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viernes, 30 de diciembre de 2016

MARTIN Y LA NOCHE DE REYES

El alborozado tropel infantil salía del colegio anunciando, con el bullicio de sus voces clamorosas, la arrolladora alegría que el comienzo de las vacaciones significaba para todos. La mañana, escondida en la espesura de niebla, —inicio invernal de las celebraciones navideñas— había completado la última jornada escolar del trimestre y, con ella, iniciado el comienzo de las numerosas jornadas de fiestas, alegrías y albedrío que estaban dispuestos a disfrutar. Simultáneamente, las voces de los niños de San Ildefonso, al servicio de la siempre caprichosa diosa Fortuna, añadían a la avalancha, su monótona cantinela en las ondas, pregonando alegrías y decepciones.



Llegados a la plaza mayor, sumida entonces en la más absoluta quietud, trocaron su sosiego en algarabía mientras, asomados a los ventanales de cada escaparate, repasaban su lista de regalos demandados a los Reyes Magos, o saboreaban de antemano el abundante almíbar de cada exposición: turrones, mantecados, mazapanes, orejones y otras muchas delicadezas de la repostería local, eran la exquisita promesa para consumir en la nochebuena, al calor de la mesa familiar. Después de comprobar que estaban todas sus peticiones para la noche mágica, cada uno abandonó la reunión para dirigirse a casa e inaugurar en ella los primeros planes de las vacaciones
………………….

Martín no estaba en el tropel. Hacía tiempo que las extremidades de su cuerpo abatido colgaban inertes y sólo el brillo de los ojos, era muestra de una mente resignada a contemplar el paso de los días, desde la inmovilidad de una butaca. Brazos y piernas habían desatendido la sumisión a los impulsos y reflejos de su mente y, las esperanzas encaminados a reducir la progresión de su mal, habían fracasado tristemente. Aún así, cuando todo estaba en su contra y nada hacía esperar progresos de las terapias, la sumisión dio paso al ánimo y quiso aprender, conocer y explorar el universo que le estaba negando lo más preciado de su niñez. Y se renovó en el pequeño el ansia por recuperar sus días de colegio interrumpidos y el afán por llenar su mente de saberes y experiencias. Y quiso reiniciar sus habilidades de estudiante avezado y llenar cada minuto con proyectos de futuro. Todo ello a pesar de que las puertas del vigor, los juegos y el disfrute de los abrazos amigos se habían restringido dolorosamente para él.
Próximo a iniciarse el quinto curso de primaria, la creciente inestabilidad de su cuerpo enfermo, aumentó sus ya alarmantes limitaciones y el atroz desconsuelo hizo mella más profunda, si cabe, en la desconsolada familia. Ya no era posible acompañar a sus amigos de clase en el colegio que, sin embargo, en los comienzos de la enfermedad, había aprendido las primeras letras y números. Los padres, conscientes de las insalvables limitaciones que le impedían acudir con normalidad, decidieron reclamar apoyo para aliviar tanta amargura.
Aquella mañana de septiembre, recién comenzado el curso, pude hablar con la madre dolorida, quien, entre sollozos y lágrimas, solicitaba buscar alguna fórmula con la que atenuar su desdicha. El niño reclamaba seguir aprendiendo y ella suplicaba una atención en el hogar. Así fue como, sin meditarlo un solo instante, decidí convertirme en tutor, compañero y amigo de Martín para, juntos, llevar a cabo la tarea de canalizar sus sueños y revertir la amarga soledad y tristeza en un propósito escolar atractivo y sin barreras.
Pronto descubrí que el niño poseía una mente privilegiada y juntos decidimos seguir el ritmo de sus estudios para acompasar nuestro trabajo con el que sus compañeros de colegio desarrollaban diariamente en el aula; y las disciplinas de aquel nivel desfilaron por el cuarto de estar en el que, pletórico de entusiasmo, me esperaba cada tarde de lunes a viernes. Así fue cómo la fortuna me regaló la más gratificante experiencia vivida en mi quehacer de educador convicto. Y aunque su mirada, siempre afable y expresiva, estimulaba mis inclinaciones a la condescendencia, la ternura y el cariño, en ningún momento me doblegaron el propósito de serle útil con la entereza que él mismo me reclamaba. Su atención e interés inquebrantable; su impresionante esfuerzo para sustituir la limitada respuesta de sus manos por la disciplina de su mente tenaz; sus interpelaciones permanentes y sus afanes por no dejar nada al albur, convirtieron a Martín en el alumno que cualquier maestro desea disfrutar en su diaria tarea educadora como de un regalo providencial.
La Noche de Reyes
Sosegado, en su remanso de quietud, con la mirada vivaz y el ánimo templado, permanecía absorto recorriendo en aquel soberbio atlas, los misteriosos lugares por los que, centenares de años atrás, discurriera el romance más hermoso que jamás vieron los siglos y que había tenido lugar en aquel recóndito Belén de la Cisjordania.

Aquel libro, repleto de espléndidas ilustraciones, incontables relatos sobre conductas humanas, tradiciones exóticas y magníficas fotografías, le había dotado de alas para recorrer los lugares más alejados de nuestro mundo y descubrir los aconteceres, entre pavorosos y admirables, de sus pobladores sobre la Tierra. Quiso ver también el universo con esta ayuda y, cuando terminábamos nuestro trabajo en común y yo me ausentaba con el ánimo entre alentado y abatido, él recorría los parajes repletos de bellezas naturales, hazañas de ingeniería humana o la noche de los tiempos hurgando en el cosmos insondable. Y saboreaba cada página como un turista que recorre absorto los lugares y monumentos arqueológicos de una ciudad atrapada en el devenir de los tiempos.Y, al día siguiente, me informaba del resultado de sus investigaciones como lo haría el más audaz de los exploradores.




De este modo descubrió Belén en tan preciado volumen; sus estrechas callejuelas, sus molinos y tahonas; sus tenadas y rebaños; sus cañadas y veredas; su hábitat entramado por estrechas callejuelas y ajetreado aquellos días con lo insólito de un evento especialmente trascendental. La inmovilidad con que el destino había condenado al cuerpo, trocó su espíritu sedentario en alado viajero para llegar a aquella población Palestina después de un largo camino por las rutas de la geografía y la imaginación.
Cuando llegó el sueño reparador, y ya profundamente dormido, las emociones de aquella tarde, convertidas en realidad, le llevaron de nuevo a la ciudad apostada en las intricadas montañas de Judea. Ahora, por sus estrechas callejuelas, deambulaba el gentío sorteando tenderetes, reatas de camellos y otras acémilas en trasiego permanente, con su carga de corderos, aves, ánforas rebosantes de leche, aceite y vino, cereales, frutas, verduras y toda suerte de enseres con destino el mercado próximo a la plaza. 
Empujado por el gentío, desembocó en un establo junto a los arrabales. Allí, algo importante estaba sucediendo; gentes humildes, portando toda suerte de alimentos y comidas preparadas, se aproximaban al lugar y las depositaban a los pies de un hombre y una mujer que permanecían en actitud solemne. Entre ambos, un pequeño con aspecto de recién nacido, dormitaba sobre unas pajas amorosamente entretejidas encima de un tosco petate.

Martín, perplejo y lleno de emociones, no daba crédito a todo lo que estaba viviendo. Junto al establo, algunos hombres y zagales de mirada limpia, aspecto rudo, y aire pastoril, permanecían arrodillados ante tan relevante presencia, después de haber depositado algunas jarras de miel, leche fresca, hogazas de pan recién hornadas y algún cordero. Había quienes hacían sonar chirimías y panderetas al tiempo que otros seres alados cantaban hermosas frases que hablaban de paz y amor.




De pronto, una comitiva, enjaezada con ricas telas y soberbios aderezos, se aproximaba al porche. Tres varones de semblante esclarecido montaban sobre camellos y, flanqueados por un numeroso séquito de pajes y sirvientes, bajaron de sus monturas para dirigirse al cobertizo. Sus remotos orígenes, su espectacular presencia y aquella estrella, especialmente luminosa e inquieta, que les empujó a aquel destino, convirtieron la escena del portal en un ascua de luz y placidez que conmovió a la multitud allí congregada. Arrodillados y atónitos, cuando pusieron a disposición de los tres moradores, sendos obsequios, propios de tanta grandeza como la que se mostraba en aquel recinto, supieron que, en aquel humilde espacio, deslumbrante de luz, estaba la razón de su afán investigador. Los viejos pergaminos, muestra permanente de sus pesquisas e interpretaciones del Universo, no estaban errados. Sin duda se habían cumplido las escrituras y allí estaba la promesa bíblica repetida a lo largo de los siglos.

En ese momento, las cítaras de los ángeles hicieron sonar sus tonadas y Martín, entusiasmado con el sonido alegre de aquella música, se despertó entusiasmado. Acababa de vivir su Navidad y allí estaba su madre mostrándole los numerosos regalos de Reyes que alfombraban la habitación. Sorprendido ante tanta generosidad, puso los ojos en una llamativa esfera luminosa y fue lo primero que quiso descubrir. Retirado el envoltorio, sus ojos apenas parpadeaban al ver las imágenes mostradas en el interior. Allí estaba reunido todo el encanto de su sueño hecho realidad. Incluso, en un espacio discreto junto al portal, quiso adivinar la que parecía ser su imagen entre el gentío. Aquel misterioso regalo repetía por completo todo lo que la noche le había mostrado mientras soñaba y, por encima de cualquier sospecha de error, aquella silueta, que aparecía erguida y vigorosa junto a la entrada, era la suya y a ella, la mujer dirigía su mirada acariciadora mientras le sonreía con infinita ternura.......... 
Navidad 1.971-1972








martes, 8 de noviembre de 2016

MEMORIAS DE UN SEXAGENARIO ADOLESCENTE

Fiestas Patronales

"..Con el mes de agosto se iniciaban en la villa los preparativos de las fiestas patronales y entre ellos la construcción de la plaza de toros portátil. Este era un acontecimiento que permitía un largo respiro a los peces y un poco de serenidad a los zarandeados tojos con vocación de piscina. Porque, aunque parezca despropósito, en esta obra participaba la casi totalidad de la chiquillería local que abandonaba sin remilgos cualquier otro quehacer lúdico con tal de meter las narices en el proceso. El señor Protasio, con la principal ayuda de sus hijos, era el encargado de levantar aquellos recintos taurinos. Una vez anclados los pilares de madera que delimitaban el ruedo y colocadas sobre ellos las vigas que sustentarían el entarimado, se iniciaba nuestra más que entusiasta colaboración. Grandes bolsas de cartón repletas de clavos y numerosos martillos de oreja se repartían sobre las superficies ya entarimadas y, una a una, claveteábamos cada tabla sobre las vigas. Luego eran colocados los asientos en ringleras paralelas de gruesos tablones hasta cerrar el anillo y, finalmente, se completaba el cerco exterior para evitar caídas a la calle y, además, abordajes de espectadores remisos a pasar por taquilla. En fin, todo un entramado de maderas que, en años sucesivos, convirtieron las distintas plazas de la villa en flamantes y efímeros cosos taurinos. 

Finalizada nuestra tarea, no era difícil descubrir entre nuestros dedos más de uno ennegrecido mostrando la evidencia indiscutible de algún martillazo poco certero con el clavo. Pero lejos de sentirse humillado por semejante moratón, cada cual lo exhibía como un mérito de su generosa colaboración a la mayor gloria de las fiestas y, con ellas, de los eventos taurinos. Con el coso concluido, llegaban las vaquillas y los novillos-toros, «de la acreditada ganadería de D. Ignacio Encinas de “El Espinar”», y se encerraban en los toriles a la espera de los cruentos espectáculos en la plaza. Ya sabemos cómo llegaban los morlacos hasta allí y los riesgos que más de un intrépido decidió correr, no ya con los peligrosos bovinos, sino con las airadas zapatillas de sus progenitoras. 

La hoguera de San Lorenzo

Pero antes de las fiestas había una celebración a la que se entregaban con entusiasmo los vecinos vinculados a la parroquia de San Lorenzo. 

El día diez de agosto, y a lo largo de toda la jornada, procedían al acopio de leños, tablas, maderas de desecho y otras materias fácilmente combustibles para quemarlas por la noche en una gran hoguera frente al templo. En el momento álgido de la fogata, las llamas ascendían hasta casi rebasar el tejado de la nave de la iglesia y era muy raro ―por no decir inviable― que en este momento ningún valiente se atreviera a saltar sobre ellas como era el propósito de la fiesta. Cuando ya las llamas habían descendido notablemente de nivel, los mozos más templados se arriesgaban a dar el salto y la gente que rodeaba la fogata aplaudía a los esforzados. No recuerdo ningún lance en que peligrara la integridad de los saltadores y sí algún susto cuando alguno no lograba un salto lo suficientemente alejado de las brasas como para salir del todo indemne. Con ello la emoción estaba servida y los gritos de alarma se hacían presentes. Luego, cuando el fuego estaba prácticamente extinguido, aunque con algunos pequeños restos aún humeantes, era el momento de la chiquillería. Saltábamos sobre aquellos humos como si en ello nos fuera la vida y no era raro algún encontronazo de saltadores opuestos que se cruzaban sobre las pavesas apagadas y cayeran en ellas cubriéndose de cenizas y gloria. Porque a partir de este momento todos nosotros lo contábamos como si ambos hubieran caído sobre las erupciones del Vesubio. 

El alumbrado de fiesta

Otra de las tareas en las que yo participaba con entusiasmo ―no en vano pertenecía a la saga eléctrica― era la colocación del alumbrado festero que rodeaba toda la plaza Mayor. Mi padre y hermanos se ocupaban de las tareas más duras de la instalación ―hoyos, postes, cableados y empalmes― y yo colaboraba enroscando las bombillas multicolores. Simultáneamente a esta última tarea, otros chicos y chicas mayores encargados por la Comisión de Festejos llenaban de banderitas, globos y guirnaldas toda la red del alumbrado. A veces con tanto entusiasmo que juntaban los cables eléctricos provocando algún corto circuito y con él un alarmante chispazo seguido de apagón. Mi padre echaba mano de su conocida tosecilla para increpar discretamente conductas y torpezas y con paciencia benedictina recomponía el desaguisado. 

Forasteros

El día catorce era el preludio de los festejos y con él se iniciaba la arribada de los forasteros. A la plaza Mayor llegaban los autobuses repletos de gente endomingada que cada familia recibía con elocuentes muestras de alegría y alborozo. Así, entre abrazos y entusiasmos, se llenaba el lugar de bullicio y algarabía que culminaban con la aparición del último de los autocares procedentes de Burgos. Este aparcaba frente al Ayuntamiento y de él descendía la embajada más esperada por la gente menuda. Era la banda militar que animaría con su música y presencia marcial los pasacalles, las procesiones, los eventos taurinos y las verbenas en la plaza. Desde el primer desfile por las calles de la villa, que se celebraba inmediatamente después de la llegada, nosotros nos convertíamos en su inevitable retaguardia. Tras ellos caminábamos saboreando entusiasmados aquellos sones alegres acompasados de porte y marcialidad. Por delante, y como abriéndose paso por entre las calles recién desperezadas de la canícula, caminaba también el Sr. Ricardo ―el alguacil municipal― lanzando al aire los estruendos de la cohetería que convocaba a la villa al jolgorio y la diversión.

Dianas y pasacalles

Jamás olvidaré los alegres despertares del día de la Virgen al ritmo de las dianas que llenaban mi cuarto de promesas festivas. Asomado a la ventana, con los ojos aún velados por el sueño interrumpido, escuchaba atónito aquella maravilla musical y me prometía no desperdiciar ni un minuto de semejante espectáculo. Vestido con mis mejores galas de fiesta me apresuraba hasta los soportales del Ayuntamiento de la villa y desde allí, unido a mis amigos y con estos a la comitiva oficial, me encaminaba al templo de Santa María para participar en la Misa Solemne. Iniciaba el desfile el alguacil con su uniforme y gorra de gala, un encendedor de larga mecha en ristre y una reducida corte de acólitos mosqueteros prestos a echarle una mano si fuera menester ―que no lo era nunca porque la responsabilidad de aquella artillería solo cabía en manos de la autoridad y la suya era indiscutible―. Detrás desfilaban la Reina de las Fiestas y su Corte de Honor seguidas de los ediles municipales en pleno y presididos por el Alcalde. A continuación marchaba la banda, sin que un solo paso de sus componentes alterara ritmos, sones o marcialidad. Finalmente, cerraba la comitiva el nutrido grupo de incondicionales melómanos entre los que me encontraba yo. 

Misa Mayor y Concierto

La misa era concelebrada por varios sacerdotes uno de los cuales ocupaba la Sagrada Cátedra para glorificar a la Virgen. Solía ser este algún religioso oriundo de la villa, venido para el caso, al que todo el mundo escuchaba atento y orgulloso de su paisanaje. El templo estaba abarrotado y entre el abundante incienso que lo envolvía todo y los sones de la banda interpretando música sagrada y el Himno Nacional pasaba el tiempo volando. Finalizada la ceremonia se celebraba la procesión en honor de la Patrona y, concluida ésta, se repetía el ceremonial del desfile hasta el Ayuntamiento. Aquí tenía lugar una recepción oficial de la Corporación a las autoridades y personas relevantes de la villa. O sea, lo del «vino español», vaya. Entre tanto, el pueblo llano, los forasteros y cada «quisque» nos arremolinábamos en torno de la banda que amenizaba el «vermú» con interpretaciones de fragmentos de zarzuelas famosas y músicas parecidas. Se situaban a la sombra de los soportales de la plaza ―los rigores del sol de agosto y el templete construido sin techumbre así lo aconsejaban― y aunque bailar en estos momentos estaba mal visto, porque no era ni el propósito de los intérpretes ni la intención de los programadores, siempre había más de una pareja que se lanzaba al ruedo y provocaba con ello la discreta censura de los más puristas. Los chicos no perdíamos detalle de todo esto y cuando finalizaba el concierto era ya la hora de la comida en familia. Comida de postín de la que solía participar como víctima el gallo alborotador, cebado con regodeo para este evento. Comíamos y charlábamos alegremente y mi padre mostraba satisfecho las entradas adquiridas en la tienda de calzados de Contreras para acudir a la corrida de toros con mi madre.

Los toros y el baile en la Plaza Mayor

No habíamos llegado a los postres cuando ya se oían los trallazos de los mulilleros exhibiendo por doquier su maña con el látigo. Con él fustigaban a las perplejas bestias de labor más hechas al sereno discurrir sobre las parvas de mieses que a arrastrar morlacos como se veían abocadas al terminar cada faena torera. Azuzadas por los bravos mozos, las resignadas mulas se convertían en un espectáculo añadido a la tarde de toros. Enjaezadas para la ocasión con preciosos adornos y banderas, eran las encargadas de arrastrar a los novillos muertos tras los inciertos lances del ruedo. Nunca fui un ferviente aficionado a la fiesta celtíbera por excelencia, aunque me entusiasmara toda la parafernalia que la rodeaba en el exterior del coso, así que no tengo otra información de los lances en el interior que los relatos puntuales de mis padres. Yo me conformaba con los ires y venires de la banda de San Marcial o la de Ingenieros de Burgos ―que una y otra amenizaron las fiestas patronales de mi niñez en alguna ocasión― y no me los perdía jamás. O con oír el griterío de los espectadores en el coso cuando algún astado se salía con la suya en legítima defensa. 

Finalizada la corrida con algún que otro sobresalto, protagonizado por los mozos metidos a toreros, se reanudaba el jolgorio callejero y con él el regreso de las autoridades al Consistorio. Desde aquí, la Corporación Municipal, La Banda de Música y la Reina de las fiestas con su Corte de Honor acudían a la Iglesia Parroquial de Santa María para, unidos al pueblo, entonar la tradicional Salve Popular y proceder a la Ofrenda de Flores a la Virgen. Terminado el acto, la banda se encaramaba en el templete elevado a los pies del Padre Flórez, ya sin riesgos de muerte por insolación, y comenzaban los bailes públicos. Mis amigos y yo permanecíamos al margen de estos galanteos entre los jóvenes de ambos sexos y sólo la alegría de la música nos mantenía próximos al evento. Cuando esta cesaba en los descansos, acudíamos a los tenderetes de chucherías y en ellos hacíamos nuestra mejor inversión de la que había sido generosa propina de fiestas. Bolas de anís, tofes, chupetes, chicles, chufas, cacahuetes, avellanas y cosas parecidas constituían nuestra principal demanda. Entre aquella tentadora amalgama para el derroche había también cigarrillos de anís de los que algún atrevido, olvidando el doloroso episodio con el tabaco del maestro, quiso probar de nuevo. Verle toser apostado en el callejón del «el Puntido» era una angustia. Aquellas semillas de anís eran, según parece, más infumables aún que los mal aventurados cigarros de «caldo» del hurto. Yo, con la lección bien aprendida, compraba regaliz de palo y en aquellos sabrosos troncos descargaba mis perecidas ansias por repetir la nefasta experiencia. 

Fuegos artificiales

Terminaba el baile y acudíamos a cenar en familia. Al amparo del exquisito menú preparado por mi madre surgía el relato de las incidencias taurinas en el coso y los comentarios nada ruborosos acerca de los bailoteos de mis hermanos en la plaza. A las once en punto de la noche se iniciaba la Gran Verbena y con ella la primera sesión de fuegos artificiales en torno al Padre Flórez quien, a pesar de la inmediatez de tanto barullo, jamás se inmutó ante aquella turbamulta de gentes, músicas y estruendos. 

Eran los fuegos un espectáculo muy esperado por la mayoría y a él acudíamos los más pequeños en compañía de nuestros padres. Con las campanadas de las once sonaba el disparo de los cohetes anunciadores y la gente se arremolinaba en los soportales o en las discretas proximidades del evento para disfrutarlo sin perder detalle. Cesaba la música y se encendía la primera fase. Porque había varias etapas coincidiendo con las numerosas pausas musicales de la banda. Eran como sucesivas entregas multicolores y ruidosas que, para los chicos, se extendían sin piedad hasta los primeros y forzosos cabeceos del sueño. Cuando terminaba la sesión, podía más la imagen del lecho que las ansias de fiesta y yo regresaba a casa con mis padres para dormir a pierna suelta y despertar con las dianas a San Roque. 

La gente joven, sin embargo, no pensaba en sueños beatíficos ni en despertares armoniosos sino todo lo contrario. Porque finalizados los bailes en la plaza comenzaban los «de Sociedad». Pomposo título para aquellas veladas a las que no se podía acudir si no se iba dignamente vestido. O sea, con traje y corbata. Esta última imprescindible según reclamaba la etiqueta obligatoria. 

Las uvas de San Roque y la carne de toro

El día de San Roque era muy semejante al anterior en eventos festivos aunque con ligeras variantes. En la procesión era este Santo, obviamente, quien visitaba las calles y, finalizada la celebración y regresadas las autoridades, a la entrada del Ayuntamiento para la recepción también había una curiosa costumbre. A la puerta del Consistorio se situaba el alguacil con una gran bandeja repleta de racimos de uvas ―cosa insólita para los chicos que ya habíamos peregrinado por los majuelos sin encontrar nada maduro que catar― y cada asistente al acto, se paraba frente a la bandeja, tomaba una uva y subía al Salón de Sesiones comiéndosela. Sin embargo, no todos los invitados procedían del mismo modo porque cuando llegaba el último, ―sin duda, situado ladinamente en el lugar― echaba mano de un racimo sin acosar y se lo zampaba íntegramente mientras subía las escaleras. A los chicos nos hacía mucha gracia la anécdota porque ya sabíamos quien era el protagonista habitual del lance ―cuestión de retentiva anual y manejo del cálculo de probabilidades―. Nunca diré quién por respeto a su memoria pero aún le tengo en la retina subiendo los peldaños con el racimo en ristre. 

A la hora de comer se producía otra singular novedad. Porque el día de San Roque, en mi casa y en otras muchas de la villa, en aquellos años cincuenta, se comía toro. Mi padre madrugaba más de lo habitual para acudir con toda urgencia a la Plaza Mayor y se iba a los tenderetes que los carniceros ponían bajo los soportales. Ignoro si la prisa tenía que ver con el precio razonable de aquella carne brava o con el grado de calidad nutritiva que la convertían en deleite apetecible. En cualquier caso, según parece, se cumplía el axioma de que quien llegaba tarde «ni oía misa ni comía toro». Llegado al lugar, compraba una exagerada ración de filetes taurinos para la familia ―al menos este era el juicio de mi madre a la vista del gran paquete de carne brava con que el hombre aparecía en casa― para que ella los convirtiera en la estrella del menú de San Roque. Lo cierto es que después de la sobremesa tampoco sobraba mucho, todo hay que decirlo, en descargo de mi padre y en honor de los tragaldabas que participábamos en el festín. Ignoro los trámites sanitarios que aquellas carnes con sabor a violencia pudieran superar y tampoco sé si el precio de la compra compensaba de algún modo el coste de otros menús menos bravos. Lo que sí recuerdo es que el consumo de aquellos hermosos filetes tenía algo de misterioso y ritual que los convertía a mis ojos en una especie de homenaje a la bravura. Supongo que los novillos hubieran preferido otro cumplido menos glotón pero hay que convenir que no estaba en mi mano ponerlos en un podio y colgarles una medalla olímpica.

«El pobre de mí…»

El final de las fiestas era, sin embargo, la puerta abierta de par en par para los chicos cuando el último cohete verbenero terminaba con los ajetreos de San Roque y los mayores iniciaban su resaca. Era el día diecisiete cuando los más jóvenes tocábamos la gloria. Cucañas, carreras pedestres y de bicicletas, carreras de sacos, «tirasoga» y un largo sinfín de juegos de entretenimiento infantil nos convertían en los protagonistas encandilados de la traca final.

Había opciones para todos los gustos y cada un participaba con entusiasmo en la mayoría. Aquel largo poste, untado de grasas escurridizas que lo convertían en una pista cilíndrica inabordable, tenía al final una bandera y con ella un generoso premio. Había que trepar hasta arriba y recoger el botín en la punta pero la cosa era más sencilla de pensar que de cumplir. Correr en bicicleta era una prueba victoriosa aunque uno llegara delante del «camión escoba», pero llegar el último subido a ella en la prueba de lentitud era cuestión de habilidad casi circense. Como tampoco era para torpes ensartar la argolla de aquellas cintas multicolores colgadas de una cuerda. En cuanto a la maroma cargada de pucheros, que habían de ser abatidos a garrotazos para obtener el premio, o el chasco de su interior ―dulces, monedas, agua, cenizas, aserrín…―, era una hazaña difícil y en ocasiones hasta peligrosa. No para quien esgrimía el garrote con los ojos vendados sino para quien permanecía absorto y sin precauciones en la peligrosa área del «garroteador» ―alguna cabeza descalabrada puede dar fe de este testimonio―. Correr algunos metros embutidos en un saco con olor a Nitrato de Chile también era una prueba que levantaba entusiasmos. Porque lo cierto es que la mayoría de los chicos embutidos en las arpilleras pasaba más tiempo rodando que caminando entre saltos. Y finalizados todos estos entretenimientos que llenaban la plaza de gritos y jolgorio, ahora sí, las fiestas se convertían en recuerdo.

Después de tanto acontecimiento jaranero, todo el mundo regresaba a sus tareas y nosotros a nuestros devaneos. Aún faltaba casi un mes para que se reanudaran las clases en la escuela y había muchas cosas por hacer. El río de nuevo temblaba ante nuestra presencia y los peces, animales de escasa memoria, volvían a picar decididos en aquellas mugrientas y retorcidas lombrices. Y de nuevo volvíamos a enristrar los mimbres de pequeños ciprínidos con los que regresábamos a casa entre victoriosos o decepcionados según la cosecha. Y ahora, además, la Naturaleza se incorporaba a la oferta lúdica con una alternativa más que seductora. Los frutales ―almendros, manzanos, perales, ciruelos, nísperos, majuelos...― se insinuaban tentadores por doquier y nos alentaban a merodear las lejanías; Espinillo, La Parda, Torcipera, El Cuadrón, La Chopera Oscura, Carretablada y otros muchos lugares semejantes, cuyos nombres evocan recuerdos de aventuras e indigestiones, llenaban nuestro tiempo de escolares en paro. 

Pero en el ámbito personal también había aconteceres que llenaban mi ocio junto a los míos y el siguiente episodio que protagonicé con ellos es una de esas anécdotas en que fui héroe y, paralelamente, bufón involuntario de mis hermanos..."
        



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viernes, 22 de julio de 2016

EL CAUCE

Me complace mostrar a mis visitantes, este enclave situado en las proximidades de Atapuerca, porque es la iniciativa de un matrimonio joven y emprendedor cuyo varón me proporcionó el honor de ser su maestro en el Colegio Apóstol San Pablo de Burgos. Como él, en este caso con su espléndida y acogedora vivienda rural, yo también puse en funcionamiento aquél centro a comienzos del otoño de 1975. 

Recuerdo su imagen de alumno ejemplar, con la ternura que me demanda el paso del tiempo y el orgullo de haber contribuido a sembrar, junto a él, una generación de alumnos de la que me siento especialmente orgulloso, como es el caso. Para ambos, Juan Ramón y Virginia todo mi apoyo y el deseo de una merecida prosperidad en la tarea de mostrar vuestro bien hacer a cada visitante.
   









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miércoles, 29 de junio de 2016

ESCUCHANDO A ALICIA

Alicia Amo......



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CORDÓN BARROCO
Patio de la Casa del Cordón (BURGOS)
6 de noviembre de 2015
Francisco Corselli (1705-1778)

ALICIA AMO Y EL TEST DE FIESTAS



Todavía no he conseguido aparcar mis rubores después de leer las entrañables respuestas de mi querida Alicia. Mi nieta adoptiva, parentesco que me honro en publicar porque forma parte de mis más valiosas estimas, me distingue con el privilegio de elegir las "humildes habilidades retóricas" que me acredita -y a las que dedico gran parte de mi ocio de jubilado- para disfrutar del placer de escucharme como candidato pregonero en las fiestas burgalesas.

Sin duda conoce el inmenso cariño que me une a la tierra donde he nacido y de la que he recibido los mejores valores de mi condición de castellano, burgalés y villadieguense. Gracias mi querida Alicia; aunque es obvio que tu grande estima supera con mucho a mis discretos méritos personales, es una impagable muestra de cariño que me ha emocionado y que no olvidaré jamás.


sábado, 7 de mayo de 2016

EL ACORDEÓN BÚLGARO

Hay un joven situado en la avenida del Cid burgalesa que, a diario, toma asiento en uno de los bancos que invitan al solaz en ella, para amenizar el discurrir de transeúntes con un acordeón repleto de melodías y sones bien conocidos en el acervo popular de nuestro país. Suena bonito y agrada su imagen y sonrisa de hombre cordial. Después de responder a su muda demanda con una moneda depositada en el platillo que yace a sus pies, he querido saber de sus orígenes. 

Es búlgaro y le he dicho que sería bueno añadir a su repertorio habitual alguna de las melodías de un país que posee un rico acervo musical como lo son las famosas voces búlgaras. Son éstas un espléndido tesoro acuñado a lo largo de mas de dos mil años. Su reacción, tan inmediata como llena de entusiasmo, me ha regalado con una de ellas y he descubierto hasta dónde el recuerdo de sus lares, abandonados a su pesar, le transfigura el semblante, sin duda preso de nostalgias, recuerdos y emociones.



He recordado la fascinación que el misterio de las voces búlgaras, tan espléndidas como atrayentes, produce en melómanos y amantes de la música coral, que hasta la lanzadera Voyager las lleva en su ruta a través del espacio. 

El muchacho ha terminado su interpretación y con la mirada húmeda de unos ojos agradecidos, se ha levantado para estrechar mi mano y mostrar enardecido su agradecimiento para mi demanda…

Anoche estuve hurgando en la red en busca de una muestra equivalente a la que el muchacho búlgaro me regaló a mí y os la dedico con el mismo entusiasmo que él me dedicó la suya. Grabar en la avenida del Cid no era el mejor lugar para hacerlo dignamente, por eso busqué y encontré ésta en Youtube que es pareja con la viveza y calidad que yo percibí.
























viernes, 29 de abril de 2016

MIGUEL ÁNGEL VELASCO

Mi amigo Miguel Ángel Velasco nos ofrece, una vez más, la belleza natural que rebosa por doquier en nuestra tierra castellana, con el valor añadido de su cariño a la misma y unos pinceles dispuestos a convertir el paisaje y los encantos ciudadanos en nuestro cuarto de estar lleno de vida. ¡¡¡Gracias Miguel Ángel!!!


 



























viernes, 22 de abril de 2016

JUBILADO

Año 2000 – Agosto, 30

Son las últimas horas de un camino recorrido a lo largo de cuarenta y dos años. Han sido los dieciséis últimos cursos destinado en lo que fueron ambos Colegios Públicos de Prácticas, masculino y femenino y que ahora se llama, convertido en centro unificado y mixto, C.P. Francisco de Vitoria en honor de este fraile dominico español escritor y catedrático de la Escuela de Salamanca.

He recorrido todas y cada una de las aulas que, en plena tarea docente, mantienen a mis compañeros en la noble tarea de ser educadores hasta los últimos alientos del curso que finaliza. Para mí, será también el último día como Maestro de Primera Enseñanza ―es lo que dice el descolorido título que poseo― y comenzaré un nuevo camino que habrá de discurrir entre añoranzas e incertidumbres. Entre las primeras, contemplaré a cada uno de los compañeros que discurren por este vídeo, como homenaje a todos los que la fortuna me ha deparado a lo largo de mis años de escuela. Las incertidumbres desvelarán su secreto a medida que el tiempo discurra y el vivir me depare sus opciones. Espero que todas me permitan envejecer serenamente.





martes, 5 de abril de 2016

LING LING Y TING TING

CURSO 1998/1999

Ling Ling y Ting Ting son dos niñas hermanas, de nacionalidad china, que se incorporaron al Colegio Público “Francisco de Vitoria” de Burgos al comienzo del presente curso. Su condición de orientales y su desconocimiento absoluto del castellano representaron un insólito reto docente para el centro. Sin embargo, a las pocas semanas de su presencia en el Colegio, el exótico atractivo dejó de ser una peculiaridad y la reacción de la comunidad escolar hacia ellas espontáneamente afectiva y solidaria. El exquisito comportamiento de ambas, su conducta comedida y delicada y su comprensible timidez inicial generaron simpatías y aprecios de inmediato.

De la urgencia en programar una actividad de inmersión lingüística y de la preocupación de los tutores por diseñar una conducta pedagógica adecuada surgió la iniciativa del Equipo Directivo para desarrollar una estrategia de apoyo individualizado. Esta tarea me fue confiada por mi condición de profesor del área de inglés y entendiendo que las maneras didácticas que se estaban revelando útiles para el aprendizaje de dicho idioma, también podían funcionar para iniciar a las niñas en la lengua castellana.


El reto tenía todos los ingredientes de una experiencia desconocida y atrayente. Además, la actitud inicial de las niñas y su talante cooperador hacía suponer que la tarea había de ser sin duda gratificante. Por otro lado, la inexistencia casi absoluta de una oferta didáctico-editorial que pudiera facilitar el trabajo significaba le necesidad de recurrir a la propia experiencia y echar mano del talante investigador que todo docente lleva dentro a la hora de adecuar su trabajo a la personalidad de los alumnos.



Iniciadas las sesiones de apoyo, los primeros resultados fueron especialmente alentadores. La progresiva asimilación de vocabulario y estructuras en las destrezas orales —sólo limitado en ocasiones por las evidentes dificultades fonéticas— y el rápido avance en el dominio de la lectura mecánica representaron un alivio inmediato para el profesor que se vio animado a toda suerte de iniciativas. Favorecidas estas por la universal capacidad de los niños para mostrar pautas inequívocas en cualquier proceso de aprendizaje, el resultado de la experiencia puede considerarse muy gratificante. 

Transcurrido ya el curso, estamos en condiciones de celebrar con prudente optimismo los resultados conseguidos. La capacidad de Ling Ling y Ting Ting para la comprensión de los mensajes orales es altamente satisfactoria; su dominio de la lectura mecánica es completo, aunque pueden advertirse algunas irregularidades fonéticas típicas; el grado de perfección gráfica es semejante al de cualquier alumno o alumna de su edad y, finalmente, sus posibilidades de comunicación lingüística —favorecidas regularmente por la relación con sus tutores y compañeros— resulta muy aceptable.

Sin embargo, y sin desdeñar ninguna iniciativa pedagógica al respecto, parece que el lenguaje universal de la solidaridad ha hecho el milagro de conseguir que Ling Ling y Ting Ting se hayan incorporado definitivamente y en el breve espacio de un curso escolar a la tarea colectiva de la Comunidad Escolar del Colegio. Sin duda que el ambiente de aliento generado a su alrededor ha completado sus propios afanes integradores.

Baste para acreditar lo expuesto la anécdota de su intervención en el acto cultural de final de curso que cada año se celebra en el pequeño teatro del Colegio. En él participan todos los niños y niñas del centro y también lo hicieron ellas. Acaso su contribución no fuera ni espectacular ni vistosa pero sí lo suficientemente emotiva como para recogerla en clave de estímulo para todos.

Cantaron con tímido empeño un par de canciones; la primera en su idioma y en tono legítimamente añorante. La segunda, burgalesa, sonó segura y en un castellano perfecto, sin duda para confirmar con el acento su afán de incorporación definitiva a nuestra comunidad.



... Los gigantones, madre,
el día del Señor
corren, saltan, grandones,
bailan alrededor ...

Con estos entrañables sones burgaleses llenaron el recinto repleto de niños, profesores y padres quienes, en gesto espontáneo y emocionado, acompasaron a las niñas con el calor de sus palmas entusiasmadas y el cariño de quien recibe encantado semejante muestra de aprecio.




Esta experiencia educativa, una más en el creciente número de actuaciones excepcionales y diarias que cada día tienen lugar en nuestras aulas con niños y niñas de diversos orígenes culturales y etnias, sirva para estimular la capacidad integradora de nuestros alumnos y alumnas y mostrar el profundo respeto que nos merece cualquier ser humano, desplazado de su ambiente cultural, que acude a otro en demanda de comprensión, ayuda y, sobre todo, afecto.
Burgos, junio 1999
Eduardo García Saiz
C. P. "Francisco de Vitoria"




sábado, 20 de febrero de 2016

SER MAESTRO DE ESCUELA

SER MAESTRO
PRIMARIA - TERCERO, A
Briviesca (Burgos)
Año 1970



Nadie se alarme porque esta clase, como otras tantas miles en España al comienzo de los años setenta del pasado siglo XX, estaban tan "prietitas" como la mía. Son exactamente cuarenta y un alumnos de nueve años, llenos de vida y dispuestos a disfrutarla intensamente dentro y fuera del aula

En aquel año yo tenía la frescura de los treinta cumplidos y era el más feliz de los mortales trabajando en tan agradable y estimulante compañía. Eran épocas en las que la escuela era, por encima de todo, un lugar de convivencia en paz y mucho trabajo, como es fácil deducir de la imagen que recuerdo con toda la fuerza de mi cariño.

jueves, 18 de febrero de 2016

LA MARGARITA


En la plaza próxima a mi domicilio hay un par de setos con aguerrido césped en el que, entre las briznas de hierbas, malviven algunas margaritas que no tengo claro si pertenecen a una primavera caduca o son señuelo de las que, según secuencia climatológica anual, vendrán después de los intensos fríos presentes y de los que aún quedan por llegar.



El pequeño, como suele suceder a menudo, superado el periodo de lactancia, disfruta de sus primeras libertades caminando tras la mamá y absorto en el verdor de ambos setos que adornan la plaza. Aguzando los ojos, descubre la blancura marchita de algunas margaritas que tiritan del frío y se mueven con el viento que las azota sin piedad. El pequeño, ni corto ni perezoso, invade el espacio que las cobija y con exquisito cuidado coge una de las flores y la coloca en el cuenco de la mano para entregársela a la mamá. Ella, sin volverse, le insiste cariñosa para que no se entretenga y siga tras de sí. Cuando descubre lo que el pequeño protege con tanto mimo para entregárselo, un impulso de absoluta ternura la lleva a cogerle en sus brazos y mostrarle el más apretado y sonoro de los cariños…

DE YUYUS

DE ATAÚDES Y YU-YUS

Aun recuerdo aquellos contratos verbales con apretón de manos y valor inquebrantable en los que ganaderos y tratantes ajustaban la compraventa de un ternero, media docena de ovejas o una pareja de mulas. Aunque la supuesta mejora de las fórmulas actuales parece más adecuada a legislación y maneras «civilizadas», la experiencia demuestra que la fiabilidad de los papeles firmados, e incluso con «el cuño estampado» deja al albur la honestidad de una de las partes con más frecuencia de la deseable. Especialmente la del que ha de pagar. Ignoro si fue un apretón de manos o un documento legal el que consolidó el contrato de alquiler al que voy a referirme. El asunto, como se verá, adolece de pertinaz contumacia considerando que la deuda acumulada por el inquilino, al menos a lo largo de diez años, no responde a lo que entendemos por honestidad en los tratos.

Mi amigo, hombre cabal si los hay, hace ya cuatro largas décadas, tenía un espacio puesto a disposición de una más que loable iniciativa empresarial, considerando el fin social de la misma. La empresa, que ha venido facilitando la entrega de ataúdes para las necesidades de la zona de influencia comarcal, inopinadamente, ha dejado de funcionar sin satisfacer la deuda contraída en tiempo y forma y sin retirar las mercancías almacenadas. Porque el bueno de mi amigo acudió al habitáculo en la confianza de verlo vacío y disponible y, confiado, al abrir la puerta, el impacto de lo visto le confirma que el asunto tiene todas las trazas de una broma macabra. Una larga hilera de ataúdes se muestran solemnes, pavorosos y listos para el trasiego al más allá; incluso puede pensarse que también a disposición de quien quiera llevarse «puesto» alguno de ellos. Así que la funeraria ha desaparecido, sin más preámbulos, y dejado a los futuros finados al albur y sin la garantía de un cobijo en el que caerse muertos.

Barajando opciones de qué hacer con la deuda y los numerosos ataúdes, las conclusiones son de todo menos razonables. Como posibilidad de obsequio a familiares o amigos, parece una decisión tabú (…lagarto, lagarto…); establecer una subasta con propósitos mercantiles tampoco es lo mismo que hacerlo con la cosecha de uva para bebedores alumbrados; convertirlos en madera recuperable, parece irrespetuoso y nada consecuente para con quién dedicó su ebanistería en habilitar una vivienda digna al sujeto (o «sujeta») en el tránsito final; guardarlos para futuras necesidades personales no deja de ser una forma macabra de recuperar la deuda. Cabe, como final, reducirlos a cenizas después de haber sido pasto de las llamas en sucesivas barbacoas y cuchipandas multitudinarias, regadas con ribera, gaita y tamboril, para así hacer uso de la maquiavélica sentencia de que al final… «El muerto al hoyo y el vivo al bollo»…