2018/04/21 – Un can en la cuneta – I
—«Si que es cierto que, en un momento de arrebato,
le arranqué de una dentellada aquel estúpido lazo rosa que lucía en el cogote y
que, cada vez que nos cruzábamos en la escalera o el parque, la dirigía el más
selecto repertorio de mis rezongos amenazadores. Y lo peor fue el pollo que
organizaron los vecinos en la reunión de la comunidad, porque aseguraban que yo
era un perro pendenciero y donjuanesco de muy malas maneras, y que me chuleaba
a todas las perritas del barrio, incluidas las suyas.
—Así que, a pesar de las lágrimas de Quique y
Mónica, decidieron en casa darme el escarmiento definitivo. Lo noté porque,
salvo las carantoñas y brujerías de los pequeños, mi situación de privilegio y
confort desapareció tras la malhadada y vocinglera reunión de vecinos. De
manera que, en la mañana de viaje en el coche, después de detenernos para un
breve desahogo fecal, el maldito vehículo huyó presuroso sin más
contemplaciones, dejándome sólo mientras me ocupaba en la tarea de señalar mi
territorio junto a la farola del puente…».
Y en aquella cuneta apareció después, perplejo y
asustado, esperando vanamente el regreso del desalmado vehículo. Y allí estaba
contemplando el discurrir de tan malignos y veloces artilugios, llenos de risas
y euforia e ignorantes de su tragedia. Pero no todas eran miradas insensibles.
Aquella ojeada femenina, aunque fugaz, descubrió los trémulos ojos del can y
quiso adivinar el porqué de la tristeza que mostraban « … Se habrá perdido y lo
estarán buscando…»; «… Quizá el dueño lo ha sujetado a las matas para recogerlo
al regreso…»; «…O lo habrán abandonado deliberadamente…» Y esta última
posibilidad humedeció el corazón de la viajera por unos instantes. Sin embargo,
en estas consideraciones íntimas terminó todo y el vehículo siguió su camino.
O casi todo, porque al regreso de aquellos ojos
inquisidores que le observaron a la ida, se produjo el milagro. En el mismo
sitio seguía el can, esta vez con los ojos brillantes de ansiedad y temor, y un
atisbo de esperanza porque el coche blanco se paró. Después de un breve
recorrido de incertidumbre, unas manos, entre decididas y cautelosas, se
acercaron y lo introdujeron en el vehículo.
La entrada al nuevo hogar fue gloriosa. Aquella
casa, con espacios al aire libre para sus desahogos y siestas a la sombra;
aquella cancela siempre dispuesta a facilitar sus correrías; aquellos pares de
ojos que lo miraban con absoluta ternura mientras le llenaban el cuenco;
aquellas delicadas manos siempre dispuestas a la carantoña; y, sobre todo,
aquella mujer encantadora que sonreía y cantaba a poco que se lo pidiera el
cuerpo, eran todo un prometedor remanso de paz al que dedicaría sus mejores
maneras. Eso sí, esperaba disfrutar de la libertad que intuía, y con la que
siempre soñó, sin más limites que los de la prudencia en el regreso. Y así, los
primeros días fueron discretos en cuanto a escapadas, pero al descubrir lo
ancha que es Castilla, y que las regañinas eran más comedidas que peligrosas,
amplió sus horizontes y comenzó a husmear la popa de tirias y troyanas de toda
la comarca —que en ningún caso lucían los extravagantes penachos rosa ni le
hacían ascos a la libertad sexual— y se relacionó con amiguetes, algunos de
dudosa reputación. Y como consecuencia de semejantes devaneos, en más de una
ocasión, se vio envuelto en altercados con otros canes aborígenes, y los
peligrosos cimarrones aventureros que le proporcionaron más de un serio
disgusto.
Para sus escapadas, también contó con la inestimable ayuda de los niños del pueblo que le convirtieron en una especie de mascota a la que se acercaban para llevárselo en sus correrías. Y así, e instigado por ellos, corrió tras los topillos, los conejos, las liebres y alguna que otra perdiz que se burló de su audacia revoloteándole sin piedad. Todas estas novedades, y las atolondradas andanzas en solitario, le llevaron a perder el tiempo en ocasiones e incumplir su promesa de prudencia en la retirada. Así fue cómo en las vísperas de la función local, llegó a casa hecho unos zorros después de haber provocado la inquietud y el desasosiego de su familia de acogida a la que tanto debía. Agachó la cabeza sumiso, esperando acongojado lo peor para su desatino, pero nada de lo que temía sucedió. Pudo más la alegría de su regreso que el deseo de penalización y salió indemne del lance. Al día siguiente, apareció en el atrio de la iglesia con sus mejores lanas, dispuesto a ocupar sitial junto a la corporación municipal, presidida por su amo quien, le impidió la entrada.
2018/04/30 - La escapada – III
Fue uno de esos espléndidos atardeceres del mes de
julio, en los que después de sestear su pitanza, con algunos añadidos porcinos
a los que el estío no es muy propicio, Zacarías pensó que el mundo era hermoso
y, como buen castellano de la meseta, decidió que el espacio de Matamala le
venía algo corto.
La familia que le había adoptado como a un hijo,
aparcaba sus sueños entre butacones y mecedoras, y decidió que era un buen
momento para añadir nuevas experiencias a su mundo rural ya ampliamente
explorado. Nadie le echaría de menos
hasta bien entrada la anochecida y para entonces ya estaría de regreso. No. No
es que estuviera incómodo, descontento o ni siquiera aburrido. Es que después
de haber dejado muy atrás su condición de urbanita, por demás controlado y constreñido
a unos hábitos familiares ramplones, la vida en el campo le había convertido en
un investigador nato. Aquí, en la holgura de la familia que le había
proporcionado un hábitat envidiable, y convertido en señor de hembras caninas,
―entre las que había ya provocado más de un altercado después de elegir amiga,
compañera y finalmente madre de su primer vástago— había completado el ciclo
completo de las correrías y relaciones sociales en la villa. Así que decidió
poner a prueba su olfato, sus patas y, sobre todo, su audacia.
Y, a pesar del sofocante bochorno, salió con el
ánimo resuelto y el rabo enhiesto dispuesto a llegar a aquellos horizontes de
donde decían proceder sus cordiales enemigos, los perros cimarrones. Algunos de
éstos habían mencionado sus correrías detrás de jabalíes, antílopes y, en
ocasiones, hasta de osos en los bosques de alta montaña. Otros, más discretos y
quebrantados, confesaban haber permanecido enrabietados durante muchas horas al
cuidado de casas de campo apartadas de los núcleos urbanos. Los más, maldecían
a sus amos cazadores que los dejaron abandonados, después de una agotadora
temporada de caza de codornices y conejos.
Al final unos y otros habían conseguido liberarse.
Unos mostrando una sumisión engañosa para escapar con un corte de patas
traseras al menor descuido, y otros, abandonados sin contemplaciones como era
el caso de Zacarías.
Pero sigamos con su aventura. No era Zacarías de los
perros que se amilanan fácilmente y siguió caminando. La tarde daba para mucho
y el sol parecía calmar sus ardores. Y cometió la gran torpeza que antaño le
había hecho infeliz por unas horas. Ante sí tenía docenas de aquellos odiados
monstruos de cuatro ruedas que, en la recién anochecida, se asemejaban a
feroces dragones desprendiendo fuego por aquellos agujeros luminosos. Entre el
dantesco centelleo de fauces enloquecidas, pitadas encrespadas y bramidos de
motor, sintió los primeros temblores en sus nalgas traseras y añoró la paz
abandonada. Quiso regresar a la dulzura de su hogar y comenzó a deambular
tratando de desandar el camino que nunca debió tomar…
Pasó la noche y la mañana, y el atardecer; y la
alarma se encendió en el más rojo de los sobresaltos. Y comenzaron las
búsquedas en la vecindad: canes amigos de tertulia; perritas dispuestas a
cederle un espacio en su almohadón; parajes y huertas del entorno por si un
descalabro le hubiera atrapado entre las empalizadas; kilómetros de la
carretera por si unas ruedas precipitadas lo hubieran pasado por encima
dejándole malherido… Nada, ni siquiera pastores y agricultores en faena le
habían localizado deambulando sin rumbo…
La tristeza invadió a toda la familia después de los
días sin retorno del animal. No había luz alguna que iluminara la esperanza del
regreso como fuera: avergonzado, humillado, astroso… incluso malherido…
Después de algunas semanas de espera, la más tenue
de las luces de la esperanza llegó de la voz de alguien que dijo haberle visto.
Estaba en compañía de un muchacho joven de cabellos azabache y barba de pocos
días. Permanecían sentados ambos a la entrada del arco de Santamaría burgalés,
tañendo él la mañana con una guitarra, y mostrando Zacarías su agradecimiento a
las manos que dejaban monedas en el ajado sombrero. Con el reclamo de su rabo
inquieto y un breve ladrido, convertía en dineros la simpatía que su estampa y
actitud provocaba en los caminantes.
No. No estaba atado. Seguía siendo libre, jovial y
cariñoso. Había cambiado la vida placentera de su patio entrañable por la
bohemia y la solidaridad. El muchacho le mostraba su cariño y, con su rostro
iluminado, parecía confirmar que, al fin, había encontrado en el animal la
comprensión y el cariño que la vida le había negado…
Nunca sabremos si los ojos que dijeron haberle visto
en la ciudad eran verdad o ficción. Si así fue, bendita decisión la de Zacarías
que le llevó a intuir la imperiosa necesidad de cariño en un alma humana
desarraigada. Y se entregó a ella con el mismo fervor y fidelidad con que lo
había hecho, primero con Quique y Mónica, y luego con Eva y su familia.
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