La llegada al nuevo hogar fue gloriosa. Aquella casa, con espacios al aire libre para sus desahogos y siestas a la sombra; aquella cancela siempre dispuesta a facilitar sus correrías; aquellos pares de ojos que lo miraban con absoluta ternura mientras le llenaban el cuenco; aquellas delicadas manos siempre dispuestas a la carantoña; y sobre todo, aquella mujer encantadora que sonreía y cantaba a poco que se lo pidiera el cuerpo, eran todo un prometedor remanso de paz al que dedicaría sus mejores maneras. Eso sí, esperaba disfrutar de la libertad que intuía, y con la que siempre soñó, sin más limites que los de la prudencia en el regreso. Y así, los primeros días fueron discretos en cuanto a escapadas, pero al descubrir lo ancha que es Castilla y que las regañinas eran más comedidas que peligrosas, amplió sus horizontes y comenzó a husmear la popa de tirias y troyanas de toda la comarca ―que en ningún caso lucían los extravagantes penachos rosa ni le hacían ascos a ciertas licencias amatorias― y se relacionó con amiguetes, algunos de dudosa reputación. Y como consecuencia de semejantes devaneos, en más de una ocasión se vio envuelto en altercados con otros canes aborígenes y los peligrosos cimarrones aventureros de la comarca que le proporcionaron más de un serio disgusto.
Para sus escapadas, también contó con la inestimable ayuda de los niños del pueblo que le convirtieron en una especie de mascota a la que se acercaban para llevárselo en sus correrías. Y así, e instigado por ellos, corrió tras los topillos, los conejos, las liebres y alguna que otra perdiz que se burló de su audacia revoloteándole sin piedad… Todas estas novedades y las atolondradas andanzas en solitario le llevaron a perder el tiempo en ocasiones e incumplir su promesa de prudencia en la retirada. Así fue cómo en las vísperas de la fiesta local, llegó a casa hecho unos zorros, después de haber provocado la inquietud y el desasosiego de su familia de acogida a la que tanto debía. Agachó la cabeza sumiso, esperando acongojado lo peor para su destino, pero nada de lo que temía sucedió. Pudo más la alegría de su regreso que el deseo de penalización y salió indemne del lance.
“Se me olvidaba decir que ahora me llamo Zacarías y necesito dedicar mis mejores ladridos a toda la familia que me ha convertido en su mascota más preciada y regalado con toda suerte de carantoñas y ternuras. Sobre todo a la esposa, porque ella es más que condescendiente con mis desatinos escapatorios, y, porque cada vez que me mira resuelta a llamarme al orden, siempre termina cediendo comprensiva, pensando sin duda en mi juventud y en los agobios que debí sufrir en aquella comunidad de tarados que la tenían tomada conmigo.
(Continuará)
Hola:
ResponderEliminarEsto se pone interesante. Además, como en las novelas de Roberto Alcazar y Pedrín, cuando más interesante está la cosa, aparece el mensaje: continuará.
Creo que este blog promete.
Saludos cordiales.