Hoy tocaba hablar de la felicidad en la sección dedicada a los escuchantes del programa «Más de Uno» de Onda Cero y, como suele ser lo habitual, se ha desarrollado con una variada y muy personal interpretación de las respuestas. Desde quien se consideraba muy feliz de poder contar cada día sin ningún rasguño patológico, hasta quien lo era por disfrutar de su libertad sin trabas autoritarias de ningún tipo. Había quién ante una encuesta catastrófica no encontraba nada digno para sonreír a la vida ―desempleo, terrorismo, vandalismo, maltrato, corrupción y hasta algún vecino quisquilloso…― y, sin embargo, contestaba a la pregunta clave sobre su felicidad personal confirmando que era completamente feliz; masoquista puro, vaya.
En
cuanto a mi humilde condición de celtíbero convicto, hecho de experiencias y
tradiciones coloquiales acerca del tema, recordé algunos dichos que pueden
contribuir a clarificar semejante estado emocional.
El
primero, tiene que ver con la época ―años cincuenta preferentemente― en que las
botas de piel de novillo en invierno y las alpargatas de cáñamo en verano eran
el calzado invariable en las estaciones del frío y el calor. Sin embargo, muy
de tarde en tarde, ambas prendas sufrían la competencia desleal de unos zapatos
nuevos y con lo que se experimentaba el disfrute felicísimo de tan insólita
novedad. Generalmente tenía que ver con alguna buena razón, como podía serlo el
celebrar la primera comunión o acudir a la boda de algún pariente, así que con
tal motivo se confirmaba el dicho de «está más feliz que un chico con zapatos
nuevos», que convertía al protagonista en el más encantado de los mortales aunque
sólo fuera temporalmente.
Chico austriaco recibe unos zapatos nuevos
durante la II guerra mundial (la expresión de felicidad) (Imagen de Google)
Hay
otra referencia al caso, aunque nadie la haya recordado porque se trataba de un
anuncio en la radio local y que sirvió de reclamo radiofónico en el Burgos de
los años cincuenta. El locutor, supongo que con amplia sonrisa de hombre
encantado de la vida, repetía tozudo a diario lo de «soy feliz porque me viste
Ortiz» refiriéndose al habilidoso sastre en corte y confección que por aquellos
años cincuenta disfrutaba de reconocida fama en la ciudad.
Dos
muestras concluyentes que confirman el valor de la apariencia en el vestir y
calzar, que etiquetaban a quien iba vestido con tan afortunados atuendos como el satisfecho mortal "mudado de tiros largos» que disfrutaba así de la felicidad más absoluta.
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