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jueves, 26 de julio de 2012

CUESTIÓN DE TALANTE


Una vez más el carril bici es fuente inagotable de experiencias y en este caso lo es de uno de esos  encuentros imprevistos que estimulan el caletre. En plena fase de pedaleo en torno a mi personal circuito de seiscientos metros y, a punto de completar mi tercera vuelta, oigo una voz que me espeta al paso:
«¡Oye!, ¡ayúdame!»
Alarmado por la inesperada petición, echo mano inmediata a loos frenos de la bicicleta, que chirrían escandalosamente, y me detengo. Al instante, la misma voz que me ha demandado ayuda vocea otra exclamación, en este caso para que prosiga mi carrera:
«¡Sigue, sigue, sólo es que me das envidia!».
Sigo pedaleando sorprendido y la mosca de la oreja me empieza a funcionar; el origen de la voz está sentado en uno de los bancos que, de tramo en tramo, bordean el carril. Es un hombre mayor atrapado en un corpachón, con la tez tostada y la mirada triste. El segundo es mas joven, de menos carnes y con una mirada más alegre. Ambos se acompañan de sendas muletas y se sientan en los dos extremos del banco. Completo la segunda vuelta y decido echar una parladilla con ambos.
De nuevo, el primero insiste en que no pase ante ellos porque le doy envidia en cada pasada. Él ha sido un permanente usuario de la bicicleta que ahora está abandonada en el trastero de casa. Según parece, le obligo a mirarme como a un reclamo imposible. Son las rodillas condenadas las que le impiden, no ya montar en bicicleta, ni siquiera caminar con la soltura que siempre lo ha hecho. Y termina su intervención con la frase lapidaria de quién, a sus propios ojos, ha sido y ahora no es: «¡Ya no sirvo para nada!» remata.
Echo mano del recetario universal de la lógica para rechazar su pesadumbre y le animo a descubrir las muchas cosas que se pueden hacer con muletas o, incluso, amarrado a una silla de ruedas. Probablemente piensa que es fácil torear desde la barrera y por ello insiste en su denostada incapacidad.  
«De momento usted y yo estamos manteniendo una intensa conversación y eso demuestra que su mente lúcida le permite hacer otras valoraciones y tirar «p’alante» como le confirma  su compañero de asiento:
«Yo llevo toda mi vida amarrado a estas muletas y todavía no he renunciado a nada». Incluso de mozo ahora tengo sesenta y seis años, jamás dejé de acudir al baile para danzar ayudado de muletas. De manera que mi situación se ha convertido en algo tan normal que jamás he pensado en cómo podía ser mi vida sin estos monaguillos…»
«Además», remato yo, no dudo que en su familia, a pesar de las limitaciones, usted es imprescindible y ha de gozar del cariño de los suyos porque deduzco que hasta que sus rodillas se le han rebelado, algo habrá hecho por ellos…»
«Mucho, muchísimo…», se anima, «tan fuerte y poderoso me sentía que jamás pensé en la posibilidad de verme inválido al final de mi vida de trabajador incansable. Tengo ochenta y dos años y, además de sentirme inútil, no creo que el futuro me depare muchas alegrías…»
«Perdone que le contradiga, pero hay demasiadas cosas en la vida para que una mente como la suya se pierda en pesares, insisto. Busque usted y descubrirá que hay muchas cosas por hacer y disfrutar y su gente le ayudará a conseguirlas» le digo con el mejor de mis propósitos.
El hombre esboza un gesto ambiguo y permanece callado con la mirada perdida.
Ha sido un breve encuentro pero apasionante porque tal parece que su incapacidad es muy reciente y sin duda necesitará tiempo para asumir el reto de seguir ilusionado con el vivir.
Y yo, después de despedirme de ambos, sigo en mi cuarta vuelta. En la quinta, ambos dan por terminada su mañana a la sombra y se van con mi adiós… 



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