miércoles, 24 de septiembre de 2025

 

            2018/04/21 – Un can en la cuneta – I 


 Escondido tras la espesura de la linde, entre aterido y desconcertado, permanecía el can evaluando una explicación del por qué, él, llegado al hogar que le recibió con albricias y los mejores augurios en la Noche de Reyes, se encontraba en semejante situación y en tan triste y completo abandono. Aquel mundo feliz que conquistó su llegada entre los niños de la familia; aquellos juegos entre diabluras y carantoñas de los pequeños que le asediaban como a un peluche; aquel mullido cojín en el que reposaba sus sueños de libertad y aventuras; aquel cuenco siempre repleto de delicias gastronómicas; aquellas correrías persiguiendo a las ánades del Arlanzón… Todo perdido por culpa de la estúpida pequinesa de la vecina, incapaz de consumar sus coqueterías con una relación apasionada menos platónica y más sensual.

—«Si que es cierto que, en un momento de arrebato, le arranqué de una dentellada aquel estúpido lazo rosa que lucía en el cogote y que, cada vez que nos cruzábamos en la escalera o el parque, la dirigía el más selecto repertorio de mis rezongos amenazadores. Y lo peor fue el pollo que organizaron los vecinos en la reunión de la comunidad, porque aseguraban que yo era un perro pendenciero y donjuanesco de muy malas maneras, y que me chuleaba a todas las perritas del barrio, incluidas las suyas.

—Así que, a pesar de las lágrimas de Quique y Mónica, decidieron en casa darme el escarmiento definitivo. Lo noté porque, salvo las carantoñas y brujerías de los pequeños, mi situación de privilegio y confort desapareció tras la malhadada y vocinglera reunión de vecinos. De manera que, en la mañana de viaje en el coche, después de detenernos para un breve desahogo fecal, el maldito vehículo huyó presuroso sin más contemplaciones, dejándome sólo mientras me ocupaba en la tarea de señalar mi territorio junto a la farola del puente…».

Y en aquella cuneta apareció después, perplejo y asustado, esperando vanamente el regreso del desalmado vehículo. Y allí estaba contemplando el discurrir de tan malignos y veloces artilugios, llenos de risas y euforia e ignorantes de su tragedia. Pero no todas eran miradas insensibles. Aquella ojeada femenina, aunque fugaz, descubrió los trémulos ojos del can y quiso adivinar el porqué de la tristeza que mostraban « … Se habrá perdido y lo estarán buscando…»; «… Quizá el dueño lo ha sujetado a las matas para recogerlo al regreso…»; «…O lo habrán abandonado deliberadamente…» Y esta última posibilidad humedeció el corazón de la viajera por unos instantes. Sin embargo, en estas consideraciones íntimas terminó todo y el vehículo siguió su camino.

O casi todo, porque al regreso de aquellos ojos inquisidores que le observaron a la ida, se produjo el milagro. En el mismo sitio seguía el can, esta vez con los ojos brillantes de ansiedad y temor, y un atisbo de esperanza porque el coche blanco se paró. Después de un breve recorrido de incertidumbre, unas manos, entre decididas y cautelosas, se acercaron y lo introdujeron en el vehículo.

 2018/04/26 - La llegada – II 

 Aquella familia que lo rescató respiraba olor a cariño y apuntaba presagios alentadores. Así que, a pesar de su rechazo consumado, a todos los Henry Ford y congéneres que pululan por las carreteras del mundo, pensó que había que ser juicioso y aguantar una vez más. —«Veremos, ladró para sus adentros el can. De momento oír, ver y callar y de gruñidos los menos, se dijo. Lo acomodaron con ternura en el interior y partieron raudos a su destino. A lo largo del viaje, si nuestro héroe sintió desazón alguna, apenas fue perceptible y desde luego poco preocupante.

La entrada al nuevo hogar fue gloriosa. Aquella casa, con espacios al aire libre para sus desahogos y siestas a la sombra; aquella cancela siempre dispuesta a facilitar sus correrías; aquellos pares de ojos que lo miraban con absoluta ternura mientras le llenaban el cuenco; aquellas delicadas manos siempre dispuestas a la carantoña; y, sobre todo, aquella mujer encantadora que sonreía y cantaba a poco que se lo pidiera el cuerpo, eran todo un prometedor remanso de paz al que dedicaría sus mejores maneras. Eso sí, esperaba disfrutar de la libertad que intuía, y con la que siempre soñó, sin más limites que los de la prudencia en el regreso. Y así, los primeros días fueron discretos en cuanto a escapadas, pero al descubrir lo ancha que es Castilla, y que las regañinas eran más comedidas que peligrosas, amplió sus horizontes y comenzó a husmear la popa de tirias y troyanas de toda la comarca —que en ningún caso lucían los extravagantes penachos rosa ni le hacían ascos a la libertad sexual— y se relacionó con amiguetes, algunos de dudosa reputación. Y como consecuencia de semejantes devaneos, en más de una ocasión, se vio envuelto en altercados con otros canes aborígenes, y los peligrosos cimarrones aventureros que le proporcionaron más de un serio disgusto.

Para sus escapadas, también contó con la inestimable ayuda de los niños del pueblo que le convirtieron en una especie de mascota a la que se acercaban para llevárselo en sus correrías. Y así, e instigado por ellos, corrió tras los topillos, los conejos, las liebres y alguna que otra perdiz que se burló de su audacia revoloteándole sin piedad. Todas estas novedades, y las atolondradas andanzas en solitario, le llevaron a perder el tiempo en ocasiones e incumplir su promesa de prudencia en la retirada. Así fue cómo en las vísperas de la función local, llegó a casa hecho unos zorros después de haber provocado la inquietud y el desasosiego de su familia de acogida a la que tanto debía. Agachó la cabeza sumiso, esperando acongojado lo peor para su desatino, pero nada de lo que temía sucedió. Pudo más la alegría de su regreso que el deseo de penalización y salió indemne del lance.  Al día siguiente, apareció en el atrio de la iglesia con sus mejores lanas, dispuesto a ocupar sitial junto a la corporación municipal, presidida por su amo quien, le impidió la entrada.

2018/04/30 - La escapada – III 

 —«Se me ha olvidado decir que ahora me llamo Zacarías y necesito dedicar mis mejores ladridos a Evi, que así la llama Emilio, su querido edil de Villanueva Matamala, recientemente nombrado caballero de la «Gran Cruz de San Esteban» por el Pleno de la Coral de Cámara del Santo. A ella, porque es más que condescendiente con mis desatinos escapatorios, y, porque cada vez que me mira resuelta a llamarme al orden, siempre termina cediendo comprensiva, pensando sin duda en mi juventud y en los agobios que debí sufrir en aquella comunidad de tarados que la tenían tomada conmigo. Y ladraré también con regocijo a cada uno de los miembros de la familia, a quienes adoro, y a los que sólo les pido un favor: que no me hagan reconsiderar mi frontal rechazo a cualquier cosa que se mueva con cuatro ruedas».

Fue uno de esos espléndidos atardeceres del mes de julio, en los que después de sestear su pitanza, con algunos añadidos porcinos a los que el estío no es muy propicio, Zacarías pensó que el mundo era hermoso y, como buen castellano de la meseta, decidió que el espacio de Matamala le venía algo corto.

La familia que le había adoptado como a un hijo, aparcaba sus sueños entre butacones y mecedoras, y decidió que era un buen momento para añadir nuevas experiencias a su mundo rural ya ampliamente explorado.  Nadie le echaría de menos hasta bien entrada la anochecida y para entonces ya estaría de regreso. No. No es que estuviera incómodo, descontento o ni siquiera aburrido. Es que después de haber dejado muy atrás su condición de urbanita, por demás controlado y constreñido a unos hábitos familiares ramplones, la vida en el campo le había convertido en un investigador nato. Aquí, en la holgura de la familia que le había proporcionado un hábitat envidiable, y convertido en señor de hembras caninas, ―entre las que había ya provocado más de un altercado después de elegir amiga, compañera y finalmente madre de su primer vástago— había completado el ciclo completo de las correrías y relaciones sociales en la villa. Así que decidió poner a prueba su olfato, sus patas y, sobre todo, su audacia.

Y, a pesar del sofocante bochorno, salió con el ánimo resuelto y el rabo enhiesto dispuesto a llegar a aquellos horizontes de donde decían proceder sus cordiales enemigos, los perros cimarrones. Algunos de éstos habían mencionado sus correrías detrás de jabalíes, antílopes y, en ocasiones, hasta de osos en los bosques de alta montaña. Otros, más discretos y quebrantados, confesaban haber permanecido enrabietados durante muchas horas al cuidado de casas de campo apartadas de los núcleos urbanos. Los más, maldecían a sus amos cazadores que los dejaron abandonados, después de una agotadora temporada de caza de codornices y conejos.

Al final unos y otros habían conseguido liberarse. Unos mostrando una sumisión engañosa para escapar con un corte de patas traseras al menor descuido, y otros, abandonados sin contemplaciones como era el caso de Zacarías.

 2018/05/12 - Desaparecido – IV 

 A pesar de todo, aunque advertido como estaba de los riesgos que traían consigo aquellas veleidades, se encaminó por las veredas menos frecuentadas del pueblo hasta llegar a un altozano, desde el que se contemplaban las airosas agujas de la catedral burgalesa.

Pero sigamos con su aventura. No era Zacarías de los perros que se amilanan fácilmente y siguió caminando. La tarde daba para mucho y el sol parecía calmar sus ardores. Y cometió la gran torpeza que antaño le había hecho infeliz por unas horas. Ante sí tenía docenas de aquellos odiados monstruos de cuatro ruedas que, en la recién anochecida, se asemejaban a feroces dragones desprendiendo fuego por aquellos agujeros luminosos. Entre el dantesco centelleo de fauces enloquecidas, pitadas encrespadas y bramidos de motor, sintió los primeros temblores en sus nalgas traseras y añoró la paz abandonada. Quiso regresar a la dulzura de su hogar y comenzó a deambular tratando de desandar el camino que nunca debió tomar…  

Pasó la noche y la mañana, y el atardecer; y la alarma se encendió en el más rojo de los sobresaltos. Y comenzaron las búsquedas en la vecindad: canes amigos de tertulia; perritas dispuestas a cederle un espacio en su almohadón; parajes y huertas del entorno por si un descalabro le hubiera atrapado entre las empalizadas; kilómetros de la carretera por si unas ruedas precipitadas lo hubieran pasado por encima dejándole malherido… Nada, ni siquiera pastores y agricultores en faena le habían localizado deambulando sin rumbo…

La tristeza invadió a toda la familia después de los días sin retorno del animal. No había luz alguna que iluminara la esperanza del regreso como fuera: avergonzado, humillado, astroso… incluso malherido…

Después de algunas semanas de espera, la más tenue de las luces de la esperanza llegó de la voz de alguien que dijo haberle visto. Estaba en compañía de un muchacho joven de cabellos azabache y barba de pocos días. Permanecían sentados ambos a la entrada del arco de Santamaría burgalés, tañendo él la mañana con una guitarra, y mostrando Zacarías su agradecimiento a las manos que dejaban monedas en el ajado sombrero. Con el reclamo de su rabo inquieto y un breve ladrido, convertía en dineros la simpatía que su estampa y actitud provocaba en los caminantes.

No. No estaba atado. Seguía siendo libre, jovial y cariñoso. Había cambiado la vida placentera de su patio entrañable por la bohemia y la solidaridad. El muchacho le mostraba su cariño y, con su rostro iluminado, parecía confirmar que, al fin, había encontrado en el animal la comprensión y el cariño que la vida le había negado…

Nunca sabremos si los ojos que dijeron haberle visto en la ciudad eran verdad o ficción. Si así fue, bendita decisión la de Zacarías que le llevó a intuir la imperiosa necesidad de cariño en un alma humana desarraigada. Y se entregó a ella con el mismo fervor y fidelidad con que lo había hecho, primero con Quique y Mónica, y luego con Eva y su familia. 

 

 

 

 

martes, 23 de septiembre de 2025

Estambul en cinco días

 





 


Fue fundada con el nombre de Bizancio en el promontorio de Sarayburnu alrededor del año 667 a. C., y su influencia y tamaño fueron creciendo hasta convertirse en una de las ciudades más importantes de la historia universal. Desde su refundación bajo el nombre de Constantinopla en el 330 d. C., Estambul ha sido la capital de los imperios romano y bizantino (330-1204 y 1261-1453), latino (1204-1261) y otomano (1453-1922).[4]​ Fue una de las ciudades en las que floreció el primer cristianismo y, más adelante, el cristianismo ortodoxo. Tras la caída de Constantinopla ante los otomanos en 1453, la ciudad fue transformada en la sede del califato otomano y se transformó progresivamente en una ciudad musulmana. Sin embargo, la influencia del cristianismo en la ciudad es innegable.[5]









 

El Cementerio de Sad Hill

Es una obra de arquitectura cinematográfica construida dentro de los límites municipales de Contreras y Santo Domingo de Silos, en la provincia de Burgos (España), para el rodaje de la escena final de la película El bueno, el feo y el malo.

 

Ubicación

Saliendo de Salas de los Infantes, se sigue la N-234 en dirección Burgos y se llega hasta Hortígüela. A partir del desvío hacia Covarrubias y después de 3,5 km, tras tomar un desvío a la derecha de la carretera, se llega al lugar del rodaje de la batalla del puente de Langston.

Un km después se llega al monasterio de San Pedro de Arlanza, lugar de rodaje de la misión de San Antonio. En dirección a Covarrubias y justo antes de cruzar el segundo puente sobre el río Arlanza en Fuente Tubilla, debe tomarse el camino que surge a la derecha en dirección a Contreras, desde donde se toma la pista que lleva a Santo Domingo de Silos. Este camino conduce al cementerio de Sad Hill. El Cementerio se encuentra a 2 km de la localidad de Contreras.

En 2017, la Asociación Cultural Sad Hill dio los pasos previos a la declaración del de Sad Hill como Bien de Interés Cultural (BIC).[3]

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