ANTAÑO (años cincuenta)
(Pintor RODOLF ABBAD)
Entrañables murales expuestos en el Hogar del Jubilado,
salón de la sucursal de CajaCírculo en Villadiego
salón de la sucursal de CajaCírculo en Villadiego
Ganados, hortelanas y otros mercaderías (de mis Memorias)
"......Al reclamo de aquellos tropeles humanos, presentes en el
mercado o las ferias, llegaban también las hortelanas de Melgar de Fernamental en sus tartanas de mulas repletas con los productos de las huertas. Frutas y
hortalizas, tras la descarga, se apilaban en pirámides de un lado a otro de la
plaza bajo la complaciente mirada del Padre Flórez. Nosotros también mirábamos
aquella gigantesca despensa verde pero con ojeadas menos confesables. Sustraer
alguno de aquellos apetitosos pepinos o un pimiento morrón para saborearlos
lejos de la plaza, representaba todo un reto que siempre había alguien
dispuesto a superar. Provisto de una larga vara de carretero con aguijón bien
afilado y una buena dosis de audacia la cosa parecía posible. Y a menudo se
conseguía pasando la vara entre las piernas de los numerosos clientes y
curiosos de los puestos. Escondido tras ellos, bien lanceado el pimiento y
discretamente arrastrado a través de la muralla humana, al osado ya sólo le
quedaba correr con él tan veloz como lo permitieran sus piernas. En ocasiones,
la hortelana descubría la desvergüenza y vociferando a grito pelado, más por
burlada que por hurtada, conseguía amedrentar al ratero con sus improperios y
este abandonaba el botín para huir aún más despavorido si cabe. Cuando la
empresa llegaba a buen fin, el pimiento era, más que un premio a la audacia, un
castigo a la glotonería porque en ocasiones picaba que alampaba y no había
valiente que soportara semejante escarmiento en la boca.
Pero la
Plaza Mayor no era el único lugar en el que se desarrollaban las ferias. La
villa disponía también de otras plazas en las que se facilitaba la concurrencia
por separado de animales, productos alimenticios y ofertas artesanales o de la
escasa industria del momento. Cierto que en aquel recinto, además de las
hortelanas, se ubicaban los vendedores de aves y huevos, conejos, legumbres,
quesos, frutos secos, semillas, plantones, aperos para la labranza, toda suerte
de recipientes de alfarería y un largo etcétera de artículos que en los pueblos
de la comarca raramente se podían conseguir. Además, allí estaba situada la
mayor parte del comercio de la villa en el que los visitantes podían adquirir
desde unas alpargatas de cáñamo hasta un ajuar completo para la novia, pasando
por una extensa oferta de mercería, droguería, ferretería, materiales para la
construcción, etc. Y, como regulando aquella amalgama, allí estaban también la
mayor parte de bares y tabernas del pueblo dispuestas a calmar la sed y el
apetito de todos y facilitar las relaciones comerciales de tratantes y aldeanos
entre trago y cigarro.
En el
resto de las plazas se situaba toda la fauna doméstica llegada en ocasiones
desde otras provincias y presta para ser vendida al mejor postor. Así, en la
extensa plaza próxima al templo de Santa María se reunía todo el ganado bovino
y los équidos en espacios separados entre sí. El gigantesco rebaño de bueyes,
vacas y terneros se situaba junto a los aledaños del matadero municipal y, el
ganado mular, caballos y yeguas ―aquellos gigantescos percherones de cuartos traseros como
divanes, traídos a la feria desde Holanda según algunos enteradillos, ¡vete tú a saber…! ― se arremolinaban
en torno al crucero de piedra entonces ubicado a pocos metros del templo. En la
plaza de los Mártires de la Tradición podían verse todos los tamaños de puercos
—algunos de dos patas―
con
sus ruidosos lechoncillos apenas recién nacidos. Y en la plaza de Roma —en la
que estaba instalada la báscula municipal para el pesaje de animales―, se exponían las
ovejas y los corderos que alfombraban el suelo con sus peculiares cagarrutas.
Entre todo
este mundo animal se movían tratantes y ganaderos practicando unos y otros el
regateo y confirmando sus ajustes con un estrecho apretón de manos que
equivalía al más sólido de los contratos ante notario. Por allí andaban también
los gitanos capaces de convertir un jamelgo escuálido o un asno macilento en
vigorosas bestias de montar. Y, cómo no, por allí andábamos nosotros sorteando
astas, rabos y coces, provocadas a veces estas últimas por el aguijón bromista
de Manolo ―entrañable amigo
de la infancia―
que
se desenvolvía como pez en el agua entre aquel zoológico. Alguna vez voló por
los aires corneado por las astas de un novillo poco amistoso que bien podía
haberle descalabrado si la Providencia no hubiera estado al quite. Como muestra
del lance, exhibía después algún rasguño delator que más que una herida
dolorosa era para él un valioso trofeo de safari.
El mercado
de los cerdos, a pocos pasos de mi casa, era un espacio emplazado bajo los
soportales de la Plaza de los Mártires de la Tradición y repleto de cajones de
madera en donde los vendedores mostraban sus puercos y algunos ganaderos, todo
hay que decirlo, sus reprobables ordinarieces. Allí, los clientes presionaban
con sus manos los lomos de los paquidermos, como para calibrar el grosor de los
perniles, y los cerdos reaccionaban con ensordecedores gruñidos. Semejante
concierto, unido al olor fétido de los excrementos, hacía poco apetecible la visita
y no tardábamos mucho en abandonar el lugar para dirigirnos a la plaza de las
ovejas. En este lugar, pisar el suelo sin aplastar una cagarruta era casi
imposible. Y aunque no lo parezca, también se corría cierto peligro de salir
trasquilado por acoso y derribo. Porque junto a tanta mansedumbre de ovejas y
corderillos había algún que otro carnero con maneras taurinas que podía darle
un buen susto a uno con una de sus peligrosas mochadas. Sobre todo si andaba
por allí Manolo provocando al borro o empeñado en ordeñar a alguna de las
ovejas de su particular harén....".
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