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martes, 30 de agosto de 2011

POR QUÉ ME HICE CORALISTA



Yo conocí a Juan José R. Villarroel el año 1978 en el que se incorporó al equipo de profesores del Colegio Apóstol San Pablo de Burgos que había iniciado su tarea como centro docente de Primaria hacía un par de años. Era, por tanto, un espacio en el que todas las iniciativas eran bienvenidas teniendo en cuenta su bisoñez y los muchos afanes de todos por conseguir calidad y eficacia docente.

Los sucesivos años de tarea escolar en común los recuerdo con emoción porque significaron, junto a él y otros excelentes compañeros y compañeras, un importante periodo de mi vida como maestro, empeñados como estábamos todos en sacar adelante un Colegio cargado de incertidumbres. Después de algunos cursos de vida profesional compartida, el destino decidió mi ausencia del centro y Juan fue el encargado de recoger el testigo y asumir las responsabilidades de dirección que yo abandonaba. El tiempo confirmaría que el relevo quedó en las mejores manos.

En los años vividos en común esfuerzo docente, la Coral San Esteban era permanente motivo de conversación en nuestros momentos de asueto y, en ellos, Juan explicaba, con la vehemencia que le caracteriza, sus afanes y proyectos impregnados de un entusiasmo contagioso que yo, proclive a la música coral por afición y convicciones, pronto asumí para caer en las redes de la causa. Tras su amable y calurosa invitación, me incorporé a la Coral sin otro bagaje musical que el de mi osadía y tan privilegiado valedor. No era la mía una aportación valiosa por cuanto mis conocimientos musicales se reducían a distinguir el pentagrama de unas pautas de caligrafía escolar, pero entre él y los magníficos coralistas del momento, que me recibieron con los brazos abiertos, conseguí hacerme un hueco en la siempre discutida e injustamente denostada cuerda de los bajos. A partir de ese momento, una sucesión ininterrumpida de experiencias felices me han hecho bendecir permanentemente la hora en que tomé tal decisión. Y entre todos ellas, la convivencia con gentes tan heterogéneas como encantadoras quizá haya sido, al margen de los indudables valores musicales disfrutados, la mejor recompensa conseguida. 

Durante mi presencia como coralista he acuñado una valiosa carga de emociones, gratísimas experiencias, celebradas anécdotas y, por encima de todo, entrañables amigos y amigas que engrosarán siempre mi particular colección de afectos. Con todo ello pretendo mostrar lo que un colectivo, unido por intereses siempre desinteresados y en perfecta armonía, puede hacer para conseguir ese trozo de felicidad que tan escurridiza se nos muestra a menudo.
Eduardo García

           

domingo, 28 de agosto de 2011

ZACARÍAS. UNA HISTORIA VERDADERA (i)

 

            

Escondido tras la espesura de la linde, entre aterido y desconcertado, permanecía el can evaluando una explicación del por qué, él, llegado al hogar que le recibió con albricias y los mejores augurios en la Noche de Reyes, se encontraba en semejante situación y en tan triste y completo abandono. Aquel mundo feliz que conquistó su llegada entre los niños de la familia; aquellos juegos entre diabluras y carantoñas de los pequeños que le asediaban como a un peluche; aquel mullido cojín en el que reposaba sus sueños de libertad y aventuras; aquel cuenco siempre repleto de delicias gastronómicas; aquellas correrías persiguiendo a las ánades del Arlanzón… Todo perdido por culpa de la estúpida pequinesa de la vecina, incapaz de consumar sus coqueterías con una relación apasionada menos platónica y más sensual…


“…Si que es cierto que, en un momento de arrebato, le arranqué de una dentellada aquel estúpido lazo rosa que lucía en el cogote y que, cada vez que nos cruzábamos en la escalera o el parque, la dirigía el más selecto repertorio de mis rezongos amenazadores. Y lo peor fue el pollo que organizaron los vecinos en la reunión de la comunidad, porque aseguraban que yo era un perro pendenciero y donjuanesco de muy malas maneras y que me chuleaba a todas las perritas del barrio, incluidas las suyas. Así que a pesar de las lágrimas de Quique y Mónica decidieron en casa darme el escarmiento definitivo. Lo noté porque, salvo las carantoñas y brujerías de los pequeños, mi situación de privilegio y confort desapareció tras la malhadada y vocinglera reunión de vecinos. Así que en la mañana de viaje en el coche y después de detenernos para un breve desahogo fecal, el maldito vehículo huyó presuroso sin más contemplaciones, dejándome sólo mientras me ocupaba en la tarea de señalar mi territorio junto a la farola del puente…”.


Y en aquella cuneta apareció después, perplejo y asustado, esperando vanamente el regreso del desalmado vehículo. Y allí estaba contemplando el discurrir de tan malignos y veloces artilugios, llenos de risas y euforia e ignorantes de su tragedia. Pero no todas eran miradas insensibles. Aquella ojeada femenino, aunque fugaz, descubrió los trémulos ojos del can y quiso adivinar el porqué de la tristeza que mostraban “. … Se habrá perdido y lo estarán buscando…”; “… Quizá su dueño lo ha sujetado a las matas para recogerlo al regreso…”; “…O lo habrán abandonado deliberadamente…” Y esta última posibilidad humedeció el corazón de la viajera por unos instantes. Pero en estas consideraciones íntimas terminó todo y el vehículo siguió su camino.


O casi todo, porque al regreso de aquellos ojos inquisidores que le observaron a la ida, se produjo el milagro… En el mismo sitio seguía el can, esta vez con los ojos brillantes de ansiedad y temor y un atisbo de esperanza porque el coche blanco se paró. Después de un breve recorrido de incertidumbre, unas manos, entre decididas y cautelosas, se le acercaron y lo recogieron para introducirlo en el vehículo. Entre recelos y prudente confianza accedió al trasiego y se dejó acomodar. Aquella familia que lo ocupaba respiraba olor a cariño y apuntaban presagios alentadores. Así que, a pesar de su rechazo consumado a todos los Henry Ford y congéneres que pululan por las carreteras del mundo, pensó que había que ser juicioso y aguantar una vez más. “Veremos”, ladró para sus adentros el can. “De momento oír, ver y callar y de gruñidos los menos”, se dijo. Lo acomodaron con ternura en el interior y partieron raudos a su destino. A lo largo del viaje, si nuestro héroe sintió desazón alguna, apenas fue perceptible y desde luego poco preocupante. 


(continuara)

sábado, 27 de agosto de 2011

ZACARÍAS. UNA HISTORIA VERDADERA (II)


         

La llegada al nuevo hogar fue gloriosa. Aquella casa, con espacios al aire libre para sus desahogos y siestas a la sombra; aquella cancela siempre dispuesta a facilitar sus correrías; aquellos pares de ojos que lo miraban con absoluta ternura mientras le llenaban el cuenco; aquellas delicadas manos siempre dispuestas a la carantoña; y sobre todo, aquella mujer encantadora que sonreía y cantaba a poco que se lo pidiera el cuerpo, eran todo un prometedor remanso de paz al que dedicaría sus mejores maneras. Eso sí, esperaba disfrutar de la libertad que intuía, y con la que siempre soñó, sin más limites que los de la prudencia en el regreso. Y así, los primeros días fueron discretos en cuanto a escapadas, pero al descubrir lo ancha que es Castilla y que las regañinas eran más comedidas que peligrosas, amplió sus horizontes y comenzó a husmear la popa de tirias y troyanas de toda la comarca ―que en ningún caso lucían los extravagantes penachos rosa ni le hacían ascos a ciertas licencias amatorias― y se relacionó con amiguetes, algunos de dudosa reputación. Y como consecuencia de semejantes devaneos, en más de una ocasión se vio envuelto en altercados con otros canes aborígenes y los peligrosos cimarrones aventureros de la comarca que le proporcionaron más de un serio disgusto. 


Para sus escapadas, también contó con la inestimable ayuda de los niños del pueblo que le convirtieron en una especie de mascota a la que se acercaban para llevárselo en sus correrías. Y así, e instigado por ellos, corrió tras los topillos, los conejos, las liebres y alguna que otra perdiz que se burló de su audacia revoloteándole sin piedad… Todas estas novedades y las atolondradas andanzas en solitario le llevaron a perder el tiempo en ocasiones e incumplir su promesa de prudencia en la retirada. Así fue cómo en las vísperas de la fiesta local, llegó a casa hecho unos zorros, después de haber provocado la inquietud y el desasosiego de su familia de acogida a la que tanto debía. Agachó la cabeza sumiso, esperando acongojado lo peor para su destino, pero nada de lo que temía sucedió. Pudo más la alegría de su regreso que el deseo de penalización y salió indemne del lance. 


“Se me olvidaba decir que ahora me llamo Zacarías y necesito dedicar mis mejores ladridos a toda la familia que me ha convertido en su mascota más preciada y regalado con toda suerte de carantoñas y ternuras. Sobre todo a la esposa, porque ella es más que condescendiente con mis desatinos escapatorios, y, porque cada vez que me mira resuelta a llamarme al orden, siempre termina cediendo comprensiva, pensando sin duda en mi juventud y en los agobios que debí sufrir en aquella comunidad de tarados que la tenían tomada conmigo. 


(Continuará)

viernes, 26 de agosto de 2011

ZACARÍAS. UNA HISTORIA VERDADERA (EPÍLOGO)



Fue uno de esos espléndidos atardeceres del mes de julio, en los que después de sestear su pitanza, con algunos añadidos porcinos a los que el estío no es muy propicio, Zacarías pensó que el mundo era hermoso y, como buen castellano de la meseta, decidió que el espacio de la aldea le venía algo corto. 


La familia que le había adoptado como a un hijo, aparcaba sus sueños entre butacones y mecedoras y decidió que era un buen momento para añadir nuevas experiencias a su mundo rural ya ampliamente explorado. Nadie le echaría de menos hasta bien entrada la anochecida y para entonces ya estaría de regreso. No es que estuviera incómodo, descontento o ni siquiera aburrido. Es que después de haber dejado muy atrás su condición de urbanita, por demás controlado y constreñido a unos hábitos familiares ramplones, la vida en el campo le había convertido en un investigador nato. Aquí, en la holgura de una familia que le había proporcionado un hábitat envidiable y convertido en señor de hembras caninas, ―entre las que había ya provocado más de un altercado después de elegir amiga, compañera y finalmente madre de su primer vástago― había completado el ciclo completo de las correrías y relaciones sociales en la villa. Así que decidió poner a prueba su olfato, sus patas y, sobre todo, su audacia. 


Y, a pesar del sofocante bochorno, salió con el ánimo resuelto y el rabo enhiesto dispuesto a llegar a aquellos horizontes de donde decían proceder sus cordiales enemigos, los perros cimarrones. Algunos de éstos habían mencionado sus correrías detrás de jabalíes, antílopes y, en ocasiones, hasta de osos en los bosques de alta montaña. Otros, más discretos y quebrantados, confesaban haber permanecido enrabietados durante muchas horas al cuidado de casas de campo apartadas de los núcleos urbanos. Los más, maldecían a sus amos cazadores que los dejaron abandonados, camino de Benidorm, después de una agotadora temporada de caza de codornices y conejos. Al final unos y otros habían conseguido liberarse. Unos mostrando una sumisión engañosa para escapar con un corte de patas traseras al menor descuido, y otros, abandonados sin contemplaciones como era el caso de Zacarías. Había quien contaba que a punto estuvo de dejar sus huesos aplanados sobre el asfalto por culpa de las bestias de cuatro ruedas que embisten como mastines. Milagrosamente estaba allí para contarlo aunque un tanto renco a resultas del encontronazo. 


Aquellas aventuras entre verídicas y falaces le habían llenado de perplejidad y temor porque lo suyo había sido sólo el resultado de inquinas de comunidad y hartazgo de altercados de los padres de Quique y Mónica. Así que, visto lo visto, su experiencia, después de todo, había terminado con final feliz en su nuevo destino. Nada parecido a lo que contaban sus colegas de campo. 


A pesar de todo, aunque advertido como estaba de los riesgos que traían consigo aquellas veleidades, se encaminó por las veredas menos frecuentadas del pueblo hasta llegar a un altozano, desde el que se contemplaban las airosas agujas de la catedral burgalesa. Allí se le humedecieron los ojos con los recuerdos de los paseos diarios que disfrutaba en compañía de Quique y Mónica por la Quinta, el Espolón o la Isla. Cierto que siempre lo hacía nervioso entre coqueteos, desaires y alguna que otra bronca con otros congéneres que, invariablemente, terminaba con una buena regañina en su cubículo. Aún así, sus ojos se humedecieron llenos de sensaciones encontradas. Porque su familia de ahora, cargada de cariño hacia él y siempre dispuesta a la carantoña y el juego; su patio de recreo en el que tramaba sus correrías mientras llenaba la andorga y su libertad sin límites, le habían convertido en el más feliz de los caninos mortales. 


Pero sigamos con su aventura. No era Zacarías de los perros que se amilanan fácilmente y siguió caminando. La tarde daba para mucho y el sol parecía calmar sus ardores. Y cometió la gran torpeza que antaño le había hecho infeliz por unas horas. Ante sí tenía docenas de aquellos odiados monstruos de cuatro ruedas que, en la recién anochecida, se asemejaban a feroces dragones desprendiendo fuego por aquellos agujeros luminosos. Entre el dantesco centelleo de fauces enloquecidas, pitadas encrespadas y bramidos de motor, sintió los primeros temblores en sus nalgas traseras y añoró la paz abandonada. Quiso regresar a la dulzura de su hogar y comenzó a deambular tratando de desandar el camino que nunca debió tomar… 


Entretanto, en el hogar abandonado, la noche comenzaba a mostrar el lado feliz del sueño castellano a pierna suelta. Y entre sus deudos comenzaron a dispararse las primeras alarmas; Zacarías había sido imprudente en ocasiones pero nunca desleal. Volverá pronto pensaron… Además, conoce el terreno, sabe defenderse y, en el peor de los supuestos, alguien se ha prendado de su estampa y maneras y ha decidido convertirle en su personal sabueso… Al fin y al cabo ya tiene experiencia de nómada a su pesar…


Pasó la noche y la mañana, y el atardecer; y la alarma se encendió en el más rojo de los sobresaltos. Y comenzaron las búsquedas en la vecindad: canes amigos de tertulia; perritas dispuestas a cederle un espacio en su almohadón; parajes y huertas del entorno por si un descalabro le hubiera atrapado entre las empalizadas; kilómetros de la carretera por si unas ruedas precipitadas lo hubieran pasado por encima dejándole malherido… Nada, ni siquiera pastores y agricultores en faena le habían localizado deambulando sin rumbo…


La tristeza invadió a toda la familia después de los días sin retorno del animal. No había luz alguna que iluminara la esperanza del regreso como fuera; avergonzado, humillado, astroso… incluso malherido…


Después de algunas semanas de espera, la más tenue de las luces de la esperanza llegó de la voz de alguien que dijo haberle visto. Estaba en compañía de un muchacho joven de cabellos azabache y barba de pocos días. Permanecían sentados ambos a la entrada del arco de Santamaría burgalés, tañendo él la mañana con una guitarra y mostrando Zacarías su agradecimiento a las manos que dejaban monedas en el ajado sombrero. Con el reclamo de su rabo inquieto y un breve ladrido, convertía en dineros la simpatía que su estampa y actitud provocaba en los caminantes. 


No. No estaba atado. Seguía siendo libre, jovial y cariñoso. Había cambiado la vida placentera de su patio entrañable por la bohemia y la solidaridad. El muchacho le mostraba su cariño y, con su rostro iluminado, parecía confirmar que, al fin, había encontrado en el animal la comprensión y el cariño que la vida le había negado…


Nunca sabremos si los ojos que dijeron haberle visto en la ciudad eran verdad o ficción. Si así fue, bendita decisión la de Zacarías que le llevó a intuir la imperiosa necesidad de cariño en un alma humana desarraigada. Y se entregó a ella con el mismo fervor y fidelidad con que lo había hecho, primero con Quique y Mónica y luego con su familia en la aldea. 


miércoles, 24 de agosto de 2011

EL SPANIEL BRETÓN




Nunca he disfrutado de la compañía de un perro, y bien que lo lamento porque es un animal que observo con simpatía en mi deambular por el carril bici, aguas arriba del río Vena burgalés. En términos generales, ―salvo algunos canes malhumorados, por aquello de la furia mal contenida que muestran entre dientes―, sólo me inspiran simpatía y a menudo ternura. Incluso en ocasiones son capaces de protagonizar algún divertido episodio para el regocijo como es el caso que relato a continuación. En esta ocasión el lance tuvo lugar a orillas del Arlanzón. Con él me propongo contar algunas experiencias caninas de las que he sido testigo y que avalan mis simpatías.


Pasear a orillas del Arlanzón es una de esas ocupaciones que a jubilados y *colesterólicos permite disfrutar de la Naturaleza compañera del río, atajar los nocivos efectos de los hartazgos porcinos en la bodega y la observación puntual de episodios que, entre intrascendentes e insólitos, convierten el paseo en una ocupación doblemente gratificante.
Uno, recién incorporado por madurez al primero de los grupos y aficionado por devoción a las costumbres del embutido ahumado y la  jarra de churro bodeguero que, como es sabido, son hábitos muy apañados para incorporarse a plazo fijo al segundo de los colectivos, caminaba aguas arriba por las proximidades de la playa entre disfrutes y terapias contemplándolo todo. No era una mañana de ardores otoñales precisamente y las nubes grises, amenazantes e indecisas, jugaban al sí o no de una previsible lluvia. Seguramente por ello la concurrencia de peatones era mínima y la serenidad del ambiente absoluta.
En estas estaba la cosa cuando otro caminante de mi aspecto y probables circunstancias insistía tenaz en bañar a su perro en las aguas pobladas de ánades viajeros a la espera del pan de cada día. El can, seguramente intuyendo que el remojón no era lo más aconsejable tras el desayuno, y desde luego nada apetecible considerando lo gris de la mañana, se resistía a los afanes higiénicos del dueño aferrándose a sus patas traseras con la firmeza de un miura. Ni que decir tiene que, al final, cogido con resolución del rebelde collar por el amo y malamente resignado al chapuzón, dio el perro con sus lanas en el agua. El espanto de las aves al caer fue tal que huyeron despavoridas del entorno del cánido volador seguramente sorprendidas del insólito menú que se les ofrecía.
A unos pocos metros de la orilla, y con los expectantes patos alejados prudentemente de los círculos concéntricos marcados por el agua en torno al animal, se debatía el spaniel bretón tratando de recuperarla a todo trance, sin duda impelido por el deseo de abandonar las frías aguas, la hostil compañía de las airadas aves y los silbidos intermitentes del desentendido dueño que lo reclamaba a su lado mientras caminaba aguas arriba sin volverle la vista atrás. Vano intento el del spaniel porque el resbaladizo muro de hormigón que bordea la orilla le ponía muy difíciles sus afanes. Tan hostiles circunstancias impedían al animal salir del agua por sus propios medios y al final, el hombre, un tanto airado y salpicando su arrebato con palabras de menosprecio a la dignidad del chucho, retrocedió para ayudarle a salir.
Ya en la orilla, los más de ochenta probables kilos de humanidad se agacharon con torpeza en busca del collar para sacar al perro del agua. Éste, en sus afanes por liberarse del húmedo suplicio con la máxima celeridad, desequilibró la voluminosa figura de su salvador y consiguió con ello que el hombre también cayera al río con estrépito de barco recién botado. De nuevo los patos repitieron la escapada palmoteando sus alas, esta vez con entusiasmo, seguramente aplaudiendo la hazaña del maltratado can. El hombre, echando agua y otros espumarajos más coloquiales por la boca, inició la caza y captura de las gafas que en semejante vaivén se habían deslizado desde la nariz hasta el fondo del río. No duró mucho la búsqueda porque la baja temperatura de las aguas —“¡aja!” “¡ya te lo decía yo!”— ladró el can no sin cierto retintín— y la dificultad por localizarlas en la profundidad, que le cubría hasta la cintura, le aconsejaron renunciar al intento.
Salió el hombre del agua entre imprecaciones y con aires de noria en pleno riego buscando al perro que, alejado prudentemente a algunas decenas de metros, lo miraba con desconsuelo adivinando sin duda la que se le venía encima. Yo también temí lo peor para el chucho pero ambos nos equivocamos. Tras despojarse el hombre del empapado jersey que lo cubría y sacudirse el agua como mejor pudo, se acercó al asustado e indeciso animal que le miraba con gesto de estar eligiendo de entre dos males el menor —salir zumbando o aguantar el chaparrón—. Optó por permanecer quieto y humillado con el rabo entre las patas esperando el castigo hasta que el hombre, seguramente recordando las gloriosas jornadas de caza que ambos habían compartido, soltó una estrepitosa carcajada, miró con ternura al inocente animal causante involuntario de su torpeza, lo sujetó con la correa y ambos salieron a toda prisa camino de la ropa seca.
Ni que decir tiene que mi entusiasmo por el desenlace corre parejas con la alegría que supone —oídos tantos desmanes como se cometen a menudo con tan noble estirpe de cánidos— poder proclamar que en esta ocasión “el hombre reaccionó como excelente amigo del perro”.



            *colesterólicos.- amigos del cerdo ahumado y otras sutilezas embuchadas, obligados por su cardiólogo a caminar una hora diaria de por vida.