viernes, 11 de octubre de 2024


Un can desconcertado – I 

Escondido entre la espesura de la linde, aterido y desconcertado, permanecía el can evaluando una explicación del por qué, él, llegado al hogar que le recibió con albricias y los mejores augurios en la noche de Reyes, se encontraba en semejante situación y en tan triste y completo abandono. Aquel mundo feliz que conquistó su llegada entre los niños de la familia; aquellos juegos entre diabluras y carantoñas de los pequeños que le asediaban como a un peluche; aquel mullido cojín en el que reposaba sus sueños de libertad y aventuras; aquel cuenco siempre repleto de delicias gastronómicas; aquellas correrías persiguiendo a las ánades del Arlanzón… Todo perdido por culpa de la estúpida pequinesa de la vecina, incapaz de consumar sus coqueterías con una relación apasionada menos platónica y más sensual… —Si que es cierto que, en un momento de arrebato, le arranqué de una dentellada aquel estúpido lazo rosa que lucía en el cogote y que, cada vez que nos cruzábamos en la escalera o el parque, la dirigía el más selecto repertorio de mis rezongos amenazadores. 

Y lo peor, fue el pollo que organizaron los vecinos en la reunión de la comunidad, porque aseguraban que yo era un perro pendenciero y donjuanesco de muy malas maneras y que me chuleaba a todas las perritas del barrio, incluidas las suyas. Así que a pesar de las lágrimas de Quique y Mónica decidieron darme el escarmiento definitivo. Lo noté porque, salvo las carantoñas y brujerías de los pequeños, mi situación de privilegio y confort desapareció tras la malhadada y vocinglera reunión de vecinos. Así que en la mañana de viaje en el coche, y después de detenernos para un breve desahogo fecal, el maldito vehículo huyó presuroso sin más contemplaciones, dejándome sólo mientras me ocupaba en la tarea de señalar mi territorio junto a la farola del puente…». 

Y allí estaba contemplando el discurrir de tan malignos y veloces artilugios, llenos de risas y euforia e ignorantes de su tragedia. Pero no todas eran miradas insensibles. Aquella ojeada femenina, aunque fugaz, descubrió los trémulos ojos del can y quiso adivinar el porqué de la tristeza que mostraban; —se habrá perdido y lo estarán buscando, —quizá su dueño lo ha sujetado a las matas para recogerlo al regreso —o lo habrán abandonado deliberadamente… Pero en estas consideraciones íntimas terminó todo y el vehículo siguió su camino. 

O casi todo, porque al regreso de aquellos ojos inquisidores que le observaron a la ida, se produjo el milagro… En el mismo sitio seguía el can, esta vez con los ojos brillantes de ansiedad y temor y un atisbo de esperanza porque el coche blanco se paró. Después de un breve recorrido de incertidumbre, unas manos, entre decididas y cautelosas, se le acercaron y lo recogieron para introducirlo en el vehículo. Entre recelos y prudente confianza accedió al trasiego y se dejó acomodar. Aquella familia que lo ocupaba respiraba olor a cariño y apuntaban presagios alentadores. 

Ancha es Castilla – II 

La llegada al nuevo hogar fue gloriosa. Aquella casa, con espacios al aire libre para sus desahogos y siestas a la sombra; aquella cancela siempre dispuesta a facilitar sus correrías; aquellos pares de ojos que lo miraban con absoluta ternura mientras le llenaban el cuenco; aquellas delicadas manos siempre dispuestas a la carantoña; y, sobre todo, aquella mujer encantadora que sonreía y cantaba a poco que se lo pidiera el cuerpo, eran todo un prometedor remanso de paz al que dedicaría sus mejores maneras. Eso sí, esperaba disfrutar de la libertad que intuía, y con la que siempre soñó, sin más limites que los de la prudencia en el regreso. Y así, los primeros días fueron discretos en cuanto a escapadas, pero al descubrir lo ancha que es Castilla y que las regañinas eran más comedidas que peligrosas, amplió sus horizontes y comenzó a husmear la popa de tirias y troyanas de toda la comarca ―que en ningún caso lucían los extravagantes penachos rosa ni le hacían ascos a ciertas licencias amatorias― y se relacionó con amiguetes, algunos de dudosa reputación. Y como consecuencia de semejantes devaneos, en más de una ocasión se vio envuelto en altercados con otros canes aborígenes y los peligrosos cimarrones aventureros de la comarca que le proporcionaron más de un serio disgusto. 

Para sus escapadas, también contó con la inestimable ayuda de los niños del pueblo que le convirtieron en una especie de mascota a la que se acercaban para llevárselo en sus correrías. Y así, e instigado por ellos, corrió tras los topillos, los conejos, las liebres y alguna que otra perdiz que se burló de su audacia revoloteándole sin piedad… Todas estas novedades y las atolondradas andanzas en solitario le llevaron a perder el tiempo en ocasiones e incumplir su promesa de prudencia en la retirada. Así fue cómo en las vísperas de la fiesta local, llegó a casa hecho unos zorros, después de haber provocado la inquietud y el desasosiego de su familia de acogida a la que tanto debía. Agachó el cabeza sumiso, esperando acongojado lo peor para su destino, pero nada de lo que temía sucedió. Pudo más la alegría de su regreso que el deseo de penalización y salió indemne del lance. 

Se me olvidaba decir que ahora me llamo Zacarías y necesito dedicar mis mejores ladridos a toda la familia que me ha convertido en su mascota más preciada y regalado con toda suerte de carantoñas y ternuras. Sobre todo, a la esposa, porque ella es más que condescendiente con mis desatinos escapatorios, y, porque cada vez que me mira resuelta a llamarme al orden, siempre termina cediendo comprensiva, pensando sin duda en mi juventud y en los agobios que debí sufrir en aquella comunidad de tarados que la tenían tomada conmigo. Oteando nuevos horizontes – III No es que estuviera incómodo, descontento o ni siquiera aburrido. Es que después de haber dejado muy atrás su condición de urbanita, por demás controlado y constreñido a unos hábitos familiares ramplones, la vida en el campo le había convertido en un investigador nato. Aquí, en la holgura de una familia que le había proporcionado un hábitat envidiable y convertido en señor de hembras caninas, ―entre las que había ya provocado más de un altercado después de elegir amiga, compañera y finalmente madre de su primer vástago― había completado el ciclo completo de las correrías y relaciones sociales en la villa. Así que decidió poner a prueba su olfato, sus patas y, sobre todo, su audacia. Y, a pesar del sofocante bochorno, salió con el ánimo resuelto y el rabo enhiesto dispuesto a llegar a aquellos horizontes de donde decían proceder sus «cordiales» enemigos, los perros cimarrones. Algunos de éstos habían mencionado sus correrías detrás de jabalíes, antílopes y, en ocasiones, hasta de osos en los bosques de alta montaña. Otros, más discretos y quebrantados, confesaban haber permanecido enrabietados durante muchas horas al cuidado de casas de campo apartadas de los núcleos urbanos. Los más, maldecían a sus amos cazadores que los dejaron abandonados, camino de Benidorm, después de una agotadora temporada de caza de codornices y conejos. Al final unos y otros habían conseguido liberarse. Unos mostrando una sumisión engañosa para escapar con un corte de patas traseras al menor descuido, y otros, abandonados sin contemplaciones como era el caso de Zacarías. Había quien contaba que a punto estuvo de dejar sus huesos aplanados sobre el asfalto por culpa de las bestias de cuatro ruedas que embisten como mastines. Aquellas aventuras entre verídicas y falaces le habían llenado de perplejidad y temor porque lo suyo había sido sólo el resultado de inquinas de comunidad y hartazgo de altercados de los padres de Quique y Mónica. Así que, visto lo visto, su experiencia, después de todo, había terminado con final feliz en su nuevo destino. 

A pesar de todo, aunque advertido como estaba de los riesgos que traían consigo aquellas veleidades, se encaminó por las veredas menos frecuentadas del pueblo hasta llegar a un altozano, desde el que se contemplaban las airosas agujas de la catedral burgalesa. Allí se le humedecieron los ojos con los recuerdos de los paseos diarios que disfrutaba en compañía de Quique y Mónica por la Quinta, el Espolón o la Isla. Cierto que siempre lo hacía nervioso entre coqueteos, desaires y alguna que otra bronca con otros congéneres que, invariablemente, terminaba con una buena regañina en su cubículo. Aun así, sus ojos se humedecieron llenos de sensaciones encontradas. Porque su familia de ahora, cargada de cariño hacia él y siempre dispuesta a la carantoña y el juego; su patio de recreo en el que tramaba sus correrías mientras llenaba la andorga y su libertad sin límites, le habían convertido en el más feliz de los caninos mortales. 

La ausencia 

La familia que le había adoptado como a un hijo, aparcaba sus sueños entre butacones y mecedoras y decidió que era un buen momento para añadir nuevas experiencias a su mundo rural ya ampliamente explorado. Nadie le echaría de menos hasta bien entrada la anochecida y para entonces ya estaría de regreso. No, no es que estuviera incómodo, descontento o ni siquiera aburrido. Es que después de haber dejado muy atrás su condición de urbanita, por demás controlado y constreñido a unos hábitos familiares ramplones, la vida en el campo le había convertido en un investigador nato. Aquí, en la holgura de una familia que le había proporcionado un hábitat envidiable y convertido en señor de hembras caninas, —entre las que había ya provocado más de un altercado después de elegir amiga, compañera y finalmente madre de su primer vástago— había completado el ciclo íntegro o de las correrías y relaciones sociales en la villa. Así que decidió poner a prueba su olfato, sus patas y, sobre todo, su audacia. Y, a pesar del sofocante bochorno, salió con el ánimo resuelto y el rabo enhiesto dispuesto a llegar a aquellos horizontes de donde decían proceder sus cordiales enemigos, los perros cimarrones. Aquellas aventuras entre verídicas y falaces le habían llenado de perplejidad y temor porque lo suyo había sido sólo el resultado de inquinas de comunidad y hartazgo de altercados de los padres de Quique y Mónica. Así que, visto lo visto, su experiencia, después de todo, había terminado con final feliz en casa de Evi. Nada parecido a lo que contaban sus colegas de campo. 

Entretanto, en el hogar abandonado, la noche comenzaba a mostrar el lado feliz del sueño castellano a pierna suelta. Y entre sus deudos comenzaron a dispararse las primeras alarmas; Zacarías había sido imprudente en ocasiones, pero nunca desleal. Volverá pronto pensaron… Además, conoce el terreno, sabe defenderse y, en el peor de los supuestos, alguien se ha prendado de su estampa y maneras y ha decidido convertirle en su personal sabueso… Al fin y al cabo, ya tiene experiencia de nómada a su pesar… Pasó la noche y la mañana, y el atardecer; y la alarma se encendió en el más rojo de los sobresaltos. Y comenzaron las búsquedas en la vecindad: canes amigos de tertulia; perritas dispuestas a cederle un espacio en su almohadón; parajes y huertas del entorno por si un descalabro le hubiera atrapado entre las empalizadas; kilómetros de la carretera por si unas ruedas precipitadas lo hubieran pasado por encima dejándole malherido… Nada, ni siquiera pastores y agricultores en faena le habían localizado deambulando sin rumbo… La tristeza invadió a toda la familia después de los días sin retorno del animal. No había luz alguna que iluminara la esperanza del regreso como fuera; avergonzado, humillado, astroso… incluso malherido… Después de algunas semanas de espera, la más tenue de las luces de la esperanza llegó de la voz de alguien que dijo haberle visto. Estaba en compañía de un muchacho joven de cabellos azabache y barba de pocos días. Permanecían sentados ambos a la entrada del arco de Santamaría burgalés, tañendo él la mañana con una guitarra y mostrando Zacarías su agradecimiento a las manos que dejaban monedas en el ajado sombrero. Con el reclamo de su rabo inquieto y un breve ladrido, convertía en dineros la simpatía que su estampa y actitud provocaba en los caminantes. No. No estaba atado. Seguía siendo libre, jovial y cariñoso. Había cambiado la vida placentera de su patio entrañable por la bohemia y la solidaridad. 

El muchacho le mostraba su cariño y, con su rostro iluminado, parecía confirmar que, al fin, había encontrado en el animal la comprensión y el cariño que la escapada le había negado… Nunca sabremos si los ojos que dijeron haberle visto en la ciudad eran verdad o ficción. Si así fue, bendita decisión la de Zacarías que le llevó a intuir la imperiosa necesidad de cariño en un alma humana desarraigada. Y se entregó a ella con el mismo fervor y fidelidad con que lo había hecho, primero con Quique y Mónica y luego con Eva y su familia.

lunes, 29 de julio de 2024

ZODIAC



Gijón siempre ha sido nuestro refugio preferido en las escapadas en busca de terapias de remedio contra la ansiedad. Esos espacios grises en los que sufre uno el acoso de la indecisión y el sobresalto que impiden ver el entorno con claridad y la incertidumbre como agorera. 

De modo que unos días contemplando el ir y venir de las olas desde Cimadevilla o el corretear de los niños por las suaves arenas de la playa, muestran el lado más hermoso del vivir; incluso los placeres de la mesa, el caer de la lluvia y el golpear de la sidra, contribuyen a limpiar el cuerpo y el alma. 

Decían los pensadores antiguos que la vida es una secuencia permanente de esfuerzos, tropiezos y penurias de todo tipo y que, como remedio, están los momentos de euforia y plenitud vital como recarga de energía y  entusiasmo. Y eso es Gijón para quien lo disfruta con el alma y los brazos abiertos,

domingo, 30 de junio de 2024

LA GRAN NEVADA


Aquella fiesta del patrón San Esteban (26-12-2004) fue lo más parecido a una lluvia torrencial, (perdón, corrijo), a una de las más generosas nevadas disfrutadas en mi niñez, en tiempos en que las nevadas tenían la categoría XXXL; especialmente  prometedoras de un futuro año de nieves y bienes. El hecho, segun los agoreros, que siempre hailos, tenia la traza de una venganza del meteroro, coherente con el desacuerdo, entre los componentes del coro, que, aunque no ha lugar de recordar ahora, parecía suscitar la contravorsia. Algo así como renunciar, si o no, a la fiesta gastronómica cuya  celebración, sin embargo, al final, se impuso. La razón de peso tenía que ver con lo convenido en el restaurante. No era cuestión de repetir la historia de Micifuz y Zapirón que se comierón un capón en un asador metido. Según  parece, consideraron la posibilidad de comerse también el asador. ¿Lo comieron? ¡no señor!. Era un caso de conciencia. En este caso, las chuletas en la nevera, 

Un añadido: si no me falla la memoria, estábamos todos- Si,si; digo todos y todas; no faltaba ninguno y aunque ahora nos contemplan desde el más allá, a ellos les dedico este recuerdo con todo el cariño y la ternura que me merece su emotiva memoria.

Un can desconcertado – I  Escondido entre la espesura de la linde, aterido y desconcertado, permanecía el can evaluando una explicación del ...