Tengo uno de mis contactos «internéticos» ―no preciso el sexo por razones de discreción ladina― que me tiene sumido entre la
inquietud y la euforia con el envío puntual de un abanico de archivos que van, desde el más grave
de los peligros patológicos que me acechan por doquier, hasta el más hermoso porvenir que me garantizará
longevidad si cuido mi ingesta diaria o practico un breve rosario de ejercicios mañaneros de yoga.
Incluso me previene para ser cuidadoso con mi
conducta mundana para caminar por la vida henchido de virtudes morales, cuando
no me regala con decenas de prácticas sociales para convertir mi paso por este
descalabrado mundo en paz y sosiego.
Últimamente está también revitalizando mis
nostalgias con recuerdos de otras épocas, ―vividas entre penurias
y algunos mandobles escolares― aludiendo a diversiones infantiles de riesgo y rudezas higiénicas. Gracias
a estos últimos envíos, voy descubriendo lo felices que éramos los chicos en
aquellos años de posguerra, jugando al burro, al marro, el aro o la peonza y los descomunales batacazos que nos dábamos con
la bicicleta o el patín ―tan artesano como inseguro― y que invariablemente terminaban con el
temido alcohol en las rodillas.
Ni que decir tiene que estas últimas
aportaciones son las más eficaces para que, longevos y no tanto, cometan alguna
torpeza tratando de emular aquellas hazañas infantiles. Porque, amigos, tengo para mi que
poseen la voluntad más clara que el cacumen y terminan una carrera de cien
metros con palpitaciones y espasmos, cuando no con una luxación de tobillo o un
codo en cabestrillo.
Hay otros envíos que, estos sí, son de mi
especial agrado porque en ellos me muestran imágenes de lo que es la más apreciada
de mis aficiones cuando tengo una cámara en ristre. Fotografías espectaculares,
―en
ocasiones un tanto veladas por la torpeza del manipulador de la muestra― que consiguen situarme, desde
las alturas del Machu Pichu peruano hasta las estaciones del metro moscovita
pasando por las Alpujarras andaluzas. Además del placer de la belleza mostrada,
vienen con el aliño de placenteras melodías que le trasladan a uno, desde los
ensueños musicales de Euterpe hasta las celebradas melodías de los Beatles, en
un apresurado espacio de seis minutos.
Es posible que alguien piense, a la vista de
este recuento de mensajes entre educativos y lúdicos, que repruebo semejantes
conductas cuando lo que me sucede es todo lo contrario. Porque descubro que,
como se dice en algunos de ellos, son el recuerdo personal de un amigo de
especial estima. De manera que si algo tengo que objetar, es que cuiden sus
afanes y eviten, siempre que sea posible, duplicarlos o triplicarlos, porque
tengo la manía de abrir siempre todo lo que me mandan y, al cabo de setenta
años largos de vida, el tiempo se me agota y lo necesito, por ejemplo, para mejorar mi dominio del solfeo que ya es hora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario