Estoy
exultante. Y lo que es mejor, liberado de un trauma de esos que dice la gente
que se producen en los chicos por culpa de los deberes escolares o cosas parecidas. Y no es
para menos. Aún estaba yo en pleno uso de mis tareas docentes, aunque a
punto de la jubilación y el dique seco, cuando siguiendo mi habitual cortesía
ante las puertas, abrí una de ellas a la salida de clase, en el momento de coincidir con la más joven de mis compañeras, a la que cedí mi espacio en la puerta. De inmediato, mirándome
entre airada y ofendida, me espetó; «eso es un gesto machista»…
Aún me queda el
resuello de aquel lance con el que se inició la colección de traumas que vengo
acumulando entre confuso y perplejo en estos temas de la cortesía aparcada. Confuso porque, hace de esto tantos años
como sesenta largos, que aprendí las normas de urbanidad, en aquel librito cuyo
contenido practicábamos a diario, so pena de exclusión social. Arrinconadas estas prácticas por ¿retrógradas? y sustituidas por otras prioridades más «éticas» y menos dignas, a quienes apenas nos quedan canas por peinar, nos dejan perplejos y desconsolados.
Dicho esto,
mi satisfacción de hoy tiene que ver con una especia de recuperación mental que
me han deparado, también a la puerta de un edificio, un trío de muchachas
quinceañeras a las que también he cedido el paso esperando lo peor. Y esta es
la maravilla; ellas pretendían darme la prioridad y yo, cargado de convicción
íntima, pese a mis tribulaciones traumáticas, he recurrido a mi urbanidad soterrada y con la mejor de mis sonrisas he sentenciado: «por favor, primero
las damas porque yo soy muy antiguo y así lo aprendí hace muchos años». De
inmediato, he estado a punto de protegerme recordando que el primer sornabirón
coloquial de la compañera volviera a repetirse de nuevo, y en esta ocasión,
corregido y triplicado.
Pues no. Con la más deliciosa de las simpatías han aceptado mi cortesía, coreado su agradecimiento a mi gesto y, su desenfadado aire juvenil, brillado con la mejor de las sonrisas.
Pues no. Con la más deliciosa de las simpatías han aceptado mi cortesía, coreado su agradecimiento a mi gesto y, su desenfadado aire juvenil, brillado con la mejor de las sonrisas.
No es que
quiera generalizar conductas, porque afortunadamente, en esta ocasión como en
tantas otras gana la mayoría por goleada. Especialmente entre la gente que
aprendió hace muchos años a convivir con otros principios.
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