AUCA
(Villafranca Montes de Oca)
"…Auca no era sino una
pequeña y pujante urbe apiñada en lo alto de un estratégico macizo rocoso que
dominaba el desfiladero abierto por el río llamado Vesica, cuyas aguas abrazaban
el robusto promontorio pétreo por dos de sus lados. Apoyada sobre las estribaciones
norteñas de los montes Distercios, escondida entre bosques y bien protegida por
los cerros circundantes, se alzaba sobre un valle estrecho rodeado de densos
hayedos y robledales antes de abrirse a los campos despejados que miraban a la
extensa campiña de la Burovia, controlando desde antiguo el paso de todo aquel
que se internara en el corazón de la sierra.
Frente al primitivo
castro autrigón situado al otro lado del desfiladero, los romanos habían
fundado varios siglos atrás la ciudad a la que habían dado el nombre de Auca Patricia. Al abrigo de la urbe
fronteriza comenzaron a establecerse numerosas granjas, alquerías y un
importante entramado administrativo, religioso y militar, que romanos y godos
habían utilizado como punto neurálgico desde donde poder controlar la ancestral
insumisión de los levantiscos clanes vascones y cántabros, tradicionalmente en
continua y abierta rebeldía.
Abierta al llano y a
la montaña, Auca ofrecía un amplio dominio visual sobre los antiguos caminos
romanos que confluían cerca de la ciudad: la calzada que, hacia el Oeste, se
dirigía por Cerasio al encuentro de la gran Vía Aquitana que discurría por el
valle del río Ibero, camino de Cesaraugusta, y la que llegaba por el norte desde Verviesca, internándose en la
sierra hacia Lara y Clunia por el paso natural abierto en el río Vesica, único
camino franco para adentraras en aquella espesura impenetrable.
El tortuoso recorrido
a través del barranco —apenas una senda excavada en la roca que tan solo permitía
el paso de asnos y personas—, y las crecidas invernales que lo convertían en un
paso impracticable, hacían preferible ascender hasta la mole caliza y atravesar
la ciudad para acceder al otro lado del valle. Auca trataba de recuperar el esplendor
vivido antes de la invasión musulmana del año 711. Durante aquel ya lejano
tiempo de tribulación, la ciudad se había convertido en una de tantas plazas
ocupadas por los contingentes bereberes que conformaban la línea defensiva
establecida por el poder musulmán para vigilar a los cristianos refugiados tras
las montañas cantábricas.
Muchos habían huido
hacia los montes, quedando la ciudad escasamente habitada por aquellos pocos
que prefirieron someterse mediante el pago de tributos, como la yicia y la jaray, y la firma de pactos
que garantizaban seguir practicando su religión y sus costumbres cristianas. Abandonada
décadas más tarde por los bereberes a causa de sus conflictos con la aristocracia
árabe, Auca había sufrido un nuevo revés durante las campañas de Alfonso el Cántabro. Después de
desmantelar ciudades como Veleia, Mave, Amaia, Mirandam o Revendeca, el rey
astur entró en Auca sin resistencia un día plomizo de otoño. Como había hecho
ya en el resto de plazas, eliminó cualquier rastro musulmán y se llevó con él a
los hombres más eminentes y a las gentes más reputadas y cultas. Desalojó la
diócesis aucense sin contemplar ningún escrúpulo religioso e «invitó» a
marcharse al obispo Valentín y a muchos de sus abades, dejando abandonada a su
suerte a los que no quisieron acompañarle, en general gentes pobres e incultas.
Aquellos hombres que
iban con él, diestros en las labores del campo, con sus aperos y animales de
labranza, repoblarían los territorios más cercanos a su reino como Trasmiera,
Primorias, Liébana, Sopuerta y Carranza. Auca había quedado desde entonces
sumida en el abandono, ignorada en mitad de una tierra de frontera y a merced
de las incursiones de cualquiera de los dos bandos, alejada de la capital del
reino astur y de las preocupaciones de unos soberanos ocultos tras las cumbres
de la gran cordillera cantábrica, más interesados en mantener unas relaciones pacíficas
con el emir omeya de Córduba, Abd al-Rahman al-Dahlil.
La ciudad parecía
condenada a un olvido definitivo. Pero, como si fuera rescatada por un designio
divino, un puñado de monjes mozárabes huidos del sur, encabezados por su
impetuoso abad Fredoario, la habían hecho resurgir milagrosamente de sus
cenizas. Llevados por el latido de su fe y el fuego de su devoción, trayendo
consigo sus preciados códices y tomando aquellas tierras, aquellos bosques y aquellas
ruinas en el nombre de Dios comenzaron a levantar viejas ermitas, a arar la
tierra y a reunir ganado en torno a la antigua urbe.
La noticia de su
asentamiento, la atracción de Auca como vieja capital de la región y la propia
personalidad de Fredoario sirvieron como reclamo para que campesinos y pastores
bajaran de los montes deseosos de la protección espiritual del abad. A la
sombra del monasterio surgieron pequeños asentamientos, cultivos y huertas,
comunidades de hombres libres que descendían de las montañas en busca de una
tierra fértil aunque siempre amenazada por las imprevisibles incursiones musulmanas.
Así, godos desarraigados, antiguos siervos, cristianos huidos del sur y gentes aventureras
atraídas por la promesa de una vida mejor llegaron de todas partes, viviéndose
un tiempo de bonanza y prosperidad que Fredoario supo aprovechar para impulsar
el desarrollo de Auca.
Pronto se
multiplicaron las granjas y pequeños poblados alrededor de la ciudad. Se
reparaban las viejas murallas. Dueños de rebaños y nobles ganaderos realizaban
sus negocios en torno a ella, organizando pequeños grupos armados encargados de
la defensa de la región y de sus rebaños. Ahora, en el año 791 del nacimiento
de Jesucristo, el tercero del reinado de Bermudo, llamado «el Diácono», Auca
era una ciudad en constante crecimiento donde vivían ya algo más de medio
millar de personas; una ciudad que prometía recuperar el esplendor y dinamismo
de otros tiempos. El paulatino aumento de la población había favorecido el desarrollo
de las actividades tradicionales y del pequeño comercio basado en el intercambio
de productos, lo cual había atraído a su vez a numerosos vendedores y artesanos,
abriéndose nuevos talleres de carpinteros, curtidores, fraguas e incluso
posadas y cantinas donde, aunque fuera algo que los monjes no veían con buenos
ojos, corría el vino a raudales.
No era extraña tampoco
la presencia de mercaderes musulmanes, pues el intercambio de mercancías
comenzaba a ser importante. Todo ello hablaba de la 75 prosperidad que Auca había alcanzado
durante aquellos años de inesperada paz. Ciertamente, las divisiones internas
en el seno del emirato habían facilitado una cierta expansión del naciente
reino astur y, desde el Norte, hombres, mujeres, familias enteras, multitud de
cristianos habían cruzado la frontera natural marcada por el río Ibero y las sierras
meridionales que lo bordeaban, expandiéndose incluso por la desprotegida
llanura de la Burovia, levantando nuevas aldeas y reocupando viejos edificios
romanos.
De todas partes
llegaban hombres libres en busca de un sueño, hombres audaces y de espíritu aventurero
que buscaban una nueva vida en libertad, ocupando una tierra fértil y peligrosa
en nombre de Cristo y de su rey. Un monarca que, sin embargo, quedaba muy lejano,
pues la presencia de la corte asturiana se limitaba a esporádicas escapadas
militares a la frontera y a una labor diplomática consistente en mantener la
fidelidad de los distintos líderes locales en una región mal comunicada y
demasiado alejada de la capital del reino. Por esa razón la frontera se
convertía también en la única esperanza para muchos forajidos y desterrados, y
por ello, también en un lugar turbulento y violento. Hasta allí llegaban ladrones,
vagabundos, fulleros, buscavidas, rameras y gentes de mal vivir, atraídos por
el afán de aventura y la búsqueda de botín.
Los montes Distercios
se habían ido llenando de hombres fieros y montaraces que campaban a sus anchas
fuera de toda ley, viviendo del robo, del saqueo y de la rapiña. En Auca había
llegado a crearse una milicia comunal para que pusiera remedio a la iniquidad,
la violencia y el pillaje, tratando de impedir que la urbe se convirtiera en un
peligroso foco de pendencias, atrayendo a hombres acostumbrados a guerrear
ofreciéndoles tierras a cambio de la obligación de defender la ciudad. Aunque
eran ellos mismos quienes, tras una mala cosecha, no les quedaba más opción que
recurrir al saqueo y al pillaje en las aldeas de los sarracenos para
sobrevivir. La situación en la frontera había dado tal giro en los últimos años
que la iniciativa la llevaban ahora aquellas bandas armadas de cristianos que
actuaban con total impunidad, sin autoridad que las controlara y sin rendir
cuentas a nadie.
Amparándose en la
sorpresa, en la rapidez y eficacia de sus incursiones, y conscientes del temor
que infundían entre los moros, recorrían a caballo la frontera, atacando
granjas y caravanas, apoderándose de rebaños, ganados y cosechas, buscando
acción allí donde se extendía el último confín cristiano. Era la raya, la
marca, el punto de fricción donde todo valía y donde se confrontaban dos
maneras diferentes de pensar y de vivir. No faltaban encuentros y escaramuzas,
pero las antaño frecuentes algaradas musulmanas eran cada vez menos habituales
y rechazadas fácilmente.
Rara vez se atrevían a
alejarse de sus fortalezas si no era un grupo numeroso de guerreros bien armados.
Eran las armas cristianas las que dominaban ahora las orillas del curso alto
del río Ibero. Hacía tiempo que la guarnición mora de Cerasio, establecida para
impedir cualquier revuelta y el cobro periódico de tributos, se había retirado,
dejando como punta de lanza las fortalezas de Garanun y Ebrellos, situadas algo
más al este y bajo el control de los clanes muladíes, principalmente de la
familia Banu Qasi. Desde sus atalayas, los musulmanes se conformaban con
controlar los espacios abiertos y los montes más cercanos, vigilando cualquier
movimiento militar que pudiera afectar a sus tierras e intereses. Eran ya raras
las visitas de grupos de guerreros árabes que osaban adentrarse en sus
correrías más allá de las primeras estribaciones montañosas, como lo habían
hecho…"
He vivido con intensa
emoción el alumbramiento de un hermoso libro al que, durante algunos meses
previos al nacimiento, he prestado la mayor atención, conocida la hazaña de su
autor. Juan Ramón Moya compartió conmigo el esfuerzo común de su formación
escolar en el Colegio «Apóstol San
Pablo» de Burgos del que fue alumno. En este centro, alumno y maestro, dimos vida definitiva al centro recién nacido en el que yo ejercía mi tarea docente.
No tengo el propósito
de realizar semblanza alguna de su talante humano ni de las virtudes que le
adornan. Porque a su incuestionable virtud de castellano recio y prudente se
añaden los valores de la investigación, diseño y relato que muestra con
especial maestría en su primera obra escrita y editada.
Para quienes tenemos
el orgullo de haber nacido en estas tierras burgalesas, el relato en forma de
novela histórica de Juan Ramón nos pone en contacto con nuestros orígenes castellanos en la
época más brutal de la dominación árabe. En ella, la vida de nuestros antepasados
estaba sometida permanente a la lucha por la supervivencia y amedrentada por el acoso invasor dispuesto a impedir que ni las margaritas de la primavera
crecieran libremente en aquellos campos que, para nosotros, son tierras sagradas.
Tierras y lugares con
nombres entrañables que discurren a lo largo de las hermosas páginas del libro
y que nos sitúan en nuestros orígenes y condición de herederos de aquellos
hombres y mujeres de los que portamos genes y genios.
Sin ser exhaustivo, a
continuación figuran algunos especialmente entrañables para quienes tenemos el
privilegio de seguir cubiertos por el mismo azul que iluminó sus esperanzas y
ensombreció sus desdichas:
—Auca: Antigua ciudad próxima
a Villafranca Montes de Oca,
—Bardulia: Nombre con el que se
conocía el primitivo territorio que se llamó Castilla;
—Berbeia: Peñas de Berbeia,
cerca de Sobrón;
—Burovia: Bureba;
—Campos Góticos: Actual Tierra de
Campos;
—Cerasio: Actual Cerezo de Tirón;
—Ebeia: Posible nombre de
Ibeas de Juarros;
—Ebrello: Ibrillos;
—Fredas: Frías;
—Garanon: Grañón;
—Hoz de Flavio: Desfiladero del río
Purón, en Herrán;
—Lebana: Liébana;
—Meuma; Actual Mioma, cerca
de Valpuesta;
—Monte Sagrado: Nombre imaginario de
la sierra de Atapuerca;
—Montes Aubarenes: Montes Obarenes;
—Obarto: Castrobarto;
—Pontecurvo: Pancorbo;
—Río Ibero: Uãdi Ibru por los árabes.
Río Ebro;
—Río Horone: Río Orón;
—Río Mayor: Nombre imaginario
del río Arlanzón;
—Río Turón: Río Orón;
—Río Vesica: Río Oca;
—San Felices: Actuales ruinas del
monasterio de San Félix de Oca;
—Torruco: Nombre con el que se
conocía el pico San Millán, en la Sierra de la Demanda;
—Tetelia: Castillo de Tedeja,
junto a Trespaderne;
—Valle Composita: Valpuesta en los
documentos antiguos:
—Valle de Gaubea: Valle de Valdegovía;
—Valle de Tubal: Valle de Tobalina;
—Verviesca: Briviesca
…/….
El propósito del autor es que toda la historia
que se desarrolla en forma de novela histórica en torno a uno de los enclaves más
relevantes de nuestra provincia burgalesa, como lo fue Auca, esté a disposición
de quien desee el acceso al libro puede hacerlo en forma de tapa blanda (libro impreso) o en versión Kindle. Para ello basta acceder
a Amazón en su buscador de Internet y, en la casilla
correspondiente a libros, escribir el título: Ecos de Bardulia.
-Papelería Mafalda (Av/ Eladio Perlado)
-Librería La Llave (Parque Fdo. de Rojas)
-Librerías Luz y Vida (Laín Calvo)
-Librería Santiago Rodriguez (Plaza Mayor y
Alcampo)
-Librería Espolón (Paseo Espolón)
-En Casa Rural "El Cauce", San Medel
En Internet: