Al fin ha llegado el otoño con su carga de
nubes grises quebrando sin reparos el azul del cielo castellano. Ya se han
afincado las castañeras en los portales de Antón y, acurrucadas en torno al brasero protector, muestran silenciosas su mercancía entre chisporroteos y tufillos. Los vientos del norte,
empeñados en su condición de quitameriendas, imponen su ritmo y empujan
acuciosos a las hojas de los árboles que inician presurosas y desorientadas su
vuelo sin retorno. Los niños estrenan sus botas de agua en busca de charcos y
las abuelas se mueven diligentes en torno a los castaños para recoger el fruto liberador de polillas y parásitos. Gabardinas, bufandas y gorras anuncian
ya su penetrante olor a naftalina y, en los mercadillos, las escasas endrinas
de una cosecha cicatera se venden a precio de pacharán etiquetado. Es sin duda
el otoño burgalés con todo su esplendor.
Esta
mañana he aparcado mi bicicleta y atraído por la imagen de las moras cuyos
setos bordean las márgenes del Arlanzón he pensado en alcanzar algunas. El río, sin duda más generoso de caudal que lo
solía en otros tiempos, tiene a su vera un tupido bosque que, por su margen
izquierda, se extiende exuberante entre la plaza de toros y el puente de Capiscol. Acompañándole aguas arriba y abajo pedaleo a diario y, al paso, cada
mañana se ofrecen tentadoras a mis ojos las más hermosas zarzamoras del otoño en
la Quinta. Así que, uno, que conserva la intrepidez mental de los tiempos en
que las recogía a puñados cuando mozalbete en la villa, ha decidido que era el
momento de arriesgar y conseguir las más hermosas que, por inalcanzables, se
insinuaban aún más seductoras. He traspasado los límites del malecón por el
atajo, invadido los dominios de ratas, ratones, lagartijas y musarañas ―que de todo eso y algo menos natural hay en el boscaje― y serpeado por el intríngulis de la esquiva
maraña para, después de descubrir mis mermadas facultades para alcanzarlas, abandonar el intento y desistir. Al fin y al cabo, he recordado la fábula de la zorra y las uvas y, superado el desencanto, regresado a casa con la imagen de las tentadoras frutas atrapadas entre las
aviesas zarzas y algunos elocuentes arañazos en brazos y piernas, evidencia
lamentable de mi agilidad perdida.
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