Un can desconcertado – I
Escondido entre la espesura de la linde, aterido y
desconcertado, permanecía el can evaluando una explicación del por qué, él,
llegado al hogar que le recibió con albricias y los mejores augurios en la noche
de Reyes, se encontraba en semejante situación y en tan triste y completo
abandono. Aquel mundo feliz que conquistó su llegada entre los niños de la
familia; aquellos juegos entre diabluras y carantoñas de los pequeños que le
asediaban como a un peluche; aquel mullido cojín en el que reposaba sus sueños
de libertad y aventuras; aquel cuenco siempre repleto de delicias gastronómicas;
aquellas correrías persiguiendo a las ánades del Arlanzón… Todo perdido por
culpa de la estúpida pequinesa de la vecina, incapaz de consumar sus coqueterías
con una relación apasionada menos platónica y más sensual… —Si que es cierto
que, en un momento de arrebato, le arranqué de una dentellada aquel estúpido lazo rosa que lucía en el cogote y que, cada vez que nos cruzábamos en la
escalera o el parque, la dirigía el más selecto repertorio de mis rezongos
amenazadores.
Y lo peor, fue el pollo que organizaron los vecinos en la reunión
de la comunidad, porque aseguraban que yo era un perro pendenciero y donjuanesco
de muy malas maneras y que me chuleaba a todas las perritas del barrio,
incluidas las suyas. Así que a pesar de las lágrimas de Quique y Mónica
decidieron darme el escarmiento definitivo. Lo noté porque, salvo las
carantoñas y brujerías de los pequeños, mi situación de privilegio y confort
desapareció tras la malhadada y vocinglera reunión de vecinos. Así que en la
mañana de viaje en el coche, y después de detenernos para un breve desahogo
fecal, el maldito vehículo huyó presuroso sin más contemplaciones, dejándome
sólo mientras me ocupaba en la tarea de señalar mi territorio junto a la farola
del puente…».
Y allí estaba contemplando el discurrir de tan malignos y veloces
artilugios, llenos de risas y euforia e ignorantes de su tragedia. Pero no todas
eran miradas insensibles. Aquella ojeada femenina, aunque fugaz, descubrió los
trémulos ojos del can y quiso adivinar el porqué de la tristeza que mostraban;
—se habrá perdido y lo estarán buscando, —quizá su dueño lo ha sujetado a las
matas para recogerlo al regreso —o lo habrán abandonado deliberadamente… Pero en
estas consideraciones íntimas terminó todo y el vehículo siguió su camino.
O
casi todo, porque al regreso de aquellos ojos inquisidores que le observaron a
la ida, se produjo el milagro… En el mismo sitio seguía el can, esta vez con los
ojos brillantes de ansiedad y temor y un atisbo de esperanza porque el coche
blanco se paró. Después de un breve recorrido de incertidumbre, unas manos,
entre decididas y cautelosas, se le acercaron y lo recogieron para introducirlo
en el vehículo. Entre recelos y prudente confianza accedió al trasiego y se dejó
acomodar. Aquella familia que lo ocupaba respiraba olor a cariño y apuntaban
presagios alentadores.
Ancha es Castilla – II
La llegada al nuevo hogar fue
gloriosa. Aquella casa, con espacios al aire libre para sus desahogos y siestas
a la sombra; aquella cancela siempre dispuesta a facilitar sus correrías;
aquellos pares de ojos que lo miraban con absoluta ternura mientras le llenaban
el cuenco; aquellas delicadas manos siempre dispuestas a la carantoña; y, sobre
todo, aquella mujer encantadora que sonreía y cantaba a poco que se lo pidiera
el cuerpo, eran todo un prometedor remanso de paz al que dedicaría sus mejores
maneras. Eso sí, esperaba disfrutar de la libertad que intuía, y con la que
siempre soñó, sin más limites que los de la prudencia en el regreso. Y así, los
primeros días fueron discretos en cuanto a escapadas, pero al descubrir lo ancha
que es Castilla y que las regañinas eran más comedidas que peligrosas, amplió
sus horizontes y comenzó a husmear la popa de tirias y troyanas de toda la
comarca ―que en ningún caso lucían los extravagantes penachos rosa ni le hacían
ascos a ciertas licencias amatorias― y se relacionó con amiguetes, algunos de
dudosa reputación. Y como consecuencia de semejantes devaneos, en más de una
ocasión se vio envuelto en altercados con otros canes aborígenes y los
peligrosos cimarrones aventureros de la comarca que le proporcionaron más de un
serio disgusto.
Para sus escapadas, también contó con la inestimable ayuda de
los niños del pueblo que le convirtieron en una especie de mascota a la que se
acercaban para llevárselo en sus correrías. Y así, e instigado por ellos, corrió
tras los topillos, los conejos, las liebres y alguna que otra perdiz que se
burló de su audacia revoloteándole sin piedad… Todas estas novedades y las
atolondradas andanzas en solitario le llevaron a perder el tiempo en ocasiones e
incumplir su promesa de prudencia en la retirada. Así fue cómo en las vísperas
de la fiesta local, llegó a casa hecho unos zorros, después de haber provocado
la inquietud y el desasosiego de su familia de acogida a la que tanto debía.
Agachó el cabeza sumiso, esperando acongojado lo peor para su destino, pero nada
de lo que temía sucedió. Pudo más la alegría de su regreso que el deseo de
penalización y salió indemne del lance.
Se me olvidaba decir que ahora me llamo
Zacarías y necesito dedicar mis mejores ladridos a toda la familia que me ha
convertido en su mascota más preciada y regalado con toda suerte de carantoñas y
ternuras. Sobre todo, a la esposa, porque ella es más que condescendiente con
mis desatinos escapatorios, y, porque cada vez que me mira resuelta a llamarme
al orden, siempre termina cediendo comprensiva, pensando sin duda en mi juventud
y en los agobios que debí sufrir en aquella comunidad de tarados que la tenían
tomada conmigo. Oteando nuevos horizontes – III No es que estuviera incómodo,
descontento o ni siquiera aburrido. Es que después de haber dejado muy atrás su
condición de urbanita, por demás controlado y constreñido a unos hábitos
familiares ramplones, la vida en el campo le había convertido en un investigador
nato. Aquí, en la holgura de una familia que le había proporcionado un hábitat
envidiable y convertido en señor de hembras caninas, ―entre las que había ya
provocado más de un altercado después de elegir amiga, compañera y finalmente
madre de su primer vástago― había completado el ciclo completo de las correrías
y relaciones sociales en la villa. Así que decidió poner a prueba su olfato, sus
patas y, sobre todo, su audacia. Y, a pesar del sofocante bochorno, salió con el
ánimo resuelto y el rabo enhiesto dispuesto a llegar a aquellos horizontes de
donde decían proceder sus «cordiales» enemigos, los perros cimarrones. Algunos
de éstos habían mencionado sus correrías detrás de jabalíes, antílopes y, en
ocasiones, hasta de osos en los bosques de alta montaña. Otros, más discretos y
quebrantados, confesaban haber permanecido enrabietados durante muchas horas al
cuidado de casas de campo apartadas de los núcleos urbanos. Los más, maldecían a
sus amos cazadores que los dejaron abandonados, camino de Benidorm, después de
una agotadora temporada de caza de codornices y conejos. Al final unos y otros
habían conseguido liberarse. Unos mostrando una sumisión engañosa para escapar
con un corte de patas traseras al menor descuido, y otros, abandonados sin
contemplaciones como era el caso de Zacarías. Había quien contaba que a punto
estuvo de dejar sus huesos aplanados sobre el asfalto por culpa de las bestias
de cuatro ruedas que embisten como mastines. Aquellas aventuras entre verídicas
y falaces le habían llenado de perplejidad y temor porque lo suyo había sido
sólo el resultado de inquinas de comunidad y hartazgo de altercados de los
padres de Quique y Mónica. Así que, visto lo visto, su experiencia, después de
todo, había terminado con final feliz en su nuevo destino.
A pesar de todo,
aunque advertido como estaba de los riesgos que traían consigo aquellas
veleidades, se encaminó por las veredas menos frecuentadas del pueblo hasta
llegar a un altozano, desde el que se contemplaban las airosas agujas de la
catedral burgalesa. Allí se le humedecieron los ojos con los recuerdos de los
paseos diarios que disfrutaba en compañía de Quique y Mónica por la Quinta, el
Espolón o la Isla. Cierto que siempre lo hacía nervioso entre coqueteos,
desaires y alguna que otra bronca con otros congéneres que, invariablemente,
terminaba con una buena regañina en su cubículo. Aun así, sus ojos se
humedecieron llenos de sensaciones encontradas. Porque su familia de ahora,
cargada de cariño hacia él y siempre dispuesta a la carantoña y el juego; su
patio de recreo en el que tramaba sus correrías mientras llenaba la andorga y su
libertad sin límites, le habían convertido en el más feliz de los caninos
mortales.
La ausencia
La familia que le había adoptado como a un hijo, aparcaba
sus sueños entre butacones y mecedoras y decidió que era un buen momento para
añadir nuevas experiencias a su mundo rural ya ampliamente explorado. Nadie le
echaría de menos hasta bien entrada la anochecida y para entonces ya estaría de
regreso. No, no es que estuviera incómodo, descontento o ni siquiera aburrido.
Es que después de haber dejado muy atrás su condición de urbanita, por demás
controlado y constreñido a unos hábitos familiares ramplones, la vida en el
campo le había convertido en un investigador nato. Aquí, en la holgura de una
familia que le había proporcionado un hábitat envidiable y convertido en señor
de hembras caninas, —entre las que había ya provocado más de un altercado
después de elegir amiga, compañera y finalmente madre de su primer vástago—
había completado el ciclo íntegro o de las correrías y relaciones sociales en la
villa. Así que decidió poner a prueba su olfato, sus patas y, sobre todo, su
audacia. Y, a pesar del sofocante bochorno, salió con el ánimo resuelto y el
rabo enhiesto dispuesto a llegar a aquellos horizontes de donde decían proceder
sus cordiales enemigos, los perros cimarrones. Aquellas aventuras entre
verídicas y falaces le habían llenado de perplejidad y temor porque lo suyo
había sido sólo el resultado de inquinas de comunidad y hartazgo de altercados
de los padres de Quique y Mónica. Así que, visto lo visto, su experiencia,
después de todo, había terminado con final feliz en casa de Evi. Nada parecido a
lo que contaban sus colegas de campo.
Entretanto, en el hogar abandonado, la
noche comenzaba a mostrar el lado feliz del sueño castellano a pierna suelta. Y
entre sus deudos comenzaron a dispararse las primeras alarmas; Zacarías había
sido imprudente en ocasiones, pero nunca desleal. Volverá pronto pensaron…
Además, conoce el terreno, sabe defenderse y, en el peor de los supuestos,
alguien se ha prendado de su estampa y maneras y ha decidido convertirle en su
personal sabueso… Al fin y al cabo, ya tiene experiencia de nómada a su pesar…
Pasó la noche y la mañana, y el atardecer; y la alarma se encendió en el más
rojo de los sobresaltos. Y comenzaron las búsquedas en la vecindad: canes amigos
de tertulia; perritas dispuestas a cederle un espacio en su almohadón; parajes y
huertas del entorno por si un descalabro le hubiera atrapado entre las
empalizadas; kilómetros de la carretera por si unas ruedas precipitadas lo
hubieran pasado por encima dejándole malherido… Nada, ni siquiera pastores y
agricultores en faena le habían localizado deambulando sin rumbo… La tristeza
invadió a toda la familia después de los días sin retorno del animal. No había
luz alguna que iluminara la esperanza del regreso como fuera; avergonzado,
humillado, astroso… incluso malherido… Después de algunas semanas de espera, la
más tenue de las luces de la esperanza llegó de la voz de alguien que dijo
haberle visto. Estaba en compañía de un muchacho joven de cabellos azabache y
barba de pocos días. Permanecían sentados ambos a la entrada del arco de
Santamaría burgalés, tañendo él la mañana con una guitarra y mostrando Zacarías
su agradecimiento a las manos que dejaban monedas en el ajado sombrero. Con el
reclamo de su rabo inquieto y un breve ladrido, convertía en dineros la simpatía
que su estampa y actitud provocaba en los caminantes. No. No estaba atado.
Seguía siendo libre, jovial y cariñoso. Había cambiado la vida placentera de su
patio entrañable por la bohemia y la solidaridad.
El muchacho le mostraba su
cariño y, con su rostro iluminado, parecía confirmar que, al fin, había
encontrado en el animal la comprensión y el cariño que la escapada le había
negado… Nunca sabremos si los ojos que dijeron haberle visto en la ciudad eran
verdad o ficción. Si así fue, bendita decisión la de Zacarías que le llevó a
intuir la imperiosa necesidad de cariño en un alma humana desarraigada. Y se
entregó a ella con el mismo fervor y fidelidad con que lo había hecho, primero
con Quique y Mónica y luego con Eva y su familia.