sábado, 8 de octubre de 2011

EN EL PASO DE CEBRA


Acabo de leer el legítimo desahogo de Arturo Pérez Reverte que hace en el número 1250 del XL Semanal a propósito de un "cretino en la curva" que a punto estuvo de convertirle en víctima de un grave accidente. El episodio me ha traído a la memoria una ingrata experiencia relacionada con mis carreras en solitario por el carril bici burgalés camino de Villímar. Este es mi primer comentario al caso. Cuestión de prudencia por aquello de no alarmar a la familia, pero como el tiempo lo diluye todo, visto lo visto, me he decido a emular ―salvando las distancias de mi admirado Reverte, que son muchas― y contarla sin remilgos.

Con todos los años que he conseguido acumular, a pesar del permanente riesgo que supone el vivir, estoy seguro de que el sentido común, la prudencia, la madura sensatez o acaso que nadie termina sus días en la víspera, como dice el castizo, aquella hermosa mañana de un domingo agosteño me salvé “por el pelo” como dice mi nieta.


Hay, afortunadamente, un altísimo porcentaje de automovilistas que son respetuosos con los ciclistas en los pasos de cebra y, por mi cuenta, estoy en condiciones de asegurar que la mayoría, incluso cordiales. Y, aquel día, como en otras tantas ocasiones, llegué al borde del paso de cebra y frené como es mi costumbre. También lo hizo el vehículo más próximo que se acercaba por mi izquierda invitándome a cruzar sin riesgo. Proseguí mi camino confiado, advirtiendo claramente que otro vehículo paralelo al detenido y algunas decenas de metros más atrás, llegaba con cierta, más bien demasiada prisa. Y todas esas circunstancias previsoras a que he aludido, comenzaron a procesarse en mi mente. Y me quedé quieto delante de mi amigo conductor y confidente durante los suficientes segundos como para eludir lo inevitable. El joven, porque era un muchacho acompañado de copiloto, pasó velocísimo algunos centímetros por delante de la rueda delantera de mi bicicleta sin ningún ánimo respetuoso para mi crisma que, afortunadamente, sigo teniendo en gran estima. Ni siquiera me quedé lívido; sólo un breve sobresalto me confirmó el valor de la prudencia. No así quien me había cedido el paso porque se echó las manos a la cabeza alarmado por la precipitación del “fitipaldi” a quien, con su ejemplo, había supuesto más prudente. 



No está en mi ánimo, ni la crítica fácil para estos comportamientos ni siquiera la explosión de ira contenida que en ningún caso me acosó en el lance.  Seguí mi camino hasta el final del recorrido, confirmando una vez más que el riesgo de vivir incluye algunos imponderables que lo convierten en una especie de lotería inescrutable.

Así que comparto el desahogo de Reverte quien, por otra parte, muestra  en su texto iracundo las muchas ocasiones en las que su vida colgó de un hilo y, sin embargo, salió indemne. Yo, por mi parte, sigo creyendo en la Providencia.

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