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miércoles, 8 de agosto de 2012

PEDALEANDO AL ALIMÓN

Desde hace unos pocos días mi recorrido diario por el carril se ha visto acompañado con la presencia de un colega que, además de cantar en la cuerda de los tenores de mi muy amada Coral de Cámara “San Esteban” tiene una hermosa bicicleta “todo terreno” y una capacidad para el diálogo, el chascarrillo y la conversación amena que traspasa fronteras. Lo digo porque además de todas las virtudes mencionadas habla en francés como si hubiera nacido en los muelles de Marsella.

El fotógrafo es mi amigo Gabri

El hombre, recién jubilado, por la gracia de Dios y los años de cotización, también es abuelo para más dicha y a menudo nos entretenemos relatando experiencias comunes que siempre nos llevan en la misma dirección; aquella de “da, Señor, pan a los que tienen hambre y hambre a los que tienen pan”. Viene a cuento porque las madres generalmente tienen la acusada tendencia a la alarma, rayana en ocasiones en la histeria, cuando ante los primeros sólidos que sustituyen a las papillas y lácteos, los nietecitos se niegan en redondo a saborear toda suerte de legumbres, tubérculos y demás sabores desconocidos. ¡Ojo!, sin exagerar, que de todo hay, porque conocemos en nuestras carnes quien soslayó esta inquietante tozudez y trasegaba gabrieles como si fuera un molino de olivas. Con bien pocos años. Así que tratamos ambos de hurgar en nuestras experiencias, tan lejanas como los decenios que llevamos a cuestas, para contrastar conductas maternales y nuestras experiencias gastronómicas de posguerra. A lo que se ve, parece que en nuestros tiempos la cosa era más sencilla porque el asunto tenía que ver más con disponer de pan para matar el hambre que en tener hambre para hincar el diente a la hogaza. De cualquier manera, él, como primerizo en estas lides y yo, superados estos lances, hemos dividido por dos y descubierto que ni alarmas ni presiones dejan otra opción que echar mano de la paciencia y dejar que el instinto de conservación resuelva los conflictos como es notorio según la experiencia. Carpetazo al tema.

Otro de nuestros contenidos de conversación nos lleva a todo lo que tiene que ver con la crisis que es eso que ha dejado exhaustas las cartillas de ahorros de la hacienda pública por arte de birli-birloque. Comprobamos que, a lo que parece, entre todos los celtíberos habremos de reponer pacientemente cada maravedí evaporado como cuando se reúne a escote el importe de una ración de gambas a la plancha en un chiringuito playero. Desde luego que barajamos las extensas fórmulas tabernarias que todo el mundo tiene in mente para recuperar la guita perdida pero mucho nos tememos que algunos vapores son irrecuperables y este es el caso que nos lleva a la previsible rebaba de las pensiones que nos gustaría fueran intocables. ―Esperemos que no sea más que una rebaba porque un recorte, por discreto que sea, siempre depende del Eduardo Manostijeras que las maneje y no deja de ser alarmante―.


El río Vena, nuestro inseparable compañero de viaje


El cuentakilómetros

¿Saben ustedes que algunas fachadas vienen siendo un doloroso calvario para los sufridos presidentes de comunidad? Pues si, y el asunto está relacionado con el afán de la arquitectura moderna por embellecer la cara de cada edificio con losetas pegadas y mal avenidas con los cambios bruscos de temperatura y la firmeza cuestionable de algunos “pegamoides”. Pues eso; pensamos en nuestros caletres envejecidos que el riesgo de caída de uno de los azulejos desprendidos y sobrevolando las aceras, es comparable a la imprevista pedrada que sufrió aquel rey castellano lanzada por manos tan inocentes como certeras. Ahí está en el Monasterio de las Huelgas el malogrado Enrique I para confirmarlo. 

Tanto a mi amigo y colega de coro como a mí, nos parece que una mañana pedaleando entre trinos, croares, arrullos de las palomas torcaces y algunos ladridos, se convierte en oro y el oro en placidez mental. Hay que convenir que no fue así desde el primer día de incorporación para mi buen amigo porque un sillín de bicicleta es lo menos parecido a una mullida butaca de salón y necesita cierto acomodo prostático. De manera que las diez vueltas al circuito diseñado para nuestro disfrute, se convirtieron en un suplicio que provocaba en él inquietantes ladeos, quejumbres y abandonos a la cuarta, quinta o sexta vuelta, según la progresión diaria. Afortunadamente siempre hay remedios para todo y él encontró pronto el suyo; una funda de alivio sobre el sillín torturador que consiguió la calma definitiva para la zona pudenda. Ahora, su estilo depurado y su gallarda figura de hombre entrecano y talante jovial se han convertido para mí en un émulo al que imitar. Y no es fácil porque cada uno de los treinta y seis años de mis piernas envejecidas comienzan a mostrar algún desaliento cuando me propone retos más intensos y prolongados. Seguramente tendremos que negociar. 



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