LA CORAL EN MI ÁNIMO
El próximo mes de noviembre se cumplirán treinta y cuatro años que la fortuna me deparó la oportunidad de unirme a un grupo humano repleto de ilusiones, voluntad y entrega para consolidar un proyecto coral. Fue de la mano de quien era ya un acreditado músico burgalés, cuyas manos envolvían las melodías de la música como quien engalana una preciada joya de orfebrería. Éramos compañeros de trabajo en la vida docente y no le resultó difícil incorporarme porque para mí, el cantar en una coral, orfeón o cualquier forma grupal de aficionados era un sueño mil veces aplazado.
Desde aquellos venturosos días en que vi cumplida una de mis más anheladas aspiraciones, he hecho recuento de venturas y descubierto que, no sólo mereció la pena unirme al grupo, sino que en él he aprendido a interpretar el valor de la música coral y las sensibilidades de sus compositores, disfrutado del placer de la amistad, de la recompensa del aplauso, e incluso, con la terapia de un ambiente humano calido y franco, recuperado de las tensiones que le depara a uno el diario vivir.
Pues bien; Juan José Rodríguez Villarroel, aquel generoso amigo que me aupó a las gradas de centenares de conciertos, dejó su batuta, aún caliente, en manos de otro confirmado músico burgalés, César Zumel Vaquero, quien no sólo mantiene la calidez de la dirección recibida sino que está logrando añadir espléndido currículo y valores a los ya conseguidos en la dilatada cadena de éxitos que enorgullecen a la agrupación. El último en el concierto del pasado día veinticuatro con el que concluía el magnífico Pregón de la Semana Santa burgalesa.
Vaya para ambos mi profundo respeto y el más sincero agradecimiento por su bien hacer, entrega y generosidad. Como muestra de mi personal estima, incluyo el breve vídeo de una de las intervenciones a las que añadió su excepcional sensibilidad mi admirado músico Diego Crespo Ibáñez, interpretando piezas de Antonio de Cabezón. Todo ello al amparo de las naves góticas de una de las catedrales más bellas de Europa.
E.G.S.
POR QUÉ ME HICE CORALISTA
Noviembre 1978
Yo conocí a Juan José R. Villarroel el año 1978 en el que se incorporó al equipo de profesores del Colegio Apóstol San Pablo de Burgos que había iniciado su tarea como centro docente de Primaria hacía tres años. Era, por tanto, un espacio en el que todas las iniciativas eran bienvenidas teniendo en cuenta su bisoñez y los muchos afanes de todos por conseguir calidad y eficacia docente.
Los sucesivos años de tarea escolar en común los recuerdo con emoción porque significaron, junto a él y otros excelentes compañeros y compañeras, un importante periodo de mi vida como maestro, empeñados como estábamos todos en sacar adelante un Colegio cargado de incertidumbres. Después de algunos cursos de vida profesional compartida, el destino decidió mi ausencia del centro y Juan fue el encargado de recoger el testigo y asumir las responsabilidades de dirección que yo abandonaba. El tiempo confirmaría que el relevo quedó en las mejores manos.
En los años vividos en común esfuerzo docente, la Coral San Esteban era permanente motivo de conversación en nuestros momentos de asueto y, en ellos, Juan explicaba, con la vehemencia que le caracteriza, sus afanes y proyectos impregnados de un entusiasmo contagioso que yo, proclive a la música coral por afición y convicciones, pronto asumí para caer en las redes de la causa. Tras su amable y calurosa invitación, me incorporé a la Coral sin otro bagaje musical que el de mi osadía y tan privilegiado valedor. No era la mía una aportación valiosa por cuanto mis conocimientos musicales se reducían a distinguir el pentagrama de unas pautas de caligrafía escolar, pero entre él y los magníficos coralistas del momento, que me recibieron con los brazos abiertos, conseguí hacerme un hueco en la siempre discutida e injustamente denostada cuerda de los bajos. A partir de ese momento, una sucesión ininterrumpida de experiencias felices me han hecho bendecir permanentemente la hora en que tomé tal decisión. Y entre todos ellas, la convivencia con gentes tan heterogéneas como encantadoras quizá haya sido, al margen de los indudables valores musicales disfrutados, la mejor recompensa.
Durante mi presencia como coralista he acuñado una valiosa carga de emociones, gratísimas experiencias, celebradas anécdotas y, por encima de todo, entrañables amigos y amigas que engrosarán siempre mi particular colección de afectos. Con todo ello pretendo mostrar lo que un colectivo, unido por intereses en perfecta armonía, puede hacer para conseguir ese trozo de felicidad que tan escurridiza se nos muestra a menudo.
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