Fue uno de esos espléndidos atardeceres del mes de julio, en los que después de sestear su pitanza, con algunos añadidos porcinos a los que el estío no es muy propicio, Zacarías pensó que el mundo era hermoso y, como buen castellano de la meseta, decidió que el espacio de la aldea le venía algo corto.
La familia que le había adoptado como a un hijo, aparcaba sus sueños entre butacones y mecedoras y decidió que era un buen momento para añadir nuevas experiencias a su mundo rural ya ampliamente explorado. Nadie le echaría de menos hasta bien entrada la anochecida y para entonces ya estaría de regreso. No es que estuviera incómodo, descontento o ni siquiera aburrido. Es que después de haber dejado muy atrás su condición de urbanita, por demás controlado y constreñido a unos hábitos familiares ramplones, la vida en el campo le había convertido en un investigador nato. Aquí, en la holgura de una familia que le había proporcionado un hábitat envidiable y convertido en señor de hembras caninas, ―entre las que había ya provocado más de un altercado después de elegir amiga, compañera y finalmente madre de su primer vástago― había completado el ciclo completo de las correrías y relaciones sociales en la villa. Así que decidió poner a prueba su olfato, sus patas y, sobre todo, su audacia.
Y, a pesar del sofocante bochorno, salió con el ánimo resuelto y el rabo enhiesto dispuesto a llegar a aquellos horizontes de donde decían proceder sus cordiales enemigos, los perros cimarrones. Algunos de éstos habían mencionado sus correrías detrás de jabalíes, antílopes y, en ocasiones, hasta de osos en los bosques de alta montaña. Otros, más discretos y quebrantados, confesaban haber permanecido enrabietados durante muchas horas al cuidado de casas de campo apartadas de los núcleos urbanos. Los más, maldecían a sus amos cazadores que los dejaron abandonados, camino de Benidorm, después de una agotadora temporada de caza de codornices y conejos. Al final unos y otros habían conseguido liberarse. Unos mostrando una sumisión engañosa para escapar con un corte de patas traseras al menor descuido, y otros, abandonados sin contemplaciones como era el caso de Zacarías. Había quien contaba que a punto estuvo de dejar sus huesos aplanados sobre el asfalto por culpa de las bestias de cuatro ruedas que embisten como mastines. Milagrosamente estaba allí para contarlo aunque un tanto renco a resultas del encontronazo.
Aquellas aventuras entre verídicas y falaces le habían llenado de perplejidad y temor porque lo suyo había sido sólo el resultado de inquinas de comunidad y hartazgo de altercados de los padres de Quique y Mónica. Así que, visto lo visto, su experiencia, después de todo, había terminado con final feliz en su nuevo destino. Nada parecido a lo que contaban sus colegas de campo.
A pesar de todo, aunque advertido como estaba de los riesgos que traían consigo aquellas veleidades, se encaminó por las veredas menos frecuentadas del pueblo hasta llegar a un altozano, desde el que se contemplaban las airosas agujas de la catedral burgalesa. Allí se le humedecieron los ojos con los recuerdos de los paseos diarios que disfrutaba en compañía de Quique y Mónica por la Quinta, el Espolón o la Isla. Cierto que siempre lo hacía nervioso entre coqueteos, desaires y alguna que otra bronca con otros congéneres que, invariablemente, terminaba con una buena regañina en su cubículo. Aún así, sus ojos se humedecieron llenos de sensaciones encontradas. Porque su familia de ahora, cargada de cariño hacia él y siempre dispuesta a la carantoña y el juego; su patio de recreo en el que tramaba sus correrías mientras llenaba la andorga y su libertad sin límites, le habían convertido en el más feliz de los caninos mortales.
Pero sigamos con su aventura. No era Zacarías de los perros que se amilanan fácilmente y siguió caminando. La tarde daba para mucho y el sol parecía calmar sus ardores. Y cometió la gran torpeza que antaño le había hecho infeliz por unas horas. Ante sí tenía docenas de aquellos odiados monstruos de cuatro ruedas que, en la recién anochecida, se asemejaban a feroces dragones desprendiendo fuego por aquellos agujeros luminosos. Entre el dantesco centelleo de fauces enloquecidas, pitadas encrespadas y bramidos de motor, sintió los primeros temblores en sus nalgas traseras y añoró la paz abandonada. Quiso regresar a la dulzura de su hogar y comenzó a deambular tratando de desandar el camino que nunca debió tomar…
Entretanto, en el hogar abandonado, la noche comenzaba a mostrar el lado feliz del sueño castellano a pierna suelta. Y entre sus deudos comenzaron a dispararse las primeras alarmas; Zacarías había sido imprudente en ocasiones pero nunca desleal. Volverá pronto pensaron… Además, conoce el terreno, sabe defenderse y, en el peor de los supuestos, alguien se ha prendado de su estampa y maneras y ha decidido convertirle en su personal sabueso… Al fin y al cabo ya tiene experiencia de nómada a su pesar…
Pasó la noche y la mañana, y el atardecer; y la alarma se encendió en el más rojo de los sobresaltos. Y comenzaron las búsquedas en la vecindad: canes amigos de tertulia; perritas dispuestas a cederle un espacio en su almohadón; parajes y huertas del entorno por si un descalabro le hubiera atrapado entre las empalizadas; kilómetros de la carretera por si unas ruedas precipitadas lo hubieran pasado por encima dejándole malherido… Nada, ni siquiera pastores y agricultores en faena le habían localizado deambulando sin rumbo…
La tristeza invadió a toda la familia después de los días sin retorno del animal. No había luz alguna que iluminara la esperanza del regreso como fuera; avergonzado, humillado, astroso… incluso malherido…
Después de algunas semanas de espera, la más tenue de las luces de la esperanza llegó de la voz de alguien que dijo haberle visto. Estaba en compañía de un muchacho joven de cabellos azabache y barba de pocos días. Permanecían sentados ambos a la entrada del arco de Santamaría burgalés, tañendo él la mañana con una guitarra y mostrando Zacarías su agradecimiento a las manos que dejaban monedas en el ajado sombrero. Con el reclamo de su rabo inquieto y un breve ladrido, convertía en dineros la simpatía que su estampa y actitud provocaba en los caminantes.
No. No estaba atado. Seguía siendo libre, jovial y cariñoso. Había cambiado la vida placentera de su patio entrañable por la bohemia y la solidaridad. El muchacho le mostraba su cariño y, con su rostro iluminado, parecía confirmar que, al fin, había encontrado en el animal la comprensión y el cariño que la vida le había negado…
Nunca sabremos si los ojos que dijeron haberle visto en la ciudad eran verdad o ficción. Si así fue, bendita decisión la de Zacarías que le llevó a intuir la imperiosa necesidad de cariño en un alma humana desarraigada. Y se entregó a ella con el mismo fervor y fidelidad con que lo había hecho, primero con Quique y Mónica y luego con su familia en la aldea.
Hola:
ResponderEliminarMuy interesante la historieta. Y, desde luego, con una literatura digna de más altos vuelos, sin despreciar el blog.
¡Que preciosas palabras, bastante en desuso, las que aparecen en el relato:anochecida; constreñido; quebrantado;renco; desaires;...!
Leerlo supone una gratificante aventura porque no sabes que nueva sorpresa aparecerá en el siguiente párrafo.
Gracias y hasta la próxima.