hombre de provecho», meta universal que los adultos proponían a los colegiales en los oscuros momentos de apatía escolar.
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