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viernes, 30 de diciembre de 2016

MARTIN Y LA NOCHE DE REYES

El alborozado tropel infantil salía del colegio anunciando, con el bullicio de sus voces clamorosas, la arrolladora alegría que el comienzo de las vacaciones significaba para todos. La mañana, escondida en la espesura de niebla, —inicio invernal de las celebraciones navideñas— había completado la última jornada escolar del trimestre y, con ella, iniciado el comienzo de las numerosas jornadas de fiestas, alegrías y albedrío que estaban dispuestos a disfrutar. Simultáneamente, las voces de los niños de San Ildefonso, al servicio de la siempre caprichosa diosa Fortuna, añadían a la avalancha, su monótona cantinela en las ondas, pregonando alegrías y decepciones.



Llegados a la plaza mayor, sumida entonces en la más absoluta quietud, trocaron su sosiego en algarabía mientras, asomados a los ventanales de cada escaparate, repasaban su lista de regalos demandados a los Reyes Magos, o saboreaban de antemano el abundante almíbar de cada exposición: turrones, mantecados, mazapanes, orejones y otras muchas delicadezas de la repostería local, eran la exquisita promesa para consumir en la nochebuena, al calor de la mesa familiar. Después de comprobar que estaban todas sus peticiones para la noche mágica, cada uno abandonó la reunión para dirigirse a casa e inaugurar en ella los primeros planes de las vacaciones
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Martín no estaba en el tropel. Hacía tiempo que las extremidades de su cuerpo abatido colgaban inertes y sólo el brillo de los ojos, era muestra de una mente resignada a contemplar el paso de los días, desde la inmovilidad de una butaca. Brazos y piernas habían desatendido la sumisión a los impulsos y reflejos de su mente y, las esperanzas encaminados a reducir la progresión de su mal, habían fracasado tristemente. Aún así, cuando todo estaba en su contra y nada hacía esperar progresos de las terapias, la sumisión dio paso al ánimo y quiso aprender, conocer y explorar el universo que le estaba negando lo más preciado de su niñez. Y se renovó en el pequeño el ansia por recuperar sus días de colegio interrumpidos y el afán por llenar su mente de saberes y experiencias. Y quiso reiniciar sus habilidades de estudiante avezado y llenar cada minuto con proyectos de futuro. Todo ello a pesar de que las puertas del vigor, los juegos y el disfrute de los abrazos amigos se habían restringido dolorosamente para él.
Próximo a iniciarse el quinto curso de primaria, la creciente inestabilidad de su cuerpo enfermo, aumentó sus ya alarmantes limitaciones y el atroz desconsuelo hizo mella más profunda, si cabe, en la desconsolada familia. Ya no era posible acompañar a sus amigos de clase en el colegio que, sin embargo, en los comienzos de la enfermedad, había aprendido las primeras letras y números. Los padres, conscientes de las insalvables limitaciones que le impedían acudir con normalidad, decidieron reclamar apoyo para aliviar tanta amargura.
Aquella mañana de septiembre, recién comenzado el curso, pude hablar con la madre dolorida, quien, entre sollozos y lágrimas, solicitaba buscar alguna fórmula con la que atenuar su desdicha. El niño reclamaba seguir aprendiendo y ella suplicaba una atención en el hogar. Así fue como, sin meditarlo un solo instante, decidí convertirme en tutor, compañero y amigo de Martín para, juntos, llevar a cabo la tarea de canalizar sus sueños y revertir la amarga soledad y tristeza en un propósito escolar atractivo y sin barreras.
Pronto descubrí que el niño poseía una mente privilegiada y juntos decidimos seguir el ritmo de sus estudios para acompasar nuestro trabajo con el que sus compañeros de colegio desarrollaban diariamente en el aula; y las disciplinas de aquel nivel desfilaron por el cuarto de estar en el que, pletórico de entusiasmo, me esperaba cada tarde de lunes a viernes. Así fue cómo la fortuna me regaló la más gratificante experiencia vivida en mi quehacer de educador convicto. Y aunque su mirada, siempre afable y expresiva, estimulaba mis inclinaciones a la condescendencia, la ternura y el cariño, en ningún momento me doblegaron el propósito de serle útil con la entereza que él mismo me reclamaba. Su atención e interés inquebrantable; su impresionante esfuerzo para sustituir la limitada respuesta de sus manos por la disciplina de su mente tenaz; sus interpelaciones permanentes y sus afanes por no dejar nada al albur, convirtieron a Martín en el alumno que cualquier maestro desea disfrutar en su diaria tarea educadora como de un regalo providencial.
La Noche de Reyes
Sosegado, en su remanso de quietud, con la mirada vivaz y el ánimo templado, permanecía absorto recorriendo en aquel soberbio atlas, los misteriosos lugares por los que, centenares de años atrás, discurriera el romance más hermoso que jamás vieron los siglos y que había tenido lugar en aquel recóndito Belén de la Cisjordania.

Aquel libro, repleto de espléndidas ilustraciones, incontables relatos sobre conductas humanas, tradiciones exóticas y magníficas fotografías, le había dotado de alas para recorrer los lugares más alejados de nuestro mundo y descubrir los aconteceres, entre pavorosos y admirables, de sus pobladores sobre la Tierra. Quiso ver también el universo con esta ayuda y, cuando terminábamos nuestro trabajo en común y yo me ausentaba con el ánimo entre alentado y abatido, él recorría los parajes repletos de bellezas naturales, hazañas de ingeniería humana o la noche de los tiempos hurgando en el cosmos insondable. Y saboreaba cada página como un turista que recorre absorto los lugares y monumentos arqueológicos de una ciudad atrapada en el devenir de los tiempos.Y, al día siguiente, me informaba del resultado de sus investigaciones como lo haría el más audaz de los exploradores.




De este modo descubrió Belén en tan preciado volumen; sus estrechas callejuelas, sus molinos y tahonas; sus tenadas y rebaños; sus cañadas y veredas; su hábitat entramado por estrechas callejuelas y ajetreado aquellos días con lo insólito de un evento especialmente trascendental. La inmovilidad con que el destino había condenado al cuerpo, trocó su espíritu sedentario en alado viajero para llegar a aquella población Palestina después de un largo camino por las rutas de la geografía y la imaginación.
Cuando llegó el sueño reparador, y ya profundamente dormido, las emociones de aquella tarde, convertidas en realidad, le llevaron de nuevo a la ciudad apostada en las intricadas montañas de Judea. Ahora, por sus estrechas callejuelas, deambulaba el gentío sorteando tenderetes, reatas de camellos y otras acémilas en trasiego permanente, con su carga de corderos, aves, ánforas rebosantes de leche, aceite y vino, cereales, frutas, verduras y toda suerte de enseres con destino el mercado próximo a la plaza. 
Empujado por el gentío, desembocó en un establo junto a los arrabales. Allí, algo importante estaba sucediendo; gentes humildes, portando toda suerte de alimentos y comidas preparadas, se aproximaban al lugar y las depositaban a los pies de un hombre y una mujer que permanecían en actitud solemne. Entre ambos, un pequeño con aspecto de recién nacido, dormitaba sobre unas pajas amorosamente entretejidas encima de un tosco petate.

Martín, perplejo y lleno de emociones, no daba crédito a todo lo que estaba viviendo. Junto al establo, algunos hombres y zagales de mirada limpia, aspecto rudo, y aire pastoril, permanecían arrodillados ante tan relevante presencia, después de haber depositado algunas jarras de miel, leche fresca, hogazas de pan recién hornadas y algún cordero. Había quienes hacían sonar chirimías y panderetas al tiempo que otros seres alados cantaban hermosas frases que hablaban de paz y amor.




De pronto, una comitiva, enjaezada con ricas telas y soberbios aderezos, se aproximaba al porche. Tres varones de semblante esclarecido montaban sobre camellos y, flanqueados por un numeroso séquito de pajes y sirvientes, bajaron de sus monturas para dirigirse al cobertizo. Sus remotos orígenes, su espectacular presencia y aquella estrella, especialmente luminosa e inquieta, que les empujó a aquel destino, convirtieron la escena del portal en un ascua de luz y placidez que conmovió a la multitud allí congregada. Arrodillados y atónitos, cuando pusieron a disposición de los tres moradores, sendos obsequios, propios de tanta grandeza como la que se mostraba en aquel recinto, supieron que, en aquel humilde espacio, deslumbrante de luz, estaba la razón de su afán investigador. Los viejos pergaminos, muestra permanente de sus pesquisas e interpretaciones del Universo, no estaban errados. Sin duda se habían cumplido las escrituras y allí estaba la promesa bíblica repetida a lo largo de los siglos.

En ese momento, las cítaras de los ángeles hicieron sonar sus tonadas y Martín, entusiasmado con el sonido alegre de aquella música, se despertó entusiasmado. Acababa de vivir su Navidad y allí estaba su madre mostrándole los numerosos regalos de Reyes que alfombraban la habitación. Sorprendido ante tanta generosidad, puso los ojos en una llamativa esfera luminosa y fue lo primero que quiso descubrir. Retirado el envoltorio, sus ojos apenas parpadeaban al ver las imágenes mostradas en el interior. Allí estaba reunido todo el encanto de su sueño hecho realidad. Incluso, en un espacio discreto junto al portal, quiso adivinar la que parecía ser su imagen entre el gentío. Aquel misterioso regalo repetía por completo todo lo que la noche le había mostrado mientras soñaba y, por encima de cualquier sospecha de error, aquella silueta, que aparecía erguida y vigorosa junto a la entrada, era la suya y a ella, la mujer dirigía su mirada acariciadora mientras le sonreía con infinita ternura.......... 
Navidad 1.971-1972