En esta ocasión, el autor del relato tiene un rincón especial en mi afecto porque nuestra mutua estima nació en el aula que compartimos a principios de los años setenta. Yo era su maestro de Segundo de Primaria y él, uno de mis más recordados alumnos de aquel grupo. Ahora es un hombre felizmente casado y ambos, ella y él, están especialmente entregados a toda suerte de inquietudes culturales y de interés por la Naturaleza, que les convierte en verdaderos adalides de la lucha por el respeto y la mejora del medio ambiente. Su sensibilidad incluye la vida animal y con ella el rescate de un maltratado e indefenso can como lo ha sido la adopción de Luna, una perrita abandonada a su suerte por el dueño.
Aquella tarde de agosto abrasador, dos cazadores hacían recuento de su hazaña cinegética a la sombra de unos matorrales junto a la linde. Por ella discurría un humilde regato de agua limpia, vertida desde una de las pocas fuentes que aún quedan por aquéllos lares burgaleses. Y allí, junto al humilde cuenco de agua escondida bajo la hierba, descansaban también ambos lebreles con el afán de un reposo merecido. Después de dar cuenta de las viandas depositadas en la tartera, los dos cazadores terminaron el reparto de las piezas y decidieron regresar a casa mientras mencionaban los planes de su quincena de vacaciones junto al mar. Quince días en familia de holganza al sol en la playa. Y en aquel hotelito junto al mar los perros eran un obstáculo y su presencia una incomodidad de la que había que liberarse. Para ello barajaron posibilidades y de todas ellas eligieron la más sencilla y cruel; los dejarían abandonados a su suerte a la espera de alguna mano samaritana que les diera cobijo y comida. Al fin y al cabo su estampa era buena y su viveza atractiva. Y así fue como los dos canes descubrieron la deslealtad humana después de aquella intensa jornada de galopadas tras las piezas abatidas. Ambos animales habían aportado lo mejor de su olfato y cautela y los cazadores ahora portaban eufóricos el resultado de aquella colaboración.
No tardaron mucho los animales en descubrir la malicia de su abandono y llenar sus mentes caninas de interrogantes sin respuesta. Así fue como los dos vieron llegar la noche y los días sucesivos en el descampado: sorprendidos de su abandono y desorientados en un ambiente desconocido y más tarde hostil. Terminada la primera jornada en solitario y dispuestos a organizar su vida de perros, pusieron en marcha sus recursos cazadores galopando tras liebres, codornices y perdices que terminaron por agotarles sin recompensa alguna para su hambre. Incluso en sus correrías alocadas se convirtieron en blanco de la crueldad de algún lugareño dispuesto a su vez a convertirlos en trofeos de caza. Al volante de su coche, los persiguió con saña inusitada por caminos, veredas e incluso pastizales y barbechos. Fue una competición desproporcionada de la que únicamente la velocidad de la perrita salvó su vida. El otro animal murió al fin atropellado, víctima del vehículo asesino.
Al fin, y al límite de su resistencia canina, Luna se aproximó al humo de aquellas chimeneas que parecían ofrecer reposo y migajas. Lo había comprobado desde la loma cuando aquella mujer depositaba, junto a las puertas de la cochera, una escudilla repleta de comida para los gatos que se arremolinaban en su entorno. Se acercaría con cautela y lograría convencer a los felinos de sus propósitos exclusivamente nutritivos. Al fin y al cabo, los gatos, sus siempre enemigos cordiales, entenderían que sus afanes eran más problema de andorga que ganas de pelea. Con todos los sigilos y las tripas entretenidas en canturreos digestivos, se aproximó a la cochera y el olfato le dijo que, aun siendo comida de gatos, aquel menú prometía. La mujer observaba el devaneo de estos y pronto descubrió su presencia. Incomprensiblemente, se acercó y, después de acariciar su cabeza cariñosamente, la tendió un cuenco con el mismo contenido de los gatos. Con la avidez del hambre acumulada aceptó la comida y se entregó a la tarea mientras los gatos andaban en gresca para reclamar a bufidos más espacio junto al otro comedero. También estos se mostraban codiciosos como quien teme quedar en ayunas si no se despabila.
Después de algunos días merodeando el “comedor”, unas manos sensibles la hicieron llegar a la vivienda del joven matrimonio que la ha convertido en elemento familiar sin reserva alguna. No fueron fáciles para los anfitriones los primeros momentos de integración de Luna. Tuvo que pasar algún tiempo hasta que en ella se impuso el sosiego y la tranquilizaron sensaciones de bienestar. La mirada inquieta y profunda de los contactos iniciales se mostraba desconfiada e inquisitiva. No era aquel el hogar en que se había criado, ni era tampoco su espacio, su rincón, su cesto, su casa… Tampoco las últimas experiencias con los hombres la permitían albergar otra sensación que la de la duda... “¿qué vais a hacer conmigo? parecía leerse en sus brillantes ojos. Además, para los nuevos dueños, su historial también era una nebulosa difícil de desentrañar. Ya no era un cachorrillo para comenzar y, a la vida fácil de los primeros tiempos en familia, le habían sucedido los más deplorables trances en la convivencia con humanos. Sin embargo, el tiempo es la mejor da las terapias para restañar heridas y, al abrigo de posibles adversidades y en un ambiente estable y lleno de afectos conseguiría recuperar “su gran corazón, en los dos sentidos del término” según juicio del veterinario.
“…Ahora atiendo al nombre de Luna y al fin he superado con el cariño y la entrega de quienes me han acogido, la amargura del abandono de quienes antes me cuidaban desde que fui cachorro; tenía buena comida y cuidados y las lecciones de caza y conducta me convirtieron en una diestra rastreadora además de amiga fiel de toda la familia. Era discreta y contenida en los espacios del hogar, y juguetona y traviesa cuando salía de paseo. Llegada la temporada de caza, recorría campos y linderas para regresar con las presas cuando éstas caían abatidas entre los arbustos. Y cuando llegaban los tiempos de vacaciones, me llevaban al pueblo con los abuelos y en su compañía disfrutaba de la libertad del campo, de algunas travesuras con los gatos y de las siestas junto al sillón del anciano. Ahora ya no están en el pueblo porque decía Teresa que no podían valerse y que mejor estaban en una residencia…”
En efecto, Luna ya ha recuperado el ser natural que la caracteriza y muestra su viveza con absoluta espontaneidad; disfruta corriendo intrépida detrás de todo lo que vuela, se recrea en el agua allá en donde descubra un charco, un río o un lago y hace las delicias de quienes la observan cuando surge de las aguas con el aspecto de nutria recién emergida; los gatos siguen siendo para ella un objetivo incuestionable tras el que se lanza sin otro ánimo que el de perseguirlos y acosarlos sin ninguna crueldad. Ahora, además, ha entablado amistad con otra perrita vecina que la asesora en conductas y comportamientos en el ámbito rural. Se llama Petra y ambas, junto a sus dueños, participan en las tareas de plantación de nuevos arbolitos que cubran los desangelados espacios que el tiempo y la incuria humana habían dejado semidesiertos. Y tal parece también que esté dotada de una sensibilidad nada común. En efecto, como su libertad está controlada hasta los límites de lo razonable, en ocasiones corre riesgos que ponen en peligro su integridad y, como consecuencia de ello, se hace necesaria alguna corrección administrada con prudencia y firmeza paralelas.
“…Al comienzo de la adopción salíamos por la noche con Luna que pronto se iba "de excursión" en solitario con el riesgo de atropello en la carretera próxima. Después, regresaba sola y llamaba a la puerta con la pata. Así que tuvimos unas palabras. Con lo sensible que demostró ser al ver mi disgusto, se quedó tumbada desviando su mirada de la mía. Yo me senté en el suelo como si me fuera indiferente. Poco a poco, Luna se deslizó hasta mí. Y, como no podía ser de otra manera, la acogí y la acaricié durante un largo rato. Esto cambió una costumbre por otra; por la noche Luna sigue persiguiendo gatos, pero no se va de excursión, y cuando regresamos a casa, me siento a su lado y la premio con una generosa ración de mimos que aleje definitivamente de sí sus temores de maltrato. Son muestras de cariño que, sin duda, recibe encantada...”
Hasta aquí, una historia más del valor del cariño, el entendimiento y las buenas maneras que convirtieron a los lobos prehistóricos en compañeros fieles de las correrías nómadas del hombre primitivo y, más tarde, en las actividades más sedentarias de la especie humana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario