martes, 22 de enero de 2013

GALÁN


 Los cazadores matan cada año 50.000 galgos en España


En los siglos IX y X ocurre la colonización de grandes áreas de Castilla coincidiendo con la reconquista. Las grandes extensiones de terrenos baldíos y barbechos producen un incremento de las piezas de caza, consolidándose la tradición a las carreras de liebres con Galgos, práctica común tanto en los reinos árabes como cristianos.

Nos da constancia del aprecio que el Galgo suscitaba en estos años el gran número de leyes que penalizan su hurto o su muerte: Fuero de Salamanca (siglo IX); Fuero de Cuenca; Fuero de Zorita de los Canes; Fueros de Molina de Aragón (siglo XII); Fuero de Usagre (siglo XII)...
De Wikipedia
La Enciclopedia libre

Galgo español ante su hábitat ibérico (de Wikipedia)

Galán
Aún recuerdo, con cierto pesar, a los galgos de mi niñez que se movían por la villa en que nací, colgando de su cuello una larga tablilla que golpeaba intermitente sus patas al caminar. Aquel trozo de madera lo emparentaba yo con la regla intransigente y siempre dispuesta a corregir nuestros desatinos escolares. Ignoraba si los animales también habían cometido alguna travesura y les convertía en reos de semejante correctivo. Porque más parecía castigo que galardón para sus gloriosas cabalgadas y fidelidad. Alguien me explicó que la idea era impedir que, en tiempos de veda de caza, desarrollaran su portentosa velocidad tras las liebres esquivas o cualquier otra presa a su alcance.

Siempre me maravilló su esbelta figura, su elegante caminar, sus velocísimas carreras convertidos en saeta vertiginosa tras la presa sorprendida y finalmente atrapada. Y, sobre todo, su presencia nada alarmante para nuestras pantorrillas cuando pedaleábamos. Tampoco recuerdo que fueran especialmente alborotadores y raramente candidatos en las travesuras con que algunos chicos entretenían su ocio entregados a desmanes con otros canes.

En estos días, he sabido el cruel destino que espera a estos galgos por el mero hecho de haber completado un ciclo de interés mezquino para el hombre. Llegado el momento, son desestimados cruelmente cuando se los considera una carga de la que deshacerse sin derecho alguno a recompensa. También he descubierto que en los últimos años se ha hecho corriente el mantenimiento de Galgos Españoles como animales de compañía. Son nobles, tímidos y aceptan bien la vida doméstica. Incluso su capacidad para compartir habitáculos comunes los convierte en excelentes compañeros de gatos y, sorprendentemente, también de conejos. 

Galán, como otros muchos galgos, había cumplido el pasado verano con su habitual esfuerzo y eficacia las tareas de certero perseguidor de liebres y conejos, a los que daba caza para colmar el morral de piezas abatidas y con ellas la vanidad de su dueño. Era final de temporada y el cambio de la casa de campo a la morada ciudadana hacia incompatible la presencia del animal en el reducido espacio de una vivienda de pocos metros. Al menos esa era la conclusión del cazador y por ello decidió abandonarlo. 

Y, entre todas las alternativas detestables, la más insólita de las muchas que acosan a estos animales terminó con la vida del can. No, no serían ni la escopeta, ni la cruel soga al cuello, ni el veneno o el agujero de un pozo. Ni siquiera el abandono a su suerte en la turbamulta urbana. Había muchas horas de placer cinegético compartido y el azul de la mirada del can reclamaba algún gesto solidario. Le abandonaría en descampado con la secreta esperanza de que alguien se prendara de su bella estampa y lo adoptara. Sin embargo y, aunque no era el plan concebido para el destino final del perro, serían los túneles del metro el cobijo definitivo para una vida de incondicional entrega y sumisión. Así llegó el animal a aquel acomodo y allí le dominó el espanto, entre rugidos y chirriar de máquinas, destellos luminosos que lo miraban con severidad y sorpresa y los azotes de los vientos que le envolvían con la fuerza de un Eolo iracundo. Así vivió las primeras y amargas experiencias en aquellos agujeros desoladores, que le sumieron en un porqué incontestable. 

Nunca pensó que en la ancha Castilla de sus correrías, lanzado al placer de galopar tras una liebre, el diario vivir fuera estorbado por tan ingrata experiencia. Era feliz en su cubículo rural y nunca le faltó ni la simpatía de los suyos ni el sustento aderezado con el cariño del ama de casa. Además siempre fue sumiso y su actitud pasiva y discreta, con largos momentos de sueño, le convertían en animal de compañía especialmente cómodo. Si acaso, siempre reclamó ejercicio regular con intensas carreras acorde con su condición atlética. Y esta era quizá su única exigencia. 

Todas estas consideraciones le inclinaron a pensar que aquel abandono en el extrarradio de la urbe no fuera el resultado de su conducta irregular. No encontraba otras razones para tan despiadado plante. Sin embargo, así fue como aquella tarde, encaramado en el todo-terreno junto al dueño, y después de un largo e intrincado recorrido ciudadano, descendió del vehículo que cerró sus puertas con celeridad tras él y, sin más, desapareció en la lejanía. Perplejo e indeciso, quedó el animal sumergido en las incipientes sombras de un atardecer gris y tormentoso. Algunos escarceos sin rumbo le condujeron a las proximidades de las cocheras del metro y hacia allí dirigió sus pasos. Acaso el frío y más tarde el hambre intimidaron a nuestro héroe y pensó en buscar refugio junto a aquellos inertes mastodontes. Quizá algún resto de comida abandonada en las proximidades de los vagones atendiera a su urgente gazuza.

Las horas pasaron entre zozobras, el hambre reclamó de nuevo su tiempo y arriesgó buscando un lugar más propicio en aquella maraña de agujeros que se adentraban en la oscuridad, insensibles a su angustia. En la lejanía algunas luces iluminaron su pesar y se dirigió a ellas con la esperanza de un encuentro liberador y un cuenco rebosante. A ellas llegó sorteando las vías y las infernales acometidas de aquellos monstruos ensordecedores hasta que encontró el origen de la luz. Pero el pasmo y los elocuentes gestos de las gentes en el andén estimulándole a la salida de aquellos laberintos, lejos de animarle, le amedrentaron y corrió, corrió tan veloz como el viento que, impulsado por aquella máquina infernal, le empujaba con más fuerza cada vez que se le venía encima. 

Sin embargo insistió en sus audacias porque el hambre no entiende de riesgos y se aproximó de nuevo al muelle luminoso para descubrir que, las llamadas y gritos de nuevo le urgían con gestos más apremiantes si cabe. Incluso algunas personas arriesgaron valerosamente para rescatarle de las vías. Pero lejos de atender a gestos y muestras solidarias, su desencantada esperanza tras el cruel abandono y la duda, le hicieron desconfiar y de nuevo huyó, esta vez tan rápido como su maltrecha fortaleza le permitía. 

Algunas horas más tarde, los túneles fueron testigo de su final cuando una de aquellas máquinas atronadoras superó los límites de su incierta galopada y le convirtió en víctima mortal de la incuria e insolidaridad humana.  

Que San Antón le haya premiado su coraje...

En el siguiente enlace, hay una alusión a la ingrata peripecia, seguida de muerte, del galgo al que he dado en llamar Galán. Falleció la pasada semana en los túneles del metro, sin duda arrollado por cualquiera de los trenes que circulan por ellos a diario.
En el mismo programa (Onda Cero "COMO EL PERRO Y EL GATO" - domingo 20 de enero 2013 / minuto 33 aproximadamente) hay una gentileza dedicada a este mi humilde Blog que dedico, entre otras cosas, al relato de pequeñas aventuras caninas. Por ello quiero mostrar mi sincero agradecimiento al director don Carlos Rodríguez y con él a su equipo por dar a conocer mis inquietudes.

1 comentario:

  1. No se que decirte de este tema.
    Mis experiencias con los perros no han sido de las más agradables porque varios me mordieron y les tengo mucho respeto y tampoco la cultura de mis tiempos era demasiado favorable para ellos: piedras y palos.
    No obstante, hay mucha diferencia entra una piedra y su muerte violenta.
    Gracias por tu sensibilidad.

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