"MEMORIAS DE UN SEXAGENARIO ADOLESCENTE"
La
primera vez que recuerdo esta experiencia en mi casa, deambulaba yo, entre
atemorizado y morboso, detrás de los protagonistas del sacrificio. Eso sí,
procurando no entorpecer. De este modo prestaba la mejor colaboración con que a
menudo se nos persuadía a los niños en casos semejantes y que consistía en no
estorbar. Pero aquello tenía mucho de excitante y novedoso y, además, mi
presencia en aquel ritual y en día de escuela, era privilegio tradicional e
irrenunciable que estaba permitido por el maestro sin rapapolvo alguno para el
ausente.
Eran
las fechas de noviembre próximas a San Martín y ya es sabido que el almanaque,
involuntariamente supongo, tiene colocado al santo en la fecha menos halagüeña
para la tranquilidad de los puercos. Y al nuestro también le llegó su hora de
rendir cuentas. Las diez arrobas largas acumuladas a lo largo de diez meses,
dedicados a comer y dormir, parece que eran ya razón más que suficiente para
trasladarle a la despensa convertido en charcutería.
De
modo que aquel día, el señor Santos, mi padre y mi hermano Eliseo ―por aquellas
fechas mi hermano Jesús ya estaba ausente de casa y apretaba los codos en la
ciudad― fueron los enemigos declarados de aquella mole de tocino y carne que
había conseguido sus arrobas gracias a los permanentes cuidados nutritivos de
mis padres. Los tres lo sacaron entre empellones y chillidos ensordecedores y
lo colocaron tendido sobre la banca en la que se debatía impotente por escapar.
Yo sólo era un espectador inquieto y espantado de oír al pobre animal llenar la
calle con sus gritos de terror.
Cuando
hubieron consumado el sacrificio y la tensión del alboroto terminó, la calle
quedó en calma y comenzaron a chamuscar minuciosamente la piel del paquidermo
con las chistas. Después, palmo a palmo, la rasparon cuidadosamente con
afilados instrumentos y terminaron cortando el crespo rabo del animal, como si
fuera un trofeo taurino. Lo depositaron sobre los últimos rescoldos de paja
quemada caída al pie de la banca y el ensortijado apéndice se convirtió en la
primera muestra de las delicias porcinas venideras. Caliente y tostado me lo
ofreció mi padre como si fuera la recompensa por mi disciplinada «ayuda». Que
me perdone aquel lechón pero a partir de ese momento se me pasaron todos los
remilgos y espantos y comencé a pensar que tanto alboroto había merecido la
pena.
Después,
todo fue un enorme ajetreo en torno al gorrino que terminó abierto en canal y
colgado de aquel gancho misterioso que pendía de una de las vigas del
portal. Así permaneció a mis ojos hasta
el día siguiente en que, lo que había sido un robusto omnívoro que se revolcaba
impúdicamente en sus excrementos y que comía a trompicones el condumio que mi
madre le preparaba, quedó completamente troceado. Perniles, muslos, perneras,
jamones, nalgadas y ancas se amontonaron sobre las duernas por obra y gracia
del señor Santos que lo destazó con asombrosa soltura y brevedad.
En
todo el proceso, mi afán por ser útil y prestar alguna ayuda significativa ―no
sólo con la pasiva de no estorbar― me deparó más de una chanza. Lo cierto es
que muy poco podía hacer porque entre mis remilgos y mis ignorancias, con
reunir y entregar los manojos de chistas que usaban para quemar las cerdas del
animal ya tenía más que suficiente. Pero aún así, cuándo el señor Santos me
pidió ayuda se la presté veloz e incondicionalmente: «chiguito», me llamó,
«pide a tu madre un cesto para echar los sesos del gorrino». Y yo, encantado y
orgulloso, le trasladé a mi madre el encargo. Ella, siguiendo la broma, me dio
el «coloño» más grande que teníamos para el acarreo de la paja desde el desván
a la gloria. Cuando llegué a la calle con tamaño cesto, el hombre se sujetaba
el vientre con ambas manos como para impedir que las sonoras carcajadas
reventaran sus vísceras. Yo, perplejo por semejante acogida, sin saber en dónde
había errado mi encargo y por qué provocaba semejante jolgorio, descubrí el
origen de la chufla al ver llegar a mi madre tras de mí con una minúscula
cazuelita de barro. Allí fueron a parar los todavía calientes sesos del bicho.
Todavía no había llegado en mi enciclopedia a averiguar que el cerebro de este
animal nada tiene que ver ni con el grosor de sus perniles ni con sus
ordinarieces en la pocilga.
Aquella
mañana también recibí el encargo de llevar una muestra de carne para la
observación microscópica y el veredicto sanitario de D. Pedro el veterinario.
Con su visto bueno, comenzó la primera de las pitanzas de la que,
legítimamente, también participó el señor Santos. Los tiernísimos filetes de hígado
a la sartén, el pan recién horneado y los generosos tragos del porrón,
inundaron de sabroso y abundante tentempié el almuerzo mañanero que animó de
locuacidad la dormida facundia del pastor. Porque el hombre, hecho al pastoreo
desde su juventud, no era precisamente un charlatán empedernido. Claro que
tampoco sus perros y sus ovejas, en la soledad de los páramos, eran los mejores
contertulios para entretener sus largas horas de soledad. Así que, estimulado
por el vino y la pitanza, aprovechó para disfrutar de su broma para conmigo,
como lo había hecho ya con algunos de mis amigos, y pude comprobar que yo no
había sido ni el primero ni el único cándido caído en sus redes. Otros picaron
anzuelos semejantes y algunos de mayor calibre.
Luego,
junto a la que había sido madriguera del puerco, mi padre preparó una fogata
con leños apilados sobre los que colocó una trébede y, sobre ella, la brillante
caldera de cobre destinada para la ocasión. Allí fueron a parar los entripados
rellenos de arroz, sangre y especias que se convertirían al cabo en exquisitas
morcillas. Nunca supe muy bien por qué, pero en el fondo de aquella caldera,
algunas antiguas monedas de cobre permanecieron controlando hervores y cocción
como si de ellas dependiera el éxito gastronómico de aquel embutido. Y recuerdo
también cómo, junto a aquella prometedora fogata, se arremolinaron una hilera
de ollas variopintas que las vecinas llevaban, según costumbre tradicional,
para participar del sabroso festín del calducho y las morcillas. Un caldibaldo
que, lejos de ser insustancial, se convertiría en una sopa exquisita plagada
del mondongo contenido en las tripas. Porque, a pesar de las precauciones para
impedirlo, algunas de estas se reventaban por obra y gracia de los intensos
hervores y liberaban la mezcla que se unía al caldo. Con éste y una morcilla,
cada puchero iba a parar a las cocinas de la vecindad como una muestra de
estima y reciprocidad solidaria entre vecinos.
La
tarea de trocear la carne magra en pequeños tacos, incluida la de los jamones,
significó la primera fase de la elaboración artesanal de chorizos y sabadeños.
Los trozos de carne, después de adobada convenientemente al gusto de mi madre,
fueron a parar a las duernas de madera en las que permanecieron reposando y
empapándose del adobo y la sal hasta configurar la sazón adecuada. Era este
otro momento de albricias porque algunas muestras de esta carne sazonada
terminaron en la sartén y con ella en el menú de los días siguientes. Eran las
«jijas» que representaban un manjar exquisito y reconfortante para los pesares
que el sacrificio del cerdo me había provocado. No en vano, aquel animal había
formado parte del clan familiar y, desde los mimos que recibió de lechoncillo
hasta sus gruñidos y «efluvios» de cada día, le habían convertido para mí en
una especie de mascota.
Finalmente,
las duernas fueron trasladadas a la cocina vieja y allí permanecieron
protegidas por una cruz que mi madre hizo sobre la masa de aquella carne
amalgamada. Era una costumbre generalizada por la que se trataba de implorar la
protección divina para tan ingente y valiosa cantidad de proteínas. Si aquello
fallaba, el desencanto y los esfuerzos de todo un año quedarían convertidos en
podredumbre y había que evitarlo a toda costa.
Pasaron
alrededor de cuarenta y ocho horas y se inició la tarea de convertir las jijas
en chorizos. Aquí solíamos intervenir mis hermanos y yo para girar la manivela
de la choricera. La espiral sin fin empujaba la carne depositada en la tolva y
se iba alojando sumisa en las tripas que, a tramos, se ataban con apretados
hilos de algodón hasta formar una serie de chorizos en ristra. Terminada la
tarea, todas las sartas fueron a parar a las varas colgadas del techo de la
cocina vieja en donde mi padre inició el ahumado. Un fuego sin llama que se mantuvo
durante algunas semanas acariciando a los embutidos y que significó la última
fase del alimentario proceso.
Dicen
que «del cerdo hasta los andares» y así quedaron mis recuerdos del gorrino
convertido en puzzle y finalmente colgado en el techo de aquella cocina. Junto
a los chorizos aparecieron bien adobados sus perniles, huesos, costillares y
papada. Y más escondidos, dentro de una gran orza de barro, los
gruesos filetes de lomo fritos y empapados en aceite. En aquel espacio
terminaron las horas de placidez y ceba del lechoncillo que hasta ternuras
inspiraba en los brazos de mi madre consumiendo biberones.
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