El abuelo tenía ese vestigio, entre sosegado y jovial, que induce a convertir en frívolo cualquier lance habitual, incluso los más duros y serios, sin menospreciar sus dimensiones. —«Tú no tiembles», decía cuando sus hijos, jóvenes e inexpertos y abocados a algún riesgo, reclamábamos su juicio. Y con semejante expresión relajaba temores y nos estimulaba a la lucha del momento.
Era hombre de estatura breve, ademanes serenos y talante risueño. Su rostro encendido contemplaba la vida a través de unos ojos alegres y expresivos que mostraban a las claras su afán por vivir sin sobresaltos. La colilla de «Caldo», a medias encendida y apagada, se desplazaba inquieta entre la comisura de su labios al ritmo de sus escasas impaciencias. Estas eran sólo perceptibles cuando, encaramado a la escalerilla de tijera, hurgaba en el reducido espacio de una caja de empalmes, enlazando los adecuados entre una maraña de cables eléctricos. Trabajador concienzudo, serio y honesto en el tajo, era sin embargo fácil a la conversación y presto a la sonrisa espontánea en los momentos de asueto. —«Por ahí, charlando con unos y con otros» era la expresión favorita para explicar sus relaciones amistosas. Caminaba con andares siempre decididos y su boina inclinada expresaba bien a las claras cuales eran su temple y visión de las cosas. No necesitaba espejo para acomodarla porque el solo ladeo de la prenda confirmaba aquel dicho de generaciones que hizo suyo: —«hay que ponerse al mundo por montera». Y manejaba el mundo como a su boina, echándoselo a un lado.
Con este ánimo, y ya anciano, un buen día se incorporó en el sur a unas merecidas vacaciones en familia. Las primeras de su vida junto al mar con el segundo de sus hijos, la esposa de este y los numerosos nietos que ambos le dieron. Alojados todos en el reducido espacio de un bungaló de apenas sesenta metros cuadrados, pasó una quincena del caluroso agosto. Después de un azaroso viaje en tren —historia esta para otro relato— hasta la costa andaluza de Fuengirola, el sol, la playa, los chiringuitos, el chalecito, la urbanización y su piscina conformaron el tiempo de holganza plagado de anécdotas.
Uno de los días de más calor y agobiados por el abrumador acoso de la chiquillería —ocho nietos de un golpe son muchos nietos—, escaparon padre e hijo camino de la playa, ansiosos ambos por liberar la mente y de paso echar una cañita en aquellos chiringuitos junto al mar, «tan propios». Serenados uno y otro y dispuestos a disfrutar del ambiente y los humildes placeres gastronómicos del lugar, decidieron «poner entre pecho y espalda» docena y media de aquellas sardinas que, ensartadas en un palo junto al fuego, se doraban a la vera de una fogata invitando al aperitivo.
Sardinas, cerveza y unos «picos» conformaron el menú del improvisado almuerzo. Dispuestos a dar cuenta de él, uno y otro se acomodaron bajo el emparrado del modesto restaurante playero y comenzaron el condumio. Apenas iniciado el festejo gastronómico, un chucho, a todas luces callejero, estimulado por el olor del pescado y sin duda muy hambriento, se les aproximó. Confiando sin duda en participar de la pitanza, se sentó sobre las patas traseras a prudente distancia y fijo su mirada en el pescado. El abuelo, intuyendo que aquel perro era de los que no le hacían ascos a nada, lanzó al aire los restos de su primera sardina consumida y cabeza y raspa no llegaron a tocar el suelo. El animal, además de estar hambriento, era consagrado malabarista y una por una dio cumplida cuenta de todas las raspas, de manera que no fue necesario recurrir al cubo de la basura para dejar limpias y ordenadas mesa y entorno.
Acabado el humilde ágape, el perro, que entre raspa y raspa había descubierto algunas muestras de aprecio entre jaleos y palabras de ánimo — ¡bien chucho!, ¡come, come que tienes más hambre que Dios talento!— dichas en tono cariñoso y comprensivo por parte de ambos comensales, cuando decidieron abandonar el lugar, siguió tras ellos con absoluta sumisión. Tanta que, a punto de tomar el autobús para regresar al chalé, el perro permanecía a su lado en la parada y con ellos se introdujo en el vehículo. El conductor, apenas contenida la irritación por semejante despropósito, se dirigió al abuelo en términos conminatorios instándole a que bajara con el can: —«Señor, no se puede entrar con perros en el autobús; haga el favor de bajarlo»— le espetó airado — «¡A mí que me llora! ¡El perro no es mío! ¡Dígaselo usted a él!», contestó al abuelo tan sorprendido como el conductor de la audacia del animal que caminaba por el pasillo tras de sí.
Mal que bien y con un «humor de perros», conductor y viajeros consiguieron echar al chucho y depositarlo en la acera. Se cerraron las puertas y el vehículo reinició su interrumpida marcha. Al poco rato padre e hijo llegaron a casa y, milagrosamente, minutos más tarde también lo hizo el perro que desde la verja de entrada los miraba con significativos ladeos de cabeza. —«Pero, condenado chucho», exclamó el abuelo, admirado de tan insólita y espontánea fidelidad mientras caminaba hacia él. Entre deseos de mostrarse amistoso o azuzarle para que marchara, prevaleció la primera intención y en ello estaba cuando se aproximaron un par de rubias normandas, bien entraditas en años, que también hicieron carantoñas al animal: —«¡Bonito pegggo!», comentaron ambas con entusiasmo. Porque el perro —todo hay que decirlo—, a pesar del evidente abandono que mostraba, no tenía mala estampa y sus maneras le acreditaban como buen compañero y seguro amigo. —«Si les gusta a ustedes se lo regalo», contestó el abuelo con su habitual sonrisa.
Sorprendidas por la propuesta y sin duda sensibles a la idea de adoptarlo como mascota, ambas le miraron con cara de estar dispuestas a aceptar el obsequio, ya encariñadas con el animal que aceptaba sumiso y receptivo sus carantoñas. El abuelo, animado por la perspectiva de quitarse el perro de encima sin violencias, añadió concluyente: — «Pero se lo daré con la condición de que compren ustedes una buena ración de sardinas».
Las mujeres, perplejas, le miraron pensando que tan singular propuesta no podía venir de una persona cuerda o que su mal castellano no había interpretado bien la condición. Aún así, y después de conocer que el chucho callejero no formaba parte de aquella familia, asintieron de buena gana decididas a adoptarlo de inmediato. Pero el perro, que de ningún modo estaba dispuesto a abandonar la que suponía su garantía de sustento, cuando las dos mujeres intentaron llevárselo, siguió aferrado a la acera entre gruñidos de rechazo y sin intención alguna de moverse.
Sin embargo, no pasó mucho tiempo hasta verse a las dos señoras marchando calle arriba con el ya sumiso perro olisqueando la bolsa de sardinas recién mercadas según las instrucciones del abuelo. Padre e hijo, a punto de descomponer la figura a carcajada limpia, observaron a las airosas mujeres seguidas por el perro que ahora, con el rabo enhiesto y la mirada inquieta, no apartaba su hocico de la bolsa mientras el abuelo concluía: —«Lo que es el hambre, hijo; hasta un chucho callejero te vende por medio kilo de sardinas»—.
Muchas veces contó esta y otras historias semejantes al calor de reuniones familiares hasta que la demencia senil o el Alzheimer, o cualquiera de las múltiples formas de patología que acosan a la mente, nos privara del placer de su risa contagiosa y del modo festivo de ver el mundo hostil que le tocó vivir y al que, hasta en las ocasiones más dolorosas, siempre «se ponía por montera».
Hola:
ResponderEliminarYa te lo he escuchado alguna vez pero leerlo es otra cosa. Puedes volver sobre ello, disfrutar de los matices e imaginar al Sr. Vitorino ponerse el mundo por montera.